La tierra ha sido devastada por una erupción solar y el único ser vivo (al menos en su ciudad) es Finch, interpretado por Tom Hanks. Su único acompañante es un perro, Goodyear, a quien cuida en medio de ese paisaje post apocalíptico y distópico. Pero una preocupación asalta al personaje: ¿qué pasará con Goodyear cuando él muera? ¿Quién lo cuidará...?
Finch, que es oportunamente ingeniero, crea un robot para que cumpla esa tarea, pero de repente en el páramo de la destrucción total y la soledad surge una luz de humanidad: el robot, una inteligencia artificial llamada Jeff, para cuidar a Goodyear deberá primero aprender a tener sentimientos. El amor y la amistad, sobre todo. Y Finch deberá encontrar la forma de que esa insondable red de algoritmos aprenda a querer, aprenda a ser humano.
“Finch”, que así se llama la película y puede verse desde hace algunas semanas en Apple TV+, es una curiosa vuelta de tuerca para un tipo de historias que nos vienen ahogando de pesimismo desde hace algunos años: las distopías. Es decir, horizontes contrarios a la utopía, en los que, en lugar de mostrarnos un mundo ideal, nos suelen abrir una ventana al colapso civilizatorio.
Algo que no debería sorprendernos: hay muchas posibilidades de imaginarse el mal, lo monstruoso o lo catastrófico, mientras que todos nos pondríamos más o menos de acuerdo para imaginar un mundo perfecto. Las distopías desatan la imaginación.
Ya antes de la pandemia, muchos estudiosos alertaban sobre la tendencia de la gente a consumir este tipo de historias. Series como “Black Mirror”, y después “Years and Years”, popularizaron el concepto. Aunque no fuera nada nuevo: distopías podemos encontrar hasta en “La Odisea” y probablemente las más famosas de la literatura fueron escritas a mediados del siglo pasado: las novelas “1984″ de George Orwell (1949) y “Fahrenheit 451″ de Ray Bradbury (1953).
La novedad quizás sea que ahora las ficciones (y muchas veces “ciencia” ficciones) de este tipo se venden a granel en librerías y el streaming. El Covid-19 ha desparramado la mente de los escritores y guionistas a límites nuevos. La realidad pandémica desplazó los temas favoritos, como las “fake news” y la posverdad, los peligros de la IA y las consecuencias extremas de un sistema patriarcal (“El cuento de la criada”, de Margaret Atwood, indagó sobre esto en un libro de 1985 que después se popularizó por la serie homónima).
Las cámaras que monitorean cada movimiento en las megalópolis chinas dejan corta a cualquier fantasía orwelliana, y el debate económico en Davos en torno a un “Gran Reinicio” en el que “no tendremos nada pero seremos felices” y en el que habrá mil millón de personas desplazadas por el cambio climático nos demuestran que las distopías no son solo papel impreso o pochoclo de Netflix, sino que podrían estar a la vuelta de la esquina.
En un reciente artículo publicado por El País de España, el escritor Ricard Ruiz Garzón ofreció una interesante explicación sobre este auge: “Las distopías han aparecido siempre en épocas de crisis y miedo”, dijo. “Siempre aparece reforzado y con esa sensación de que estamos ante el abismo y son obras que nos ayudan a pensar ‘si somos capaces no acabaremos tan mal’, son advertencias. Pero también hay cierta sensación catártica, la idea de que aún no estamos tan mal y eso es una suerte, esa segunda vertiente es un poco más peligrosa”.
La nota fue escrita a propósito de la coincidencia en librerías de varios libros de este tipo: “Horda” (Seix Barral), de Ricardo Menéndez Salmón, sobre un mundo tiranizado por niños que prohíben expresarse de forma oral o escrita; “Tejer la oscuridad” (Literatura Random House) de Emiliano Monge, donde esta vez los niños son los encargados de aferrarse al lenguaje para sobrevivir al fin del mundo; “El Libro Azul de Nebo” (Seix Barral) de Manon Steffan Ros, donde una madre y un niño sobreviven el apocalipsis rescatando los libros de una vieja biblioteca de libros en galés; además, la reedición de la obra de Octavia E. Butler.
“El desfallecimiento de la imaginación utópica explica la propagación de la impotencia de la sociedad actual”, es la tesis del doctor en filosofía Francisco Martorell Campos, quien publicó “Contra la distopía” (La Caja Books), un libro en el que analiza cómo las industrias de la distopía y de la felicidad, con su promesa de consumo y de belleza en plataformas como Instagram, se vuelven (quizás contradictoriamente) en los antídotos contra la creciente desconfianza ante el futuro.
Hervé Le Tellier, una de las voces más lúcidas de Francia, ganó en el último verano el premio Goncourt con la novela “La anomalía” (Seix Barral), en donde un avión de pasajeros se desdobla temporalmente y aterriza en Nueva York dos veces, separado por una distancia de tres meses: las especulaciones de la prensa, de los científicos, los políticos y de las propias personas involucradas, que se encontrarán consigo mismos replicados, propiciará una crisis total.
Para él “en los años setenta [donde hubo otro auge del género] no había la sensación de una amenaza inminente como hoy, ni la progresión lenta hacia la barbarie, ni la sensación de las dictaduras privadas de las tecnológicas. Había una esperanza en el futuro. Quizá el éxito actual se deba a la capacidad de estas obras de reproducir el mundo irreal en el que vivimos, con el peso cotidiano de pantallas”.
Martín Caparrós, fiel a su estilo a veces escéptico y hasta cínico, opinó que su novela “Sinfín” (Sudamericana) será utopía o distopía según el lector. ¿El tema? En el 2070 se puede obtener la vida eterna prescindiendo del cuerpo y “transfiriendo” el cerebro a máquinas. La tecnología reemplazará el cuerpo físico, tan finito y débil. En efecto, es una idea ya explorada antes muchas veces: por ejemplo, el episodio “San Junípero” de “Black Mirror”.
Él también tiene una hipótesis, según una entrevista del diario Perfil publicada en marzo del año pasado, cuando el coronavirus recién llegaba al país: “Yo creo que estamos en un momento en que no sabemos cómo sigue la historia y por eso de alguna manera pensamos que no tiene continuación. Yo estudié historia y aprendí que todo sigue cambiando siempre y que ningún sistema sociopolítico o socioeconómico es para siempre. Lo que pasa es que estamos en uno de esos momentos en que no sabemos qué futuro desearíamos, qué sociedad querríamos construir si pudiéramos, y entonces el futuro aparece no como promesa, que es lo que fue en muchos momentos, sino como amenaza: amenaza ecológica, amenaza poblacional, amenaza política”.
Pero algunos también ven luces al final del túnel. Es el caso de los que escriben “hopepunk”, un subgénero del cyberpunk que fue acuñado por primera vez por la escritora Alexandra Rowland en 2017. Propone que incluso en las situaciones más alienantes, coercitivas o crueles, el ser humano puede actuar de manera correcta y torcer su destino. Volviendo al principio, es posible que “Finch” tenga un aire hopepunk, aunque su mensaje más directo sea que los robots heredarán la tierra. Es hora de que la esperanza llegue más a los futuros pesimistas.