“Una hermosa dinamita”, así la describió una vez su compañero plató y fotogramas, el gran Fred Astaire en su biografía “Steps in time”.
Dinamita en la danza, una bomba sexy en la pantalla. Así llega nosotros el recuerdo de Cyd Charisse, la actriz y bailarina que inauguró al ritmo de sus pies el “technicolor” en el cine con películas como “Ziegfeld follies” de 1956 o “Melodías de Broadway” (“The band wagon”) en la que fue partenaire de Astaire y sus impecables y riesgosas coreografías ante cámaras.
Esta belleza castaña ingresó al Guinness en 2001 como un récord mundial. Es que sus piernas que se medían en longitudes imposibles fueron aseguradas en cinco millones de dólares en 1952; la cifra más alta concebida en ese tiempo (solo para que entiendas la proporción, la mítica Ginger Rogers tenía un seguro de apenas un millón de dólares). Así de alto cotizó Cyd en la maquinaria de hacer dinero que jamás se detiene y que es Hollywood.
No fue ese el único asunto notable que la destacó en los pasillos de chismes de Hollywood sino los más de 60 años que duró su segundo matrimonio con el cantante Tony Martin. Esa historia de amor eterno se inició en 1948 y concluyó con su muerte. La rareza también encontró donde fluir y fue en la biografía que escribieron juntos para contar esa vida de a dos: “The Two of Us”.
Fue un 17 de junio de 2008, a los 86 años, cuando Cyd; la estrella del cine que inflamaba corazones ajenos e hipnotizaba los ojos de las plateas con sus danzas vertiginosas, cerró los suyos para siempre.
Su historia personal no guarda entre las páginas de la biografía asuntos escandalosos, ni secretos oscuros que perduren como mitos. Ella y sus piernas prodigiosas fueron suficiente materia con la que brillar como un lucero intenso en el firmamento de Hollywood por más de medio siglo. Sin embargo, y aunque no hubo denuncias públicas, sí debió someterse -como muchas- a los maltratos de su compañero de elenco en “Cantando bajo la lluvia”; el intocable y malísimo Gene Kelly.
Cyd nació un 8 de marzo de 1921 como Tula Ellice Finklea en el polvoriento pueblito de Amarillo, en Texas. Muy pronto sus padres vieron que la nena que levantaba nubes de arenisca con sus pies estaba hecha para la danza. Y se enfocó en eso. Tanto es así que llegó a ser parte del ballet ruso que dirigía Sergei Diaghilev. Ella, claro, tremendamente americana, tuvo que usar seudónimos: Felia Sidorova y María Istomina.
Como muchas chicas de la época que coqueteaban con los set de filmación, armó las maletas y partió para California. Pero esas piernas, esa belleza y ese don para la danza, eran extraordinarios. Por eso no le fue difícil encantar a los productores que la incluyeron en las películas musicales, suceso de la época, como cuerpo de baile de las imborrables coreografías.
Sus inicios en el cine le trajeron otro nombre. Ni Felia, ni Tula, ni María. Se llamó Lily Norwood. Pero pronto llegó un contrato con la poderosa Metro Goldwyn Meyer y Tula mudó su nombre a Cyd. Su apellido al del marido de la adolescencia: su profesor de baile Nico Charisse. Tenía apenas 18 años y la fábrica de sueños le abría las puertas que otras les cerraba en la cara.
Allí comenzó a construir su mito. Porque Cyd Charisse fue una mujer que marcó la pantalla a fuego los años dorados de Hollywood y dejó estampado allí ese último nombre.
Ella es también un ejemplo de cómo funcionaba en la época la industria del cine: si no encontraban una estrella, la inventaban de la nada. Y allí estaba esta jovencita bailarina leve como una pluma, esbelta como pocas y de facciones ideales. Su calvario en este proceso fue el cambio de identidad constante que tuvo que atravesar hasta encontrar el sello de marca. Se aferró a Cyd (Syd, en realidad) porque así le decía su hermano cuando era chiquita. Se aferró a algo que tuviese que ver con su historia.
Resuelto el entuerto de cómo hacer cuajar esa belleza morena y grácil con un rótulo adecuado, comenzaron sus participaciones en películas inmensas. Esas que le permitieron labrar la leyenda: debutó con “Something to shout about” (1943), dirigida por Gregory Ratoff. Le siguieron “Mission to Moscow” (1943) o “The Harvey girls” (1946).
Ratoff la conoció casi por casualidad. Es que Cyd era por ese tiempo bailarina del ballet de Diaghilev e iba de gira en gira por Europa. La Segunda Guerra los obligó a volver a Estados Unidos y fue el coreógrafo David Lichine el que le recomendó a Ratoff que tuviera en cuenta a esta chica para sus coreografías cinematográficas.
Pero la película que la expresó por primera vez en su esplendor total fue “Cantando bajo la lluvia”. Apenas un aparición que para otra hubiera sido insignificante, pero Cyd estaba hecha de polvo de estrellas y Gene Kelly la fichó para una secuencia que la lanzó a los primeros planos.
Siguieron títulos enormes como la citada “Melodías de Broadway”, “Brigadoon” y “Chicago años 30”. Fue protagonista junto a popes del musical cinematográfico, no solo Astaire y Kelly sino también Robert Taylor.
En la película “Fiesta Brava” se ganó la admiración de la crítica con su coreografía junto a Ricardo Montalbán, de “La bamba”. Y en “Fleming Flamingo” sus toques fogosos de flamenco le dieron otro pulso a la “americanización” de las danzas españolas. Y en “Me besó un bandido”, protagonizada por Frank Sinatra, la secuencia de “La danza de la furia” junto a Montalbán y Ann Miller ha quedado para la historia.
Su último musical para la MGM fue “Muñeca de Seda” (“Silk Stocking”, 1957) que dirigía Rouben Mamoulian. Los críticos dicen de esta película que es uno de los musicales “más finos y elegantes del género”. Tal condición surge, nuevamente, de las capacidades inusuales de Charisse para convertir a esta remake de “Ninotchka” de Ernst Lubitsch, e interpretada por Greta Garbo en esta primera versión, en un prodigio de belleza magnética.
Allí, el hecho de que Fred Astaire fuese su coequiper en los protagónicos permitió gestar más apuntes para la historia; como los imborrables números que hicieron a dúo en “All of You” y “Fated to be Mated”; o los solos de Cyd “It’s a Chemical Reaction” y “Silk Stockings”. Hermosa, e imborrable.
Muerta la gloria de los musicales monumentales en Hollywood, Charisse no pudo resignificarse con el mismo esplendor. Ella estaba hecha para la danza. Aún así, grabó algunas películas dramáticas, como “Something’s Got to Give”, juto a Marilyn Monroe y Dean Martin. Pero el mito estaba sellado con fecha de cierre para catapultarse a la gloria.
Charisse nunca habló sobre qué significó trabajar con Gene Kelly. Otras de sus colegas, en cambio, no dudaron en denunciar los maltratos del artista que, por su baja autoestima y su narcisismo extremo, las sometía casi a situaciones esclavas.
Esther Williams supo musitar con odio: “ese hijo de puta incluso se sentía alto”, explicando que él la obligaba tanto a agacharse cuando protagonizaban juntos que comenzó a sufrir escoliosis.
Es verdad que fue tan inmenso bailarín (forjado en asuntos tan disímiles como el hockey, las artes marciales y la coreógrafa Martha Graham) que su estilo influyó a otros grandes como Michael Jackson, Jackie Chan y la propia Madonna. Pero el hombre detrás del artista era tan despreciable como olvidable.
En “Cantando bajo la lluvia” los espectadores alucinaban con la escena en la que Kelly tomaba a Charisse y ella serpenteaba enfundada en su vestido verde esmeralda con flecos a lo flapper. Lo que ese público nunca supo es que esta mujer, la de las piernas más caras y bellas del cine, terminó esa faena danzística marcada de hematomas.
Debbie Reynolds (la madre de la gran Carrie Fisher), también protagonista en esa película junto a Cyd y Kelly, no la pasó mejor que Charisse. Vio peligrar su salud para satisfacer los delirios de grandeza de este hombre que también fungía en la dirección.
Kelly en los ensayos, como coreógrafo era tan inhumano, que no solo marcó moretones en las piernas de Cyd sino que dejó cojeando y con los pies sangrantes a Reynolds durante días. En alguna entrevista ella se animó a contar que: “‘Cantando bajo la lluvia’ y parir fueron las dos cosas más difíciles que hice en mi vida”.
Sin embargo Cyd siempre le escurrió al bulto de decir en público lo que todas rumiaban en privado. Y, cuando le preguntaron con quién prefería trabajar, si Astaire o Kelly, ella contestó diplomática: “Es como comparar manzanas con naranjas. Ambas son deliciosas”.
Regia, sensible, tranquila y perfeccionista en su tarea como pocas, nos quedarán de Cyd Charisse esos contoneos únicos e imposibles que supo inventar de la mano de los grandes. Esas piernas larguísimas y torneadas que desataron suspiros en el aire de las salas cinematográficas en los tiempos del Hollywood dorado.