“Las lluvias, los deshielos y los vientos llevaron la arena de la montaña a la pampa seca. Cubrieron la llanura y levantaron médanos de arena negra. Así se formó nuestro feudo de arena”. José Baidal. Arenas negras (1991).
José Baidal murió en Mendoza el 4 de diciembre de 2011 (debo la precisión, de la que carecía al comenzar estas notas, a mi amigo el periodista Miguel Títiro, quien fue colega de Baidal en Los Andes). Había nacido en Villa Atuel, San Rafael, el 2 de junio de 1920. Este dato cobra relevancia en relación con la novela Arenas negras, publicada en 1991 por la Comuna de Las Heras.
A pesar de que tanto los paratextos (tapa, contratapa) como los comentarios críticos y reseñas suscitados por esta obra coinciden unánimemente en calificarla como “novela”, debo confesar que vacilo en aplicar tal delimitación genérica al texto de Baidal. ¿Es realmente una “novela”? Si bien la cuestión no es relevante de por sí, examinar las características del género novelesco y confrontarlas con Arenas negras nos permite justipreciar mejor su originalidad.
Si es propio de la novela la creación de un mundo total, es indudable que ese imperativo se cumple cabalmente en esta obra, porque de ella emerge una Villa Atuel incólume, a pesar de la catástrofe que divide en dos su historia. Un pueblo asentado sobre esas “arenas negras” cuya existencia suministra el título general: “Nuestro pueblo era un asentamiento en un inmenso arenal. Todo Villa Atuel lo es […] Aquí la arena es negra, no del color del sol […] Esta es oscura como la noche. Se aprieta en el suelo, se endurece mojada, se acumula en el calzado o entre los dedos de los pies descalzos. Se introduce en las viviendas. Es pesada y cae. No vuela […] No se deposita. No se posa. Cae” (1991, p. 3).
Es un mundo con su geografía propia, con su flora y su fauna típicas, ásperas, huidizas: “¡Qué hermosos eran los campos, cubiertos de jarillas, zampas, jumes, álamos, sauces, arabias, chañares, pichanas y cactus!” (1991, p. 21). Y sobre todo, los insectos, presentados con el más descarnado e intenso realismo, en descripciones que hasta pueden resultar chocantes, sin ninguna idealización, como sí se percibe en las referencias al paisaje, que adquiere por momentos dimensiones casi mágicas: “La oscuridad nos sobrecogía. La luna también. A veces salía una muy grande, gigante, que llenaba el horizonte de fuego enrojecido y de luminosidad mezclada con dorado y rojo, que obligaba a la contemplación y a una inexplicable ganas de vivir” (1991, p. 97).
Es un mundo físico, con fuerte asiento en lo geográfico, estratificado en lo social a favor de la presencia de diversos elementos étnicos: resabios indígenas, inmigrantes y criollos, cada uno con sus rasgos típicos, todavía no sumados en una identidad común: “Además de criollos, había españoles, italianos, chilenos, turcos, árabes, libaneses, judíos, checoslovacos, polacos, un alemán, un francés, un norteamericano de Texas, portugueses […] Todo lo aprendimos de ellos. De los criollos, solo tocar la guitarra, cantar y descansar” (1991, p. 52). Con esa crítica no tan velada, Baidal roza (aquí y en varios otros pasajes) el tema de la contraposición “gringo” / criollo tan frecuente en nuestra literatura mendocina, sobre todo en las primeras décadas del siglo XX.
El espesor social que adquiere el mundo presentado en el texto se refuerza con algunos personajes típicos: la curandera, significativamente llamada “doña Remedios” (no se sabe qué fue primero: si la ocupación o el apelativo”; el carrero, pervivencia de un pasado que se resigna a morir ante el avance del progreso, los representantes de las distintas colectividades o el vendedor ambulante con su víbora al cuello… con lo que el autor despliega una serie de valorables esbozos costumbristas muy valorables.
Es un mundo tangible, pero también hecho de supersticiones y creencias, como aquellas que anuncian la gran catástrofe del 29 de mayo de 1929: “Esa tarde los gallos cantaron fuera de hora. Una gran mariposa oscura entró en varias casas. Asustó a sus moradores. En otras, cruzó seguramente un gato negro de una comarca desconocida. Alguien quizá escuchó el chistido de una lechuza” (1991, p. 124).
Es un mundo con su geografía propia, pero sin historia, casi puro presente, como es el tiempo de la niñez, por más que la acción pueda datarse por referencias del texto, comenzando alrededor de 1925 o 1926, alcanzando un clímax con el terremoto y proyectándose unos años en el futuro con las alusiones a la reconstrucción del pueblo.
En este “feudo de arena” discurre la vida de unos pobladores curiosamente escindidos en dos bandos irreductibles; por un lado, los niños: “Éramos pues, una generación de desamparados., no por falta de adultos a nuestro lado. Los adultos sobraban […] Conjunto de niños dirigidos y enderezados a azotes; a varillazos en la espalada y en las piernas, cuando no a cachetazos. Pueblo de inmigrantes” (1991, p. 3). Esta situación da pie a la narración de una serie de juegos y travesuras infantiles, íntimamente relacionados con el medio geográfico, protagonizados por esa pandilla de chicos. Anécdotas verídicas, tal como manifiesta en autor en una entrevista publicada en Los Andes el sábado 16 de noviembre de 1991, vividas por niños también reales, sus conocidos y amigos… presentados por sus apodos en retratos llenos de gracia, de humor pero también, de melancolía.
La focalización narrativa corresponde a uno de esos niños, por lo que todo el texto adquiere más apariencia de unas memorias configuradas a partir de un hecho crucial en la vida del protagonista: el terremoto que destruyó el pueblo: “Yo tuve el privilegio de asistir al espectáculo de ver muerto el pueblo donde se nace, el espectáculo de la post guerra de la naturaleza que hacía surgir agua de bajo tierra, en gruesos chorros turbios […]” (1991, p. 15).
A partir de este acontecimiento, el relato se despliega: retrocede y avanza. A pesar de todo, es un mundo embellecido por la óptica del recuerdo: “cuando regreso a Villa Atuel, miro cada día, las cosas de la vida y lo vivido; los árboles que me cobijaron, y el río que me bautizó; los cerros de arena y el cielo tan estrellado y limpio; el silencio que se escuchaba con el sentimiento” (1991, p. 24).
Y es precisamente esa omnipresencia de la memoria, que como una lanzadera va entretejiendo vivencias de ayer y del presente narrativo –algo así como un rosario de anécdotas- lo que nos lleva más bien a incluir este texto en la esfera de los denominados “géneros del yo”, como la autobiografía o las memorias. Pero ello no va de ningún modo en desmedro de su valor como testimonio y como creación literaria.