En la nota anterior (“La Mendoza de José Baidal”, 3° parte) señalamos, en relación con la colección de Cuentos de la Mendoza Marginal (1997) la atención prestada por el autor a ciertos personajes cuyas vidas novelescas los colocan en la frontera imprecisa de la historia, casi más cerca de la leyenda que de lo realmente ocurrido.
Tal es el caso, por ejemplo, de Martina Chapanay, “mujer huesuda y varonil” al decir de Draghi Lucero (cf. La cabra de plata, 1978), que aparece reiteradamente en nuestras crónicas históricas y en nuestra prosa de ficción (cf. al respecto el artículo de Marta Marín: “Martina Chapanay: figura legendaria de las lagunas de Guanacahe, en Piedra y Canto 7-8, 2001-2002).
En el acercamiento a este personaje, Baidal sigue en cierto modo las huellas de Juan Draghi Lucero, quien se ha ocupado en más de una ocasión de esta mujer singular, cuya vida “parece que estuvo signada desde el principio por lo misterioso” (Marín, 2001-2002, p. 132): nacida en las lagunas de Guanacache, mestiza de padre huarpe y madre española, quedó huérfana muy joven, motivo por el cual parece haberse alejado pronto de su terruño natal. Se unió así a un bandolero, jefe de salteadores, llamado Cruz Cuero con lo que se inicia su vida delictiva. Se enrola luego –muerto ya Cuero- en las tropas federales al mando del Chacho Peñaloza. Tras la muerte de este, se instaló en Mogna, “curando las enfermedades de las personas o de los animales, realizando rastreos, ayudando a viajeros” (cf. Mabel Pagano: Martina, montonera del Zonda, 2000).
Draghi Lucero, en su Cancionero popular cuyano, recoge de la tradición popular una copla que se refiere a unos nuevos amores de la Martina, y que comienza: “En Mogna la Chapanay / a Chumbita enamoró […]”. En relación con este personaje se menciona también la posesión de poderes sobrenaturales por parte de Marina, ya que –según relata Marta Marín- “Durante la guerra le había advertido a Severo Chumbita que mientras él defendía lo de todos, al volver a su estancia no encontraría lo propio. Después de un tiempo se encontraron y Severo aseguró que realmente era una adivina: habían saqueado su hacienda tal como ella lo predijo” (Marín, 2001-2002, p. 133).
Baidal se focaliza en el episodio de la unión entre Martina y Cruz Cuero y las aventuras que vivieron juntos: “Y se juntaron nomás. Se quedaron en La Chimba, más bien en la Calle de Los Pescadores, haciéndose clientes de la pulpería y de los patios con fiestas campestres, en ese paraje pintoresco y único de la Mendoza de entonces, de asados con cuero, empanadas y vino, guitarra y taba; y carreras cuadreras. Y riñas que terminaban en el filo del facón” (Baidal, 1997, p. 27). Menciona asimismo su participación en las campañas libertadoras, en las que “galopó sin descanso en su montado día y noche, llevando y trayendo mensajes para el general San Martín. Se ganó el respeto de jefes y de soldados y lucía con orgullo la chaqueta de oficial que el general le había regalado, bombacha de paisano y botas de charol con espuelas, También supo cargar sable, se hizo diestra en el manejo del fusil, y hasta aprendió a disparar un cañón” (Baidal, 1997, pp. 29-30).
Pero hay otro personaje en estos relatos de Baidal que nos permite anudar su obra con la de Juan Draghi Lucero y también con la de Juan Isidro maza, en particular su Toponimia, tradiciones y leyendas mendocinas (1979), al narrar la amistad que entabla el cuchillero Tomás Tadeo con Casimiro Puebla, pulpero de la Vuelta de la Ciénaga actual Santa Blanca, “posta de carretas y de arreos, de guerreros y malandras, que esquivaban los bañados de un Rodeo del Medio ya existente en 1750″ (Baidal, 1997, p. 20).
Este Casimiro Puebla y sus andanzas dan pie a un cuento de Draghi, “La posada de doña Luzmila”, quizás uno de los más logrados en cuanto al manejo de la tensión dramática, de la colección El Hachador de Altos Limpios (1966). La fuente es una tradición que relata también Juan Isidro Maza -con constancia de nombres propios y visos de certeza - relacionada con el Paso o Vuelta de la Ciénaga, donde se producían numerosos asaltos y asesinatos, por obra de los dueños de la pulpería levantada en el sitio obligado de paso de las carretas. Draghi reelabora los datos consignados, variando el nombre del propietario del establecimiento y agregando detalles escalofriantes; en este caso los asesinos son una mujer, doña Luzmira, y su compañero, el huinca Nahuel, que asumen cualidades demoníacas: “Él en la figura del hombre-tigre con un cuchillo en la mano y ella como la bruja mayor de la Salamanca” (Draghi Lucero, 1966, p. 24). Esta suposición de asistencia demoníaca se refuerza por el hecho de que los criminales logran huir a tiempo, sin ser alcanzados por la justicia, luego de prender fuego a su maldito caserón; sin embargo, las huellas de sus crímenes persisten en el desagüe: “Al principio distinguió en las honduras del pozo a miles de gusarapos negros que rondaban unos blancores. Al son de los aullidos ahondó ese mirar... Sintió que se le erizaban los cabellos y lo bandeaba el espanto al distinguir huesos de gente y varias calaveras humanas que al girar en los remolinos del agua, jugaban a la ronda y se reían y se reían...” (Draghi Lucero, 1966, p. 26).
Según relata Maza, en las proximidades de Rodeo del Medio el camino de las carretas debía atravesar cenagosos bañados que recibían el nombre de “Vuelta de la Ciénaga”. Allí se habían producido numerosas desapariciones que se atribuían en primera instancia a lo peligroso del paso. En una oportunidad -continúa Maza- en que uno de los concurrentes tuvo necesidad de salir de noche y en horas de luna llena, al llegar cerca del corral de los cerdos vio que estos devoraban un cadáver humano. “Con el terror de aquel descubrimiento huyó, y al encontrar una patrulla policial, dio cuenta de lo que había presenciado, por lo que la autoridad, al efectuar un procedimiento, constató que el pulpero Casimiro Puebla y sus secuaces, después de asaltar, con fines de robo, a los viajantes y personas que llegaban a su negocio, las asesinaban y arrojaban los cadáveres a los cerdos, para hacer desaparecer el cuerpo del alevoso delito que cometían”.
La historia termina con los asesinos en la cárcel de Mendoza, donde fallecieron aplastados por el terremoto del ‘61. Concluye Maza apuntando que era dicho popular en la época “Para robar hay que ir a la Vuelta de la Ciénaga” (Maza, 1979, p. 163. Seguramente el episodio del cerdo devorando el cadáver dio pie a Draghi para sumar al relato las truculentas referencias a la antropofagia involuntaria de quienes comían en la posada los fiambres preparados por doña Luzmira.
Estos tres autores coinciden en su afán de conservación de nuestro patrimonio intangible: Draghi, en la multiplicidad de facetas que conforman su perfil (folklorólogo, historiador, poeta, cuentista y novelista); Juan Isidro Maza, con el afán del investigador minucioso y José Baidal, como narrador testigo de los aspectos más recónditos y “marginales” de nuestra Mendoza.