John Carney tiene claro que una canción puede cambiar una vida. Una frase que puede sonar trillada, pero nadie como el director irlandés lo ha demostrado a través de sus tres películas emblemáticas, “Once” (2007), “Begin Again” (2013) y “Sing Street” (2016). Aquí nadie baila milimétricamente coreografiado ni tampoco interrumpe una autopista para cantarle al amor. Se trata de cuentos sobre músicos que desenvuelven su arte y celebran la libertad para crear su propio destino.
Los orígenes de esta trilogía radican en la vida misma de Carney. Fue bajista, escritor y hasta director de videoclips para la banda de rock The Frames en los años 90. Su interés por el fílmico lo llevó a abandonar el grupo y a probar suerte con un par de largometrajes de bajo presupuesto y poca repercusión, “November Afternoon” (1996) y “On the Edge” (2001). Después de fallidos proyectos televisivos, finalmente Carney optó por fusionar su faceta musical con el cine de manera orgánica.
La inspiración llegó por anécdotas con The Frames, en particular a través del vocalista y guitarrista Glen Hansard. Ese tipo de historias que enfrentan a músicos soñadores con calles indiferentes, instrumentos gastados y estuches con billetes arrugados. Carney le pidió a su amigo que protagonizara y escribiera las canciones de un guion al que llamó “Once”. Con un presupuesto ínfimo, se convirtió en un proyecto cinematográfico rodado en 17 días en Dublín, entre tomas de cámara en mano y distancia focal amplia para captar a quienes se cruzaban por el camino.
Hansard interpreta a un joven sin nombre que vive con su padre, arregla aspiradoras y sale a la peatonal a tocar la guitarra. La artista checa Markéta Irglová, otro rostro ignoto para el espectador, encarna a una madre inmigrante que vende flores, está distanciada de su pareja y toca el piano en un negocio. La química de ambos es instantánea, las interpretaciones son de una naturalidad irresistible (el registro es casi del mumblecore) y canciones van desde la desgarradora “When Your Mind’s Made Up” hasta la insigne “Falling Slowly”, que ganó un premio Óscar.
El final de “Once”, donde el protagonista cruza el mar para vender sus maquetas a la industria, conecta directamente con “Begin Again”, lanzada años más tarde una vez cosechada la fama en EE.UU. En esta secuela espiritual de mayor inversión -detrás está el productor Judd Apatow-, una joven de Nueva York llamada Gretta (Keira Knightley) busca liberar su música sin la presión de las discográficas, bajo la guía de Dan (Mark Ruffalo), un ejecutivo poco ortodoxo y en plena crisis familiar.
Carney sale a los callejones, a los techos y a los bares pequeños para grabar. Contrario al aspecto superficial del filme, en el que asoman caras mediáticas como Adam Levine y James Corden, el realizador sabe que no hay mayor traición que convertir una canción personal en un sinsentido del pop. Almas y melodías se complementan: la música de Gretta es el lenguaje con el que Dan puede reconstruir su persona y vincularse nuevamente con su esposa (Catherine Keener) y su hija adolescente (Hailee Steinfeld).
En la siguiente sesión de música, la divertidísima “Sing Street”, Carney retornó a su hogar y a los siempre potables años 80. Es una realidad desencantada, donde las familias de Dublín viven hacinadas en edificios, el conservadurismo católico domina cualquier expresión y los jóvenes se desvelan por escapar a Londres.
En medio de una crisis familiar, el adolescente Conor (Ferdia Walsh-Peelo) se cambia a un colegio de curas, cuyo código de conducta lo obliga hasta pintar de negro su único par de zapatos. Así que, para zafar del inevitable bullying, busca impresionar a Raphina (Lucy Boynton), una joven que quiere ser modelo y reniega de la vida en los suburbios. En un explícito guiño a los inicios de U2, el protagonista crea una banda, sustentada principalmente en su química con el multinstrumentista y compositor Eamon (Mark McKenna).
“Sing Street” es canchera, tierna y naif por momentos, pero su ligereza argumental se potencia a partir de las secuencias donde se crea la música, mientras los chicos encuentran su estilo. Duran Duran, The Cure, A-ha o The Clash marcan las etapas del grupo de rock, que busca a través de la imitación su identidad.
Hay canciones ultrapegadizas (“Drive It Like You Stole It”), otras de riffs nostálgicos (“The Riddle of the Model”, con un video a lo MTV de los 80) y también himnos edulcorados (“Up”, “To Find You”). El soundtrack pasa por distintos sonidos y estados de ánimo, aprovechados por el director para narrar las situaciones que enfrenta Conor: un matrimonio hecho añicos, un hermano mayor que fracasó en el mundo de los adultos, los abusos en el sistema educativo, el amor no correspondido, la amistad…
No importa si comulgás con la sencillez de “Once”, si preferís el encanto neoyorquino de “Begin Again” o conectás mejor con la rebeldía de “Sing Street”. Sin apelar al efectista manual de autoayuda o al mérito individual, John Carney capitalizó en su trilogía cómo hallar la esperanza en la melancolía que caracteriza al ser humano de esta era. Y si el ritmo y las indulgentes letras acompañan, nunca habrá intentos en vano.