Las novelas de Laurentino Olascoaga

En esta columna analizan las características de la obra de Laurentino Olascoaga, atravesada por sus extraordinarias dotes de descriptor y de narrador, pero también de filósofo y pensador original.

Las novelas de Laurentino Olascoaga
La obra de Laurentino Olascoaga se nutre literatura mendocina de una mirada perspicaz y filosófica. Foto: Pixabay / Grupo Edisur

El castillo de Skokloster (1926), marca el inicio de un novelista. Esta obra primeriza , si bien es definida por su autor como “un relato sin pretensiones literarias” y refleja ciertamente algunas vacilaciones estilísticas, es meritoria por cuanto revela ya lo que serán los rasgos definitorios del estilo de Laurentino Olascoaga: en primer lugar, la extensión y variedad de sus viajes, que le permiten reconstruir con la óptica de un testigo presencial los lugares más alejados, poniendo atención tanto a los rasgos distintivos del paisaje, como a la idiosincrasia de sus habitantes; en segundo lugar, y en correlación con lo anterior, la sorprendente versación histórica que le permite rememorar hasta los detalles más nimios del pasado en relación con el escenario de sus ficciones.

En los dos rasgos mencionados anteriormente se ponen de manifiesto sus extraordinarias dotes de descriptor y de narrador, pero Olascoaga es también un filósofo, un pensador original y un moralista dispuesto a exponer su punto de vista -el “deberismo” aludido en la nota anterior- en pro del mejoramiento social. De allí que sus textos de ficción contengan extensas pausas reflexivas que -si en cierto modo conspiran contra el ritmo narrativo- producen sin embargo dos efectos: uno, adensan la significación del texto en una dirección cercana a la novela de tesis; el segundo, nos permiten adivinar bajo las palabras de los personajes la expresión del yo autorial, los atisbos de una personalidad que se vuelca entera en esos seres austeros, cultísimos y refinados, moralistas a ultranza, aunque escépticos en lo que a la religión se refiere, que confían en el poder de las ideas (y de la literatura) para la reforma de las costumbres.

En cuanto a su calidad literaria, Olascoaga se revela como un narrador eficaz, que logra imprimir un ritmo adecuado a través de la alternancia de sumarios, escenas y pausas descriptivas y digresiones varias, a la vez que la introducción de materiales discursivos diversos -como la transcripción de cartas y otros documentos- confiere variedad al relato. La aptitud para “teatralizar” las reflexiones de índole filosófico-moral de sus personajes contrarresta la morosidad de las descripciones y también la densidad de las digresiones del narrador, ese alter ego ficticio del autor. Debemos reconocer en esta novela el acierto con que Olascoaga suma elementos de diversas modalidades narrativas, como podría ser la novela histórica luego cultivada ampliamente por él en textos posteriores, como sus incursiones por lo gótico (a favor de la sugestión del castillo aludido por el título), lo fantástico legendario, el despliegue de ciertos tópicos o situaciones características del cuento de hadas, y aun el relato sentimental.

La segunda de sus novelas es Yataira (1927), y en ella el narrador textualiza la alianza entre criollos e indígenas en pos de la libertad (en relación con la idea de una monarquía incaica, propiciada, entre otros, por Manuel Belgrano en el Congreso de Tucumán). En esta obra, que focaliza, desde el título en una heroica representante de los antiguos señores del Perú, emblemática por su relación con Tupac Amarú, aúna un interés histórico y el deseo de exponer algunas tesis de contenido sociopolítico y moral. En primer lugar, se hace eco de la antítesis dieciochesca entre “naturaleza” y “cultura”, que derivará posteriormente en la famosa contraposición sarmientina entre civilización y barbarie, pero que no tiene en sus comienzos un carácter peyorativo. En efecto, América aparece en esta línea de pensamiento –y en las primeras páginas de Olascoaga- idealizada precisamente en virtud de su carácter de entorno natural no contaminado –”inmensas tierras vírgenes llenas de riquezas incontables y de vergeles maravillosos” (7)- paraíso que se diversifica en la gran variedad de paisajes americanos.

De todos modos, la lucha por la libertad es el gran tema de la novela. Como toda novela histórica tradicional, es importante tener en cuenta la interacción que el texto establece entre personajes reales y ficticios, y la reconstrucción epocal que realiza, desde una perspectiva temporal muy precisa, que corresponde a los últimos años del dominio español en América y primeros de vida independiente.

La tercera de sus novelas publicadas, Sira (1930), no desdice de ningún modo su maestría narrativa; en ella encontramos igualmente el encanto y la intriga de las situaciones; también se recurre, como en las anteriores, a una imitación del género medieval del debate dialogado que se inserta coherentemente en la narración, pero son las pausas reflexivas y descriptivas, “sitios donde se inscribe la ideología en el texto”, los pasajes que alcanzan mayor relevancia.

No es propiamente una novela histórica, aunque el subtítulo de la obra lo indique, ya que el inicio de la acción -casi contemporáneo al estallido de la Primera Gran Guerra- es muy cercano al momento de escritura. Pero no es sólo la falta de distancia temporal, sino sobre todo el hecho de que las peripecias de los protagonistas apenas si tienen relación con el contexto, porque si bien el primer marido de la protagonista –aviador americano de ascendencia francesa- muere en la contienda, luego el peso de lo histórico se desdibuja en los hechos, que se encauzan por una intriga amorosa casi atemporal, en la que juegan más bien los condicionamientos morales que los propiamente históricos.

Cierto es que el relato incluye otro acontecimiento de peso histórico, este relacionado con la vida política argentina de fines del siglo XIX –la denominada “Revolución del Parque”- pero se relata como un hecho anterior al presente narrativo y sin mayor peso en él, pues afecta más bien al padre del protagonista, singularizado por su amistad con Leandro N. Alem. De todos modos es interesante porque permite corroborar la hipótesis acerca del peso de los elementos autobiográficos en el texto, en tanto el padre del mismo Olascoaga simpatizó con el movimiento radical desde sus inicios, y también porque permite introducir un espacio en cierto modo simbólico: en este caso, la puerta de entrada del episodio en cuestión es la referencia a la casa de la familia Gao, casa-bastión de una familia cuyo temple podría relacionarse con el lema de Alem: “Se rompe pero no se dobla”.

La última de las novelas publicadas por Olascoaga es La Desconocida (1933) en la que Mendoza se erige como espacio geográfico y social. Esta preminencia es la que la singulariza, porque si bien en Yataira, parte de la acción novelesca se ubica en Cuyo como cuna de la empresa libertadora, es aquí la ciudad contemporánea del narrador la que se retrata y en ella, el clima social es el que recibe especial atención y veladas críticas. De este modo, Olascoaga incursiona en el realismo costumbrista que será uno de los caminos más transitados por la novelística mendocina de esos años y refleja una evolución que lo aleja del cosmopolitismo y cierra una trayectoria iniciada con un relato legendario de la lejana tierra sueca, para arraigarlo definitivamente, como hijo pródigo que regresa, en la tierra argentina: Buenos Aires, pero por sobre todo la Mendoza de sus raíces.

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