Era el mediodía del 7 de agosto de 2011 en Necochea. Leo Mattioli, quien hace seis días había cumplido 38 años, había tenido una noche con shows y descansaba en el hotel Gala de esa ciudad. Pero un paro cardiorrespiratorio le quitó sorpresivamente la vida. Antes de llegar al Hospital Municipal Dr. Emilio Ferreyra, acompañado por su hijo (acordeonista en la banda), ya había perdido sus signos vitales. Así cumplió su destino de ídolo popular.
Durante años, la habitación 311, en la que encontró su fin el santafesino, “fue un imán” para sus seguidores, tal como contaban las mucamas del hotel hace algunos años. Quizás solo por el hecho de que se trata de un lugar privado es que no se instauró ahí mismo un santuario, lleno de fotos, rosas y plegarias. Rodrigo o Gilda sí los tienen, pero en la ruta.
Aunque menos trágica que ellos, su muerte coronó una vida dura: en el 2000, cuando estaba en la cúspide del éxito, sucedió el accidente automovilístico que marcaría su vida y deterioraría para siempre su salud: a causa del dolor constante que sufría de cadera se hizo adicto a la morfina (“se movía en un show y se salía la cadera. Era insufrible el dolor que sentía”, dijo una vez su hijo, que se había convertido en su compañero y sustento durante los shows) y reiterados problemas cardíacos.
Sus internaciones ponían en vilo a los fanáticos y a los medios, que reiteradamente escribían y reescribían necrológicas que no terminaban de publicarse. Pero siempre salía adelante: en 2006, durante una gira en Santiago del Estero, e incluso en el 2009, en Santa Fe, cuando una seria neumonía lo dejó intubado y en coma farmacológico durante un largo tiempo.
A su regreso, seguía haciendo shows pese a los estragos que había causado la enfermedad: tanto así que muchas veces tenía que volver agitado a detrás del escenario para que un respirador lo ayudara a continuar. Así estuvo dos años, hasta el día de su muerte.
Una vida para su familia
Leonardo Guillermo en el DNI, o “El León santafesino” en los escenarios, Leo Mattioli tuvo un perfil poco convencional en la cumbia: el de un romántico y un hombre de familia.
Nació el 13 de agosto de 1972 en Santa Fe y se crió en un complejo de viviendas cerca del estadio de Colón, llamado Barrio Centenario. Dicen que ya desde niño, cuando se subía al árbol de la vereda para cantarles a sus vecinitos, se notaba la fibra de su voz y ese aire romántico que definiría su estilo.
Sabía que lo suyo eran los escenarios, por lo que cuando ingresó a la secundaria le dijo a su mamá que prefería trabajar. Pese a la negativa de ella, él se salió con la suya: y la escuela ayudó, porque lo expulsó a los pocos días.
Comenzó su carrera en el grupo Trinidad cuando tenía 20 años. Solo dos años antes se había puesto de novio con Marina Rosa, una vecina del barrio de Santo Tomé, en provincia de Santa Fe. Ella, pese a no haber pisado nunca el altar, fue su mujer toda la vida. Con ella tuvo seis hijos.
Nunca abandonaron el barrio: era para ellos su lugar en el mundo. El tío de ella primero les prestó una pequeña pieza (“chica como esta mesa”, dijo él sentado en la mesa de Susana Giménez), que fue creciendo con los años y los nuevos nacimientos: Nicolás, Julieta, María Laura, Romina, Tamara y Denise...
Siempre lo guiaba un mandato: “Cuando mi viejo murió -recordaba- quedamos con una casa embargada y mil cosas, y no quiero que eso les pase a ellos”. Su dedicación lo llevó a que esa casa, ese amoroso núcleo familiar cerca de sus orígenes, se fuera ampliando a medida que la plata iba ingresando.
Para ello se esforzaba, y en su momento de más frenesí llegó a hacer diez shows por noche, lo que le exigía manejar a gran velocidad de un lugar hacia otro en noches que parecían no terminar.
Es que, ciertamente, no podía desperdiciar ningún contrato, pues las presentaciones se daban casi siempre solo los fines de semana. Una vez, en Jujuy, llegó a tocar a las 10 de la mañana del domingo siguiente. Y el público todavía estaba ahí esperándolo...
El día que todo cambió
El punto de quiebre en su carrera fue el 15 de enero del 2000, cuando un accidente vial terminó con la vida de dos de sus compañeros del grupo Trinidad: Sergio Reyes (tecladista) y Darío Bevegni (acordeonista). Leo Mattioli estuvo en estado crítico, pero se recuperó.
Desde entonces supo que la vida era un regalo efímero y “Homenaje al Cielo”, el disco con el que volvió a los escenarios, ya de forma solista, da cuenta de ese cúmulo de emociones que lo atravesaban. Se lo dedicó a la memoria de sus compañeros y fue el primer éxito de esa nueva etapa. De ahí, fue todo en ascenso.
Juntando su etapa en Trinidad y como solista, llegó a grabar 23 discos y algunas de sus canciones, como “Llorarás más de diez veces”, “Si te agarran las ganas” o “Tramposa y mentirosa”, suenan (y sonarán) todavía en las bailantas.
Amor y desamor; decepción, desesperación, erotismo. Las letras de sus canciones siguen conectando con las personas porque “soy un ser humano como cualquiera y a la gente le pasa lo que me pasa a mí”, decía.
Le gustaban los autos y las joyas, como lo demuestran sus retratos: podemos imaginarlo moverse, con la camisa abierta y un tintinear de cadenas, pulseras y anillos de oro chocándose en sus dedos, mientras agarraba el micrófono o una rosa.
Es un retrato suyo, en el que ofrece una rosa roja al que lo mira, el que se viraliza desde hace meses como un meme. Pues los mitos de la cultura popular siempre están presentes.