Revisitar “Buenos muchachos” (Goodfellas, 1990) a 30 años de su estreno y casi un año después de ver “El irlandés” (The Irishman, 2019) es una experiencia de absoluta añoranza. Como en gran parte de su filmografía, sigue intacta la ferocidad inconfundible de Martin Scorsese: la película es más fresca, rebelde y cínica que cualquier remiendo moderno que aparece cada semana. Pero también el director se encarga de escupir en nuestros ojos y recordarnos el patetismo de la finitud humana.
Quizá aquí en la cumbre de su virtuosismo cinematográfico, Scorsese creó una obra atemporal sustentada en movimientos vertiginosos de cámara, un prodigioso arsenal estilístico y cortes que solo Thelma Schoonmaker puede potenciar al ritmo de hitazos extraídos de la Rockola.
Criado en Little Italy, Marty absorbió los códigos propios de las calles neoyorquinas y los plasmó, en sabias dosis, en sus películas. Si bien a mediados de los ’80 quería alejarse de los tintes mafiosos, el director quedó fascinado con “Wiseguy”, una crónica periodística de Nicholas Pileggi sobre la vida de Henry Hill, ex figura del crimen organizado devenido en informante del FBI para salvar su pellejo. Desde la precursora espiritual “Calles salvajes” (Mean Streets, 1973) Scorsese no firmaba un guion, lo que evidenciaba su honesto interés en la amistad creativa que estableció con Pileggi, extendida más tarde a “Casino” (1995).
Tras recibir el aval de su discípulo Robert De Niro, el realizador consiguió la atención necesaria para financiar una película de 25 millones de dólares, la más costosa de su carrera hasta entonces. El actor Ray Liotta, quien apenas tenía en su currículum la comedia “Something Wild” (1986), de Jonathan Demme, le insistió a Scorsese para encarnar al atormentado protagonista, ya que era fanático del libro de Pileggi. En tanto que Joe Pesci, el Joey LaMotta de “Toro salvaje” (Raging Bull, 1980), asumió el papel del bocazas italoamericano Tommy DeVito.
Para evitar la confusión, Scorsese decidió bautizar su película como “Goodfellas”, ya que Brian De Palma había estrenado años antes “Wise Guys” (1986), una comedia negra de mafiosos. Curiosamente, un enroque similar ocurrió cuando De Palma usó el nombre de la primera novela de Edwin Torres, “Carlito’s Way”, para su filme de 1993, debido a que el título del libro que inspiró los principales hechos, “After Hours”, coincidía con el de la película de 1985 dirigida por Scorsese.
“Desde que tengo uso de razón, siempre quise ser un gánster”
Tras la sobria secuencia de títulos de Saul y Elaine Bass, Henry Hill (Liotta) formula aquel mantra que define las dos secuencias iniciales: un flashforward teñido de rojo sobre el crimen que marcará su futuro derrumbe y la infancia en los ’50, cuando halló una familia en la pandilla de Paulie Cicero (Paul Sorvino), el protector de los que “no pueden acudir a la Policía”.
Scorsese siempre ha destacado el aporte de su trío protagónico (Liotta, De Niro y Pesci) para improvisar en ensayos algunas líneas que quedaron en el guion definitivo, como el famoso cruce del principio entre Tommy y Henry (“Funny how?”), basado en una anécdota de Joe Pesci. A sus casi 80 años, el actor habrá mermado su violencia en “El irlandés”, pero su Russell Bufalino provoca el mismo temor que el errante e irascible mafioso en la película de 1990.
Desde el punto de partida, son notables dos influencias en Scorsese para modelar su obra. Por un lado, la voz en off, los fotogramas congelados y el discurso rápido aplicados por François Truffaut en “Jules y Jim” (Jules et Jim, 1962) y, por el otro, la presentación colectiva de los personajes calcada de Federico Fellini en “Los inútiles” (I Vitelloni, 1953). Otro recurso identificable es el Dolly Zoom en la charla del restaurante entre Henry y Jimmy, presente desde la hitchcockiana “Vértigo” (1958), pero reutilizado en varias películas, incluyendo la antes mencionada de Truffaut.
Es imposible pasar por alto el célebre plano secuencia de la entrada al club Copacabana. Un concepto tomado de Orson Welles en “Sed de mal” (Touch of Evil, 1958) y, de tal ovación instantánea, que fue honrado por Paul Thomas Anderson en el inicio de “Boogie Nights” (1997).
En menos de tres minutos, y sin limitarse a la mera búsqueda estética, el director de fotografía Michael Ballhaus y el operador de la Steadicam Larry McConkey ofrecen un acceso íntimo al universo lujurioso de Henry ante la mirada de Karen (Lorraine Bracco), quien pasea obnubilada por la cocina donde se forjan las redes del poder. Una ingenuidad que a la próxima secuencia muta a excitación, cuando él la defiende del acoso de un vecino y ella asume finalmente su rol en la trama delictiva.
Mientras en la saga de “El padrino” (The Godfather, 1972-1990) el crimen se manifestaba pulcro, soberbio y sacrosanto, “Goodfellas” se distingue por la mundanidad cotidiana. Henry es dueño de una casa de ornamentación suntuosa, pero que, al mismo tiempo, es escenario de la pelea más despreciable. Y después de ocultar a un moribundo en el baúl de un Pontiac Grand Prix, hay tiempo para cenar pasta y elogiar una pintura en la casa de mamá DeVito (interpretada por Catherine Scorsese, usual cameo en las películas de su hijo).
Como en toda historia de ascenso y caída de un ignoto inmerso en el hampa, hay ideales rotos, puñaladas imprevistas y redenciones desesperadas. La máxima es clara: “No delates a tus amigos y mantén la boca cerrada”. En consecuencia, los personajes corrompen los ideales norteamericanos, movilizan lealtades y hacen carne la decadencia humana. Un cóctel que comienza a ahogar a Henry, quien pasa del encanto del Copacabana a exhumar a un difunto en la mitad de la noche.
Cuando uno a uno los buenos muchachos empiezan a caer, Scorsese realiza una magistral ejecución de la paranoia del protagonista, obligado a repartir su día entre los ingredientes para la cena (¡qué bien le sale filmar la comida a Marty!), el traslado de su mercancía y la vigilancia de un helicóptero cual mosca aterrizando en lo podrido.
Ya no hay amigos. Tampoco acción. Ni siquiera un tótem que sacie la miseria. “Soy un infeliz cualquiera”, acepta Henry sobre su final, mientras en bata sale a buscar el periódico.
Scorsese dialoga con el pasado, tanto con el de su antihéroe como el del arte que lo formó. Su épica de gánsteres se cierra con Joe Pesci disparando a cámara, como en el corto “The Great Train Robbery” (1903), de Edwin S. Porter, el primer western estadounidense. “Ya sabés lo que dicen -dice el director- la imitación es la forma más sincera de adulación”.
Si el Henry de Liotta se vanagloriaba del éxito que supo conseguir y luego aniquilar, el Frank Sheeran senil de De Niro en “El irlandés” vuelve atrás para lamentar las acciones de alguien que vivió más que el resto solo para contemplar cómo su mundo se desmoronaba. Una madurez sensata del director en las tres décadas que separan a sus películas. Sin embargo, en ambos casos, todavía resuena en nuestra mente el eco de aquella frase pronunciada en la obra crepuscular de Scorsese: “Ya no queda nadie, se acabó”.