“Solía vivir como Robinson Crusoe. Digo, como náufrago entre ocho millones de personas y un día, vi una huella en la arena, y ahí estaba usted”. La frase pertenece a Bud Baxter, el buenazo y solitario empleado de una aseguradora que está perdido en la jungla de asfalto y meritocracia de Nueva York.
Su vida está consumida por su afán de crecer en el trabajo. Así que apenas se conforma con las sobras que le dejan sus jefes en su departamento, luego de que éstos lo pidan prestado para encontrarse con una amante diferente cada noche. Hasta que reconoce que su alma está rota al verse en el espejo de Fran Kubelik, la ascensorista del edificio de la que se enamora y por la que, finalmente, es capaz de asumir su condición reprimida de ser humano. O mejor dicho mensch, como explica el leal doctor Dreyfuss.
Se cumplen 60 años de “Piso de soltero” (The Apartment), la adorada comedia romántica de Billy Wilder que, más allá de sus cuestionamientos existenciales, su crítica social y uno de los guiones más exquisitos jamás creados, presume la maravillosa dupla de Jack Lemmon y Shirley MacLaine.
Ambos interpretan a trabajadores desesperados por recibir la aceptación de sus superiores. Él para obtener la llave que le permita abandonar la fila de esclavos oficinistas. Y ella para enterrar en el pasado su mala racha en el amor. Ante estos dos risueños desencontrados y cegados por sus ambiciones, uno también se pregunta, ¿por qué la gente tiene que amar a otra gente?
Wilder concibió esta película muchos años antes de estrenar otra de sus obras máximas, “El ocaso de una vida” (Sunset Boulevard, 1950). Estaba interesado en explorar una idea vista en “Breve encuentro” (Brief Encounter, 1945), donde la pareja protagonista pacta una cita en el departamento de un amigo. Sin embargo, el director no se animaba a ahondar en encuentros sexuales y adulterio en los ’40, así que preservó el proyecto y recién lo hizo realidad tras incursionar en títulos de comedia.
Después de “Una Eva y dos Adanes” (Some Like It Hot, 1959), Wilder y su coguionista I.A.L. Diamond decidieron repetir colaboración con el actor Jack Lemmon, quien en la película que compartía con Marilyn Monroe había demostrado nuevamente sus cualidades para hacer reír... y salvar su pellejo hasta disfrazado de mujer.
En tanto, MacLaine, dueña de una sonrisa inigualable, venía de participar en el thriller hitchcockiano “Pero... ¿quién mató a Harry?” (The Trouble With Harry, 1955) o en “Dios sabe cuánto amé” (Some Came Running, 1958), drama de Vincente Minnelli.
Para la fotografía, uno de los aspectos más elogiados del filme, Wilder convocó a Joseph LaShelle, quien había trabajado para Henry King, Robert Wise, Otto Preminger o el propio Ernst Lubitsch, “padrino” del cineasta austríaco.
Junto a Alexandre Trauner, que luego ganó el Oscar por dirección de arte, manejaron blanco y negro en anamórfico, dándole un toque inusual a una comedia de 1960. También resalta la economía centrada en dos locaciones: el piso de Baxter y la empresa donde trabaja. De esta última proviene uno de los planos memorables: el área de los empleados con escritorios calculados en filas paralelas y perfectas, gracias a una perspectiva forzada -actores y muebles en distintos tamaños- que recuerda a una toma del clásico mudo de King Vidor, “Y el mundo marcha” (The Crowd, 1928).
El guion de Wilder y Diamond y el montaje de Daniel Mandell potencian las conocidas artimañas del director para no subestimar al espectador, dando cátedra de cómo valerse del lenguaje cinematográfico.
Está el caso del famoso espejo roto, que Baxter halla en su departamento, se lo devuelve al señor Sheldrake (Fred MacMurray) y después, en la fiesta de navidad en la oficina, lo recibe de parte de la señorita Kubelik. O la anécdota del disparo que se dio Baxter en su rodilla por estar locamente enamorado de la esposa de su amigo, quien le manda un pastel de frutas cada Nochebuena como consuelo. Información que conocemos de antemano pero que los personajes van hilando de manera natural hasta el minuto final. Una norma básica del cine, pero que por su vaga ejecución en la actualidad, mitifica a “The Apartment”.
La acidez y el desencanto de Wilder hacia el mundo le permite maniobrar el melodrama, la sátira y la tragedia como tres elementos inherentes a la realidad. Que Baxter decida pasar la noche en el parque o que Kubelik intente acabar con su vida tomándose un frasco de pastillas, reflejan la miserabilidad que los domina. Pero para Wilder no hay solo cinismo, egoísmo y corrupción en las personas. En la habitación, espacio de reflexión y sanación mutua, Baxter y Kubelik logran fundirse en el alivio de sus miedos para desplegar las alas de su metamorfosis.
Baxter sacrifica su humanidad para estar a la par de sus jefes, pero no por una cuestión de hambre de poder. Él quiere darle fin a su desamparo, a sus cenas solitarias y a la falsa imagen de soltero descontrolado que sus vecinos le atribuyen. Hasta adquiere un sombrero para encajar en la fiesta de navidad, pero lo único que desata son burlas. Cuando pacta una cita en el cine con la chica de sus sueños, ella se reúne en secreto con Sheldrake, un hombre tan cobarde que ni siquiera tiene las agallas para contarle la verdad a su familia.
Nuestro amigable protagonista es una víctima más del sistema, de la energía arrebatada a unos pocos para la riqueza de unos pocos, de la búsqueda de un ascenso social que lo único que ratifica es su infeliz alienación. La profundidad de campo en tomas como la de Baxter observando a su jefe y la amante en espíritu festivo o la de él sentado en el banco en el parque, ilustran a la perfección el abuso al que es sometido. Y eso que hasta una noche imita las técnicas de sus modelos, pero lo único que cosecha es una desdichada mujer casada con un jockey, que está preso en la Cuba de Fidel Castro por drogar caballos.
Pasamos de un Baxter afligido que solo encuentra una vía de escape al hacer zapping en su televisor a otro que muestra su envidiable revés con una raqueta de tenis para servir spaghetti. Que se deja poseer por el semblante de Buster Keaton para calmar el dolor de su amada. Sin embargo, aunque hasta lo intente con un juego de cartas, ella todavía lo impide: “¿Por qué no me puedo enamorar de alguien tan bueno como usted?”.
Baxter descubre que el triunfo es falso, frío y superficial. Lo asimila cuando se gana una trompada del cuñado de Kubelik por cubrir a Sheldrake. Ella se despide con un beso compasivo en la frente y su vecino, el doctor Dreyfuss, exterioriza: “Te iba a suceder tarde o temprano”.
De vuelta en la rutina, Baxter se reúne con Sheldrake para otro ascenso. Oculta con sus lentes las heridas físicas y emocionales antes de confesarle su amor por Kubelik. Pero el ejecutivo tiene otras intenciones: quiere vivir con Kubelik, aunque más por la presión del divorcio de su esposa. “Me diste la llave equivocada”, le dice Sheldrake, sorprendido por su esclavo que se niega a compartir el departamento. Baxter no improvisa su portazo: “Es la llave del baño de ejecutivos. No la necesito, ya terminé aquí. Decidí convertirme en un mensch”.
Año nuevo, vida nueva. “¡Qué coraje!”, exclama Kubelik al enterarse de la rebelión de quien fuera su cuidador por 48 horas. “¡Ese pobretón!”, contrasta Sheldrake. Kubelik huye hasta el departamento de Baxter, sube las escaleras y se asusta al oír una detonación. Esta vez, no pudo haber sido solamente la rodilla. Desesperada, golpea la puerta hasta que Baxter la recibe con una sonrisa y un champagne descorchado en su mano.
El piso de Baxter está vacío. Sus cosas fueron empacadas porque está a punto de mudarse. Ella busca las cartas. “¿Y el señor Sheldrake?”, pregunta él. “Le enviaré un pastel de frutas”, sintetiza ella. Él sabe que es la última oportunidad de decírselo: “Te amo, señorita Kubelik”. Nada de besos edulcorados y forzados. Hay una partida que consumar: “Cállate y reparte”. Después de todo, así es la vida en términos del amor.