No hay palabras capaces de describir el milagro que Martha Argerich significa para la música del siglo XX. Solo es capaz, obviamente, la música: ver el regocijo en sus labios al tocar la Polonesa “Heroica” de Chopin; escuchar la laberíntica digitación con que se abstrae al interpretar la “Partita N°2” de Bach o, en el “Concierto para piano N°1” de Tchaikovsky, contener el aliento al escuchar la velocidad con que ejecuta las octavas del primer movimiento, que caen como cascadas furiosas, o la fuerza que le saca al piano en la escala que sube, que baja y que vuelve a subir, en el tercero. Argerich, sin dudas la pianista viva más importante del mundo, es todo cataclismo.
Hoy cumple 80 años y, parece ser, la pasa en su casa de Ginebra al lado de sus tres hijas (Lyda, Annie y Stéphanie), sus nietos y sus amigos más cercanos. Poco se sabe, pues ya sabemos de su carácter huraño (corrección: tímido) que la aleja de la prensa al menos desde hace 40 años, que la lleva evitar estar sola en los escenarios (salvo contadísimas excepciones) y que la incita a guardar su intimidad bajo siete llaves. No tiene Instagram, claramente, quien es una leyenda viva.
Laura Novoa, en una nota reciente de diario Clarín, remarcaba un hecho poco común: “A través de los 73 años de carrera como concertista, construyó un vínculo tan íntimo con el piano y los compositores que pocos pianistas lograron”, apuntaba. “Probablemente se trate de la relación más longeva entre un intérprete y su instrumento. Mayor aún que la que mantuvo Clara Schumann, que vivió 77 años y pasó 61 tocando en diversos escenarios”.
Una relación que ni la pandemia afectó. Argerich, cuya última visita a Mendoza data del 12 de septiembre del 2003, iba a asomarse a Cuyo el año pasado, cuando estaba planeado su debut en el Teatro del Bicentenario de San Juan junto a la Youth Orchestra of Bahía (Brasil). Pero el coronavirus canceló esos compromisos e impuso otros, más cercanos a sus casas de Bruselas y Ginebra. Tocó en contadas ocasiones, casi siempre sin público, como en Hamburgo en junio del año pasado, a dúo con el violinista Renaud Capuçon. En octubre tocó junto al chelista Mischa Maisky, compañero de décadas, en una sinagoga vacía de Görlitz (Alemania).
En diciembre tocó en París y en febrero nuevamente en Hamburgo, ya en ambas ocasiones con orquestas. Y, por último, hace dos meses junto a Daniel Barenboim, ese compatriota con quien comparte la condición de genio, grabó un especial en estudio, en un piano a cuatro manos. Todo es fácilmente accesible en YouTube e invitamos al lector a ver cómo las aptitudes de Argerich, es decir sus manos, brillan como siempre.
Nace una estrella
Ella tenía apenas 2 años y 8 meses cuando en la guardería la maestra descubrió, casi por azar, el don que tenía. Un compañerito la desafío a tocar en un pianito una melodía infantil y ella lo hizo de una sola vez y sin un error. La maestra quiso que sus padres lo supieran y, oyendo el llamado de la naturaleza, la pusieron frente a su primera maestra, la catalana Ernestina Corma de Kussrow, quien se especializaba en enseñar el piano a los niños con un método de aprender de oído.
Entre el pianito de la guardería y el “Vals op. 64 Nº 1” de Chopin y la “Sonata para piano Nº 16” de Mozart, que interpretó en su debut en el teatro Astral de Buenos Aires, pasaron poquitos meses: tenía apenas cuatro años.
Entre ese debut y el concierto que la volvería una pequeña celebridad porteña, en el Teatro Colón, con el “Concierto en la menor op. 54 para piano y orquesta” de Schumann, que interpreta hasta el día de hoy, pasó poco menos de una década: tenía entonces 13 años.
En el medio, eso sí, había conocido al maestro que la llevó, con su disciplina rigurosa y cuasi militar, a la excelencia intachable: Vincenzo Scaramuzza. El mismo que sofisticó las técnicas de Bruno Gelber (quien cumplió los 80 el 19 de marzo) y de Daniel Barenboim (quien los cumplirá el 15 de noviembre del año que viene). Buenos Aires, en esos años, vio nacer un triunvirato de genios pianistas.
Más conocido es el episodio que cambió su vida. Poco después de debutar en el Colón, supo que si quería seguir perfeccionándose tenía que buscar maestros en Europa, y el candidato fue Friedrich Gulda. Lo había escuchado ya en un concierto y, en la casa del mecenas Rosenthal, una personalidad porteña, la había podido escuchar. Hubo una simpatía y una conexión musical que la llevó a convertirse en su única discípula en Viena.
Para ello medió Juan Domingo Perón, a quien llegaron a través del arquitecto Jorge Sabaté, quien era admirador de esa estrella naciente y, también, intendente de Buenos Aires. El entonces presidente nombró a sus padres en cargos diplomáticos en la embajada argentina en Austria y, antes de despedir a la adolescente Martha en el verano de 1955, le hizo caer un severo mandato: “Haceme quedar bien, piba”.
Con Gulda estudió solo un año y medio pero la influyó como ningún otro músico. Siempre lo dijo y remarcó, en cada una de las pocas entrevistas que ha dado en su vida. Y lo notamos en el regocijo con que Martha Argerich toca el piano, parecido a esa felicidad desbordante, a esa energía vital, con que el austríaco se aproximaba a la música: juguetón y suelto, siempre parecía estar a punto de salir del molde academicista, en una situación limítrofe que algunos calificarían de heterodoxa y que se parecía más a Glenn Gould que a la acartonada postura de Arthur Rubinstein. Todos geniales, por cierto.
“Yo no tengo más nada que enseñarle”, le dijo Gulda después de 17 clases. Oficialmente, le abría a la joven Martha Argerich el camino para convertirse en una leyenda. Algo que sucedió recién en 1965, cuando ganó el Concurso Chopin de Varsovia (Polonia), siendo la primera concursante no europea en tener ese reconocimiento.
El mito se fundaba: una mujer que venía de Latinoamérica, pero que parecía una musa de la nouvelle vague: bellísima, liberal, vanguardista, envuelta siempre en su melena negra y en el misterioso humo de un cigarrillo. Y además, se sentaba al piano y detenía el tiempo.
Los videos que documentan la competencia son fácilmente rastreables en YouTube y aún hoy levantan suspiros en cuanto idioma exista. Después de ganar, dio incluso otro concierto más a los polacos, que le dieron una ovación de 35 minutos en pie y que, cuando los aplausos resultaron insuficientes, le cantaron la tradicional canción “Stalla Iat” (“Que viva usted cien años”), un honor que antes solo había tenido Arthur Rubinstein al volver del exilio. El deseo nos asegura al menos veinte años más de esta leyenda.
Dos bonus
Martha Argerich es un personaje huidizo y misterioso para gran parte del público. Pero hay dos materiales que pueden servir para conocerla profundamente: uno es el documental “Bloody Daughter” (2014), dirigido por Stéphanie, su hija cineasta, quien siempres se lamentó por el amarillismo tendencioso con que los medios argentinos presentaron el audiovisual. Muchos quisieron ver una veta perversa y desnaturalizada de Argerich, cuando en realidad el documental está destinado a mostrar la compleja relación de una estrella dedicada por completo al estudio de su instrumento y la crianza de tres hijas.
En materia literaria, es Oliver Bellamy quien mejor conoce a la pianista y quien ha tenido la (extrañísima) posibilidad de tener cercanía con ella y suficiente confianza para brindar un retrato profundo. Ha publicado la biografía autorizada “Martha Argerich: L’enfant et les sortilèges” (2010, editada en Argentina por El Ateneo) y “Martha Argerich raconte”, una compilación de entrevistas que se publicó este año y que aún no ha sido traducida al español.