“Y decidió matarla. La mataría después de torturarla. La haría sufrir lentamente, cruelmente. Lo mismo que ella había querido hacerle”. Alberto Rodríguez (h). Matar la tierra (1995, p. 61).
En la nota anterior nos referíamos al impacto terrible que novelas como Matar la tierra (1952) producen en el lector. Se trata de la primera obra de ficción publicada por el también periodista mendocino Alberto Rodríguez (h) (1924-2013) y la escribió, según manifiesta cuando tenía 25 años. Tuvo en su momento gran repercusión y recibió elogiosas críticas; de hecho, Ezequiel Martínez Estrada la señaló como “la mejor novela de su época” (cf. Ariel Búmbalo, “Entrevista”, Los Andes, 17 de marzo 2007). En Buenos Aires tuvo varias reediciones: llamaba la atención especialmente por el tema. Ediciones Culturales de Mendoza la reeditó en 1995.
Como manifiesta el mismo autor: “Como periodista había recorrido toda Mendoza y la novela reflejaba las miserias ocultas de esta provincia” (Entrevista”). Y agrega que “fue una reacción más contra la indiferencia de los intelectuales de Mendoza para con los graves problemas sociales que había aquí”. También afirma que “Esa novela fue un acto de protesta, una rebelión contra la injusticia social que aún hoy es la que sigue reinando en este país” (“Entrevista”).
Con esta declaración rozamos el centro de la concepción estética de Rodríguez, para quien el arte no debe ser ni más ni menos que una herramienta de cambio social; esta convicción tiene un cierto asidero biográfico: “Me crié prácticamente del otro lado del Zanjón, que era una zona muy pobre. La única casa de ladrillo […] era la nuestra […]. Y eso fue creando un sentimiento en mí, por empezar de solidaridad con los desgraciados y de indignación con los escritores que no se preocupaban en absoluto de hablar una palabra de la otra cara de Mendoza” (“Entrevista”).
En cuanto a la idea germinal de la novela, tuvo que ver con “viajes que hice a la tierra del huarpe” (por más que la etnia que aparecen literaturizada en sus páginas tiene más que ver con los araucanos o puelches). Y agrega que surgió “a raíz de alguna crónica que leí sobre la Campaña al Desierto”. Pero aclara que lo suyo no es una reivindicación del indio en tanto indio, sino como desposeído. Efectivamente, en las criaturas de raíz aborigen de su novela no se refieren costumbres ni modos de vida que conecten con el esplendor de la raza, solo miserables despojos de lo que quedó: “El sol llega ahora hasta ese rancho grotesco, agazapado en el tiempo con su extravagante maridaje de lenguas y creencias. Hacia ese rancho: recuerdo, visión tremenda de los toldos indianos […] nidal de la más repugnante miseria, de la degeneración y el hambre, donde el injerto de la barbarie prendió más deforme y doloroso aún. Un cubil de vidas muertas, sin esperanza, sin motivo” (1995, p. 41).
Con acierto, el novelista cifra toda esa decadencia en un objeto, emblema de pasadas épocas: “Cien malones descansan a la entrada en una larga lanza de caña coligüe. Apenas conserva hilachas de un penacho rojo. Al lado, en el suelo, se sientan dos muchachones zaparrastrosos que salen bostezando del rancho” (1995, p. 41).
El contraste entre la desidia actual de los descendientes embrutecidos de una raza que fue sinónimo de valor, y ese objeto-símbolo épico del ayer, no puede ser más eficaz y hace a la tesis sustentada por la novela, acerca del efecto destructor de la tierra y de la historia.
Y ante la descarnada dureza de la visión que el novelista nos da de Mendoza (esa “otra cara” de la “tierra del sol y del buen vino”, como manifiesta con ironía) surge una pregunta: el mentado realismo de Alberto Rodríguez (h) ¿es reflejo de una realidad (valga la reiteración) realmente contemplada? ¿La tierra mendocina tiene esa fuerza terrible, despiadada, feroz, capaz de engendrar dramas como el que desquicia a los personajes de esta obra?
Justo, el inmigrante español que llega a estas tierras en busca de mejores perspectivas, nunca logra arribar al destino prefijado, sino que se queda detenido en un sitio desolado de la geografía mendocina, atrapado por el guadal que es símbolo del fracaso de todas sus ilusiones. Es cierto que con empeño y diligencia logra arrancarle a la tierra sus frutos, en forma de vides cultivadas con dolor y esmero. Pero la tierra parece cobrarle muy cara su osadía, con una serie de muertes que van dejándolo en creciente soledad: “Y recordó que no había sido una enfermedad la que mató a su mujer, sino la tierra. Sí, la tierra la asesinó porque se opuso a que la salvación llegara a tiempo. No había sido el matuasto el que envenenó a la hija, sino la tierra. Porque ese lagarto monstruoso tenía la piel del mismo color de la tierra: era un pedazo emponzoñado de la tierra” (1995, p. 60).
Porque es realmente una “tierra maldita”, pero lo es a causa de un pecado original, suerte de fratricidio que simboliza el odio entre dos razas; en este caso, la muerte del indio Ayllá a manos de Justo: “La noche interminable, y el viento. Acurrucado, inmóvil, Justo acababa de descubrir el motivo de su inquietud […] Eran las palabras que boqueó el indio […] Tenía la certeza de que había sido algo fatídico, de mal agüero. Algo con más poder que su voluntad, que su propia fuerza” (1995, p. 60).
Esa suerte de “fatalismo telúrico” es una nueva vuelta de tuera que Alberto Rodríguez (h) da al tema de la relación del hombre con americano con su tierra. Es también una nueva formulación del tópico del inmigrante, muy presente en la literatura mendocina sobre todo en las primeras décadas del siglo XX. Y es una respuesta dolorosa, descarnada, brutal, aunque muy lograda estéticamente, como veremos en una próxima nota.