Lo primero que uno piensa al ver “Minari” (2020) es que está frente a una historia conocida, revisitada cientos de veces en el cine. Ese tipo de películas que sirven para rellenar la programación de un domingo lluvioso en la TV de aire. Pero la diferencia está -y disculpas por el cliché pero lo justifica- en hacer mucho con tan poco: aporta la verdadera cara sobre la ilusión tan vendida por Estados Unidos, toca la fibra sensible de hasta el más estoico espectador y, pese a sus metáforas subrayadas, su narrativa visual es lo suficientemente atractiva para destacar sobre la media.
La cuarta película de Lee Isaac Chung, director estadounidense de raíces surcoreanas, es una de las favoritas en esta temporada de premios. En la preproducción, el autor planeó la película totalmente hablada en inglés para asegurarse financiación, pero A24, compañía indie detrás de bellezas como “Proyecto Florida” (The Florida Project, 2017) o “El faro” (The Lighthouse, 2019), le dio luz verde para filmarla con la mayor parte de su metraje en idioma coreano. Nunca mejor aplicado aquel discurso del director Bong Joon-ho cuando exhortó a los yanquis a descubrir el cine de otras latitudes y leer los subtítulos.
Es curioso cómo “Minari” quedó relegada a la categoría extranjera en los últimos Globos de Oro. La estructura, los dilemas, los claroscuros de los personajes... todo apesta al cine norteamericano. Hasta Brad Pitt sacó chapa como productor ejecutivo. Pero como superaba el 50% de diálogos en coreano, el filme calificó para rubro internacional (en el que finalmente ganó). Esta ilógica y quisquillosa regla no aplica en los premios Óscar, donde recibió seis nominaciones, incluyendo las de mejor película y dirección.
“Minari” nos lleva a los años 80, cuando Jacob Yi (Steven Yeun) decide mudarse con toda su familia de California a Arkansas para establecer su propia granja y dejar atrás el sexado de pollitos, actividad laboral a la que se dedica junto a su esposa Mónica (Han Ye-ri) desde que ambos viajaron de Corea del Sur a Estados Unidos en busca del “sueño americano”. Sin embargo, cuidar de sus hijos David (Alan Kim), quien tiene una afección cardíaca, y de Anne (Noel Kate), una niña con más luces que sus padres, no es tarea sencilla en un remolque en medio del campo. Y buscar ayuda en la abuela Soon-ja (Youn Yuh-jung) para la crianza parece no ser exactamente la solución.
La película es una especie de autobiografía del director sobre los embates que vivió su padre al cimentar su proyecto de vida en Estados Unidos. En ese recorrido se cruzan la mirada de los rednecks en la iglesia pueblerina, el choque cultural y un veterano de la guerra de Corea que se alía al protagonista pese a su exacerbada devoción católica (Will Patton, en un papel dignísimo). Frente a cada conflicto, “Minari” escapa a lo que podría esperarse, ya que pendula entre los extremos del humor en medio de la desgracia y el mensaje trascendental en clave Terrence Malick (incluso en la fotografía).
El corazón de la película es el vínculo entre el pequeño David y su abuela, a quien le reclama constantemente que “no es una abuela de verdad”. Claro, sus cualidades están ubicadas en las antípodas de hornear galletitas, asear la casa y tejer un sweater. Algo despistada en sus quehaceres, Soon-ja es señalada por el niño como la culpable de la ruptura de su familia. Sin embargo, ella es quien planta las semillas de minari, una planta de múltiples usos y renacimiento constante (por si quedan dudas del título), además de ser quien lo inspire a vencer sus temores personales.
Mientras que la construcción del padre de familia que interpreta Steven Yeun, actor que seguro muchos recuerden de la excelente “Burning” (2018), juega el mayor riesgo. El protagonista es terco, iracundo y poco proclive al diálogo con su esposa e hijos. Más allá de su justificada obstinación con superarse a sí mismo y cumplir su meta, empatizar con él parece imposible. Quienes lo rodean aportan el equilibrio para entenderlo aun con sus demonios internos.
Gracias a su manejo narrativo, “Minari” prescinde de secuencias de sollozos y exposiciones. Apenas hay un coqueteo con el melodrama hacia el final, pero lo necesario para que funcione su clímax.
En cambio, la puesta en escena y el guion de Chung consiguen un progreso orgánico de los personajes a través de sutiles recursos visuales y de la predominancia de la contemplación. La chimenea donde se extinguen los pollos machos conduce a una discusión sobre masculinidad entre padre e hijo. El agua, aquí casi retratado como un sujeto más, puede atraer destrucción en la familia Yi (el tornado, el baño, la orina), pero también la resiliencia (el arroyo, el pozo, la salud).
Nada es casualidad en “Minari”, lo que evidencia el buen ojo de un director que solamente quiere exorcizar su historia, una que es pequeña, pero honesta, y con la cual es posible reconocerse uno mismo en pantalla, sin imponer emociones ni ideales superficiales. Para los tiempos que corren, una tarea que merece ser observada y admirada.
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