En una nota aparecida recientemente en Los Andes, se recordaba la época gloriosa de los cines en Mendoza, a través del recuerdo emocionado de dos testigos, Eduardo Navarro y Antonio Sandri, quienes evocaban el tiempo en que uno de los paseos mendocinos más populares era concurrir a alguno de los locales de calle Lavalle o Buenos Aires, a ver alguna película…
Hoy quiero remontarme a una época anterior: la de las primeras proyecciones cinematográficas en la provincia y el testimonio humorístico que nos proporciona de ellas el cuentista Miguel Martos (1891 - 1937), sanjuanino, radicado en Mendoza, actor y director teatral, animador permanente del movimiento radiofónico mendocino. Además de múltiples oficios que desempeñó (poeta, músico, agricultor, minero, mecánico…) fue periodista y colaboró asiduamente en varias publicaciones de la época, fundamentalmente en Los Andes, donde centró gran parte de su actividad literaria.
En cuanto a los orígenes del cine en nuestro medio, Javier Ozollo (2016) recuerda que en medio del proceso de modernización que vivía Mendoza a fines del siglo XIX y comienzos del XX, el 16 de agosto de 1899 la ciudad asistió “entre desconfiada y curiosa a la primera vista del cinematógrafo”. La crónica de Los Andes (transcripta por Ozollo) “muestra el grado de asombro y puerilidad frente al nuevo entretenimiento”. Allí se lee: “Admirado queda el público cuando ve la vida y el movimiento reproducirse con toda nitidez y precisión, como si efectivamente se encontrara uno ante un cuadro real”. Esta impresión de “veracidad” (disminuida, es cierto, por la falta de color) es la que aprovecha Martos para componer un sabroso relato, incluido en sus Cuentos andinos (1928), volumen que reúne una serie de relatos publicados con anterioridad, a lo largo de tres años, en las páginas de Los Andes.
En una nota anterior ya nos referimos a este volumen, no del todo homogéneo en cuanto a su contenido y en el que se destacan los relatos atribuidos al “Viejo Laguna”, un “criollo viejo y sabio”. Estos del Viejo Laguna, presentados en general como “casos” o “sucedidos”, son anécdotas risueñas en su desenlace: hechos sencillos que se visten de humorismo y de ciertas notas costumbristas, y giran alrededor de algunos personajes elegidos por el narrador entre sus múltiples amigos y conocidos, entre los que se destaca el ya mencionado Quiterio “Bárbaro” Mota.
De este personaje se nos da una detallada y caricaturesca descripción física, que se corresponde con una no menos risible caracterización espiritual, resumida en su apelativo: “Parece que el fraile que lo bautizó le conoció la pinta de bruto y le puso ‘¡Bárbaro, que Dios te ampare’!...”. De él se narran, entonces, varias anécdotas tragicómicas en las que concluye invariablemente aporreado. Alrededor de él se tejen escenas de la Mendoza finisecular, de gran valor como documento costumbrista, tanto referidas a los actos litúrgicos como a las diversiones características de la “gran aldea” que era por entonces nuestra ciudad: “salimos a dar una güelta por el centro después de comer. Pensábamos dir a los fuegos artificiales, pero mientras llegaba la hora nos comenzamos a pasiar por la calle San Martín fastidiando a las muchachas…” (159).
Luego, con una ocasional compañía femenina, nuestros protagonistas concurren “a una confitería d’esas de copete, por indicación d’ellas pá osequiarlas” y finalmente asisten a lo que constituía –como se dijo- una novedad de la época: el cinematógrafo o “biógrafo”. Precisamente todo el esquema del relato se basa en la siguiente pregunta: ¿qué ocurriría si una persona ignorante, simple, asiste a una función de cine y confunde la ficción con la realidad? Los resultados son previsibles, y más si el personaje en cuestión es el ya conocido Quiterio.
Las aprensiones del narrador van preparando el clima de lo que ocurrirá: “Apareció en el telón un campo cruzao por el ferrocarril. Los rieles estaban de frente a nosotros. Lo primero que pensé yo jué que iba a pasar un tren y que Quiterio Bárbaro se iba a asustar” (163).
Los comienzos del cine están rodeados de anécdotas similares, como aquella que da cuenta del pánico provocado en los espectadores por la aparición de un tren marchando de frente, a toda velocidad, cuando el 28 de diciembre de 1895 se proyectó en el subsuelo del Gran Café de París una serie de filmaciones, entre las que se contaba “La llegada de un tren a la estación”.
Martos nos ofrece una recreación humorística de este suceso: “De atrás de un bosque de pinos asomó un tren a toda velocidá… […] Quiterio cuando vido asomar el tren s’echó a temblar encogiéndose como pa dar el salto”. La tensión sigue creciendo: “En eso el tren s’echaba encima y parecía que se iba a salir del telón pa meterse en el salón… A cualquier campesino se la doy, siendo que no haiga estao nunca en las vistas…”. El desenlace también es previsible:
“Quiterio no esperó más.
-¡Socorro! Gritó con toda la juerza de sus pulmones de burro jarillero y enderezándose en el asiento pegó un salto por encima e la gente… Eso jue como campana de alarma y puso punto final a la junción…
La gente creyó qu’era temblor…” (163 ss.).
La memoria del Viejo Laguna atesora gran cantidad de anécdotas como estas, que presenta como ocurridas a personas reales, antiguos conocidos o parientes, en general paisanos retratados selectivamente en función de algún rasgo o peculiaridad, con el que el “caso” guarda particular relación. El narrador se esmera en dejar constancia de la veracidad de su relato, agregando precisiones y menciones de lugares y personalidades conocidas de su auditorio; con todo ello, apunta a ser el cronista de un pasado destinado a desaparecer irremisiblemente sin la magia de la palabra, capaz de fijar y entregar a futuros lectores esos cuadros dela Mendoza de antaño.