¿Por qué puebla las manos tanta sangre/ Por qué rumbos de espejos galopando,/ Me crecen en los dedos/ Raíces de jacintos encendidos. Rafael Mauleón Castillo. Las búsquedas (1951)
En dos notas anteriores nos hemos referido al escritor sanrafaelino (por adopción) Rafael Mauleón Castillo (1902-1969), trazando primero su semblanza biográfica y luego, su labor de editor de una serie de cuadernos, las “Brigadas Líricas”, que se proyectaron desde San Rafael al mundo, y a la vez, trajeron, de un modo simbólico, la poesía del mundo al epicentro cultural de San Rafael.
Respeto de esta publicación, Gloria Videla de Rivero (2000) transcribe la finalidad expresa que la alentaba: “cubrir sus plazas con los mejores poemas de los poetas nuevos. Sin preocupaciones de capilla. Sin más compromiso que con la poesía. Por encima de todas las fronteras políticas o espirituales. Todos los poemas serán originales. Un criterio amplio inspirará su requerimiento”.
Tan loable propósito se cumplió, efectivamente. Pero esta generosidad del editor, que solventaba parte de los gastos con su propio bolsillo, ha conspirado quizás contra la publicación de su propia obra, compuesta por los siguientes títulos: Cánticos de vigilia (1943, poemas); Los días oscuros de César Rivero (1943, narrativa); Las búsquedas (1951, poesía); Raíz y ala (1952, poesía); El arco de Augusto (1959, cuentos); Caminos del arte (1959, prosa); Una campana vegetal llamando (1966, poesía) y Poemas y testimonios (edición póstuma de 1990, con prólogo de Ricardo Tudela).
A través de la lectura de su obra poética (nuestro tema de hoy) se constata la existencia de dos movimientos que tensionan su palabra y la impregnan de sentido. Podría referirme a ellos como “anábasis” y “catábasis”, aprovechando la sugerencia del título de una obra de Saint John Perse (1887-1975) que aparece citada en el epígrafe de un poema de Una campana vegetal llamando: “Aquel que marcha sobre la tierra al encuentro de grandes lugares herbosos”. El texto pertenece precisamente a Anábasis (1940), una de las obras del poeta nacido en la isla de Saint Leger-les-Feuilles (Antillas francesas), “un lugar de encuentro de civilizaciones: americana, europea, africana, asiática” (José Emilio Pacheco).
La experiencia vita del poeta antillano es significativa, ya que muy joven se alejó de su tierra natal y no regresó nunca a ella, “pero la presencia del Caribe y el sentimiento de orfandad y exilio por haber perdido un mundo que fue el suyo lo acompañaron siempre”. Su Anábasis ha sido considerada por la crítica como un canto “que representa a toda la humanidad en su permanente exilio autoconsciente, y que el poeta en realidad ya no puede cantar porque su alma está rota o perdida”, aunque anhela el encuentro con lo inefable, “la fundación de una ciudad nueva, de una poesía nueva” (Antonio Fernández, 2020).
Precisamente, el término “anábasis” refiere a un movimiento ascensional, mientras que su opuesto, “catábasis”, significa la acción de descender: puede ser el descensus ad ínferos común a los héroes desde la antigüedad más remota (Orfeo, Gilgamesh, etc.), pero también puede ser utilizado en psicología como sinónimo de depresión, “pues la vieja melancolía no es, en el fondo, más que un descenso al abismo” (Diccionario español de Términos Literarios Internacionales, 2015). Podríamos considerar entonces que estos dos términos griegos designan dos movimientos del alma, uno eufórico y otro disfórico, uno de ascenso y otro de descenso.
He prolongado la cita, porque este es el “mecanismo compositivo” que creo advertir en la obra de Mauleón Castillo, presente -en mayor o menor medida- en todos sus libros poéticos, ya desde Cánticos de vigilia, en cuyos poemas la sugerencia musical del título general, reiterada en los diversos poemas (“Cántico”, “Canción”, “Cantata”…), no desmiente el dolor del yo lírico en un pasado de “siniestros otoños perdidos” (1943, 7); “voy al mar del recuerdo / y mi hiedra / me da sombras, arena y cielo, / una flor de desvelos y angustia” (1943, 7). En este primer poemario prima la temática amorosa, pero lo que en algunos poemas es la alegría de un presente compartido, se trueca en otros en desánimo ante la deseada e imposible fusión con el ser amado; “Como quisiera ahora yo tenerte / caída como un árbol en el pecho, / cubriéndome mis manos tus cabellos / llenándome mi boca con tus besos” (1943, 12). La reiteración de “todo” resalta la magnitud de la pérdida: “Todo se une ahora, todo, todo, / a los distantes sueños ya yacentes” (1943, 11).
De todos modos, el movimiento contrario del ánimo al que ya hemos aludido aflora en efusiones como la siguiente: “Cómo decir que el día me crece de venturas/ y me cae como un ángel en el centro del pecho, / y por los corredores de espesas alegrías / la vida me está ardiendo entre el humo del cielo” (1943, 19). El poeta encuentra su refugio en la corporalidad de la amada, en “el color de tus manos / y los lirios que caen en tus ojos” (1943, 7). La asimilación de las vivencias con los elementos naturales o con objetos es procedimiento constante en la lírica de Mauleón y da como fruto sugerentes imágenes como “el clavel que me crece en la duda” o “la campana partida en sollozos”.
En el poemario de 1951, Las búsquedas, el tono se hace más angustioso: “¡Un dolor desluciendo! / quemándome la sangre. / Un vínculo de sombras / tanto lastre en los labios” (1951: s. p.). En consonancia con el título del volumen, que es también el de la primera de las dos secciones que lo componen, el yo lírico se auto define como peregrino en perpetuo caminar (del mismo modo que Saint John Perse) hacia algo que se presiente cono absoluto -”llenar las silenciosas cumbreras de mi alma”- y que se busca desde el dolor: “No tuve primaveras. Ni un corazón amigo. / Las búsquedas, y su paso, tras una grave luna. / Qué insondable misterio”; “Buscaba […] / sostenidos paisajes. / La más antigua rosa, cúspide de granito” (1951, s. p.).
Se da un permanente contrapunto entre lo que se tiene y lo que se anhela: “Un halo de sonrisas poner al abandono”; “el fanal de amarguras envolverlo con la música”. Se trata de una búsqueda minuciosa, por momentos desesperada, en la que desfilan imágenes oníricas, de pesadilla, que incluyen isotopías mortuorias o de connotación religiosa: “Ángeles de la muerte / hiriéndome en el pecho con sus clavos ardientes / y dejando en la boca / los salobres suspiros, / el musgo de la noche /y el árbol que ha caído” (1951, s. p.).
Pero esa búsqueda se hace raíz en la segunda parte del libro, titulada precisamente “Radicaciones”, en la que el tono afirmativo habla de esa comunión con la naturaleza que constituye una, aunque sea precaria, respuesta: “La voz como una rama / que cimbra con el viento / y trae la sangre clara / y trae los pensamientos” (1951), con que parece anticiparse el tono del siguiente poemario, Raíz y ala (1952), del que nos ocuparemos en otra nota.