Representaciones literarias de la Ciudad de Mendoza (primera parte)

La ciudad se erige en un territorio simbólico y un palimpsesto en el que pueden leerse distintos momentos de su historia, que intentaremos relevar a través de ese medio privilegiado de conocimiento que es la literatura.

Representaciones literarias de la Ciudad de Mendoza (primera parte)
La Plaza Pedro del Castillo es el punto geográfico del área fundacional de Mendoza, allí también se rastrean los orígenes de nuestra construcción literaria a través de las primeras crónicas sobre la Ciudad.

“Mendoza la llamaron los paisanos,/ corazón del país de las arenas”. Jorge Sosa. “Era una niña apenas”.

Las representaciones son fenómenos múltiples y complejos y que pueden ser estudiados a varios niveles de complejidad: individuales y colectivos; psicológicos y sociales, etc. El concepto de representación social aparece en sociología y luego es retomado por la psicología social.

Este conocimiento se constituye a partir de nuestras experiencias, pero también de las informaciones, conocimientos y modelos de pensamiento que recibimos y transmitimos a través de la tradición, la educación y la comunicación social. De este modo es también un conocimiento socialmente elaborado y compartido.

En cuanto al tema de la ciudad, la estructuración urbana reposa sobre una base imaginaria y simbólica que incide en la manera de “vivir” la ciudad. Esta organización del espacio mediante su historia organiza la percepción de los diferentes barrios en una representación socio-espacial ampliamente compartida.

En Mendoza, por ejemplo, pudo observarse durante bastante tiempo una división del espacio urbano (cada vez más desdibujada) entre una Ciudad Nueva y una Ciudad Vieja, visible sobre todo a través de la literatura. La nueva traza deja en la memoria colectiva la idea de un ordenamiento moderno, que repercutió en lo social ya que implicó el desplazamiento de ciertas capas sociales hacia la periferia, estableciendo una segregación humana y social que es visible, por ejemplo, en la novela Dios era olvido de Armando Tejada Gómez.

La ciudad se erige así en un territorio simbólico y un palimpsesto en el que pueden leerse distintos momentos de su historia, que intentaremos relevar, precisamente a través de ese medio privilegiado de conocimiento que es la literatura.

La ciudad fundacional

Toda historia tiene un principio, y para la ciudad de Mendoza podemos mencionar el hecho fundacional acaecido en 2 de marzo de 1561, hecho recordado en documentos y algunos poemas, como el de Alfonso Sola Gonzáles (“Pedro del Castillo funda Mendoza”) o “Romance de la fundación de Mendoza” que Eduardo Hualpa Acevedo. Luis Alfredo Villalba y Lázaro Barenfeld incluyen en sus “Cantos celebratorios del vino”, guion compuesto para la Fiesta nacional de la Vendimia 1967 (Una dramaturgia popular mendocina I, 2001): “El Capitán don Pedro sueña / con las glorietas de su infancia, / con pájaros que le recuerdan /cantares de remota fragancia./ El capitán cabalga y piensa […] A sus pies yace Huentala / el verdor de las colinas. / Jazmines de luz suelta /a puñados el agua cristalina.[…].

Esta fundación de la ciudad hispánica viene a superponerse al antiguo poblamiento huarpe que, al momento de la llegada de los españoles ya habían experimentado la dominación incaica, de la que quedan algunos rastros arqueológicos y una huella en nuestra toponimia.

Sea como fuere, y a pesar de la poética evocación que el mismo Abelardo Vázquez hace del “nacimiento de Mendoza; entre perfumes, / entre pámpanos dulces y dorados, entre álamos”, nacimiento vigilado por “Arcángeles con un ala en el silencio” (Poemas para Mendoza, 1959), la fundación se concreta más en el plano que en la realidad del territorio. Y, como señala Manuel Lugones: “Apenas fundada, comenzó la agonía de la ciudad. La tierra inhospitalaria no era propicia a su crecimiento. El monte circunvecino, ralo y disperso, sólo podía brindarle, con las especies leñosas de la región, el fuego de sus hogares rústicos. Carecieron de las maderas indispensables para construir los caseríos, bajos y barrosos, de nuestra primitiva arquitectura colonial [...] Es pues lo más verosímil que la ciudad no pasara nunca de ser un fuerte o campo atrincherado lo que explica la facilidad con que Jufré la cambiara luego, en pocos días” (“La fundación de Mendoza”. En: Revista de la Junta de Estudios Históricos de Mendoza, Tomo XI, 2º trimestre 1938: 39-40).

De ese remoto origen persiste como testigo mudo, la red de canales y acequias que instaló en estas tierras la dialéctica tierra baldía/tierra irrigada, que es lo primero que llama la atención a los cronistas y viajeros que desde el siglo XVII comenzaron a llegar a la región. Y siempre resulta interesante relevar esta mirada inaugural, porque ella “descubre” para nosotros (la posteridad) esa porción de territorio, entonces tan ajeno y tan diferente, pero que comenzaba a formar parte del horizonte.

En otras palabras, estas crónicas de los primeros años nos suministran la imagen prístina de esta tierra, nos transmiten las primeras impresiones de un territorio aún sin modificar demasiado por la mano del hombre; ello sin desconocer, por cierto, las obras de regadío debidas a los indios huarpes, que muestran ese hecho crucial de nuestra realidad comarcana, como ya se dijo: desde siempre, en Mendoza, junto al desierto existió el oasis.

Acerca de la ciudad de Mendoza, Fray Reginaldo de Lizárraga es el que inaugura una serie de tópicos descriptivos, que luego reiterarán cronistas posteriores, con la intención de dibujar algo así como un jardín deleitoso, surgido en medio del desierto por la mano del hombre. Las virtudes de Mendoza se resaltan, entonces, por comparación con el vacío circundante, si tenemos en cuenta el sentido que tuvo para estos primeros pobladores el gesto de la fundación de ciudades, como avanzada o reducto de la civilización en medio de la nada: “la ciudad es fresquísima, donde se dan todas las frutas nuestras, árboles y viñas y sacan muy buen vino [...]; es abundante de todo género de mantenimientos y carnes de las nuestras; sola una falta tiene, que es leña para la maderación” (cito por la transcripción de las crónicas que Juan Draghi Lucero incluyó como apéndice en su Cancionero popular Cuyano, 1938: 256).

Por su parte, Diego de Rosales, en su descripción de la región donde se encuentra emplazada la ciudad, aporta un dato no consignado por otros cronistas: la denominación de “Nueva Inglaterra”, junto con la construcción textual de un auténtico locus amoenus: “un valle alegre, ameno y tan fértil que da ciento por uno el trigo y el maíz que se siembra, donde todas las semillas y frutas se dan con excelencia”. Respecto de los cultivos, Alonso González de Nájera aclara que “Sus posesiones son de regadío” y agrega otras especies de frutales a las ya mencionadas en textos anteriores: “camuesas, higos y membrillos” (Draghi Lucero, 1938: 453).

Ya esta dialéctica desierto / oasis había sido planteada en forma explícita por Miguel de Olivares, situando cada uno de los términos en su justa proporción: “lo más es tierra llana, seca y desaprovechada por falta de agua, que donde tiene regadío [...] se pueden llamar tierras de promisión” (Draghi Lucero, 1938: 475-476).

América surge de una paradoja y cobija desde el comienzo un sueño que se erige en todos los casos sobre la realidad del medio y a pesar de él, que plasma el dato geográfico exacto y a la vez lo envuelve en las sugestiones de la imaginación. Y así fue naciendo Mendoza en la dualidad de una promesa y un destierro, desierto y oasis inseparablemente unidos.

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