Rolando Concatti y su obra “Tiempo Diablo”

Esta obra de Concatti está ambientada en el desierto, en su múltiple acepción de soledad y vacío geográfico, de aridez y ardimiento pasional.

Rolando Concatti y su obra “Tiempo Diablo”
Rolando Concatti, autor de la notable "Tiempo diablo".

“A veces vale la pena hacer ejercicios espirituales en el desierto. Es un lugar sagrado, donde Dios y el Diablo están muy próximos, allí uno puede mirarse a un espejo que no suele encontrar en otra parte. El silencio, la soledad, el despojamiento, ya valen por una cura del alma”. Rolando Concatti. El tiempo diablo del Santo Guayama

Rolando Concatti nació en 1933 en Luján de Cuyo, Mendoza y falleció, también en nuestra provincia, el 21 de junio de 2019. Obtuvo títulos en Ciencias Económicas y en Filosofía. Se especializó en Antropología Cultural. Durante varios años publicó sobre estos temas varios libros y numerosos ensayos y artículos periodísticos en medios nacionales e internacionales. Fue editor y director de Alternativa latinoamericana, revista especializada en cultura.

En 1997 apareció su primera novela, Nos habíamos jugado tanto, ficción histórica sobre los años 60-70; en el año 2000 Editorial Diógenes publicó Que está de olvido y siempre gris, novela testimonial cuyo trasfondo son los conflictivos años de fines de los 70, dentro de una matriz narrativa que recuerda el policial “duro” o “negro”, y en 2003 Corregidor publicó la novela El tiempo diablo del Santo Guayama, novela histórica que textualiza la vida de este famoso personaje que la imaginación popular ha canonizado.

Esta obra está ambientada en el desierto, en su múltiple acepción de soledad y vacío geográfico, de aridez y ardimiento pasional. El desierto con su paradójica historia de lagunas: el “desierto verde” de Huanacache (Lavalle), ayer humedal y hoy arena, con su pasado huarpe, hablándonos también de los conflictos inherentes a nuestro ser y a nuestra historia, que nos llevan a ser por medio de la destrucción… El desierto con sus mágicas presencias tutelares, que convocan en el imaginario popular la idea de una protección divina especial para los pobres y los sufrientes… El desierto, en fin, metáfora de las relaciones humanas, con toda su carga de pasión y ambiciones.

En El tiempo diablo del Santo Guayama su autor crea mundo textual cuyas afinidades con el mundo real se hacen manifiestas ya desde la nota introductoria en que Concatti nos invita a reflexionar sobre las siempre incitantes relaciones entre literatura e historia. En efecto, el relato está anclado en un período histórico perfectamente determinado y datado por el texto (los años de 1860) tan grávidos de acontecimientos tanto a nivel nacional (la Guerra con el Paraguay) como a nivel local (una sociedad todavía signada por las huellas del gran terremoto del 61) pero fácilmente proyectable a nuestra realidad actual.

Es obvia, entonces, la asociación con lo histórico, visible en la fidelidad a los datos y documentos, fruto de laboriosa investigación por parte del autor. Aquí radica un de los méritos del texto. Pero no en vano el autor convoca a la imaginación en la creación de su mundo novelesco. Y es que la historia es una ciencia poética, que además asume la forma de una narración y esto hace posible -más allá del patente oxímoron- la postulación de una modalidad denominada novela histórica, definida tradicionalmente como la reconstrucción arqueológica de un tiempo pasado. Y dentro de esta definición general se hallan variaciones o acentos que desembocan en la denominada nueva novela histórica entendida como instrumento de puesta en debate del pasado o más bien, de la versión oficial de ese pasado que, como manifiesta Concatti, siempre la escriben los vencedores. Esto es aplicable al texto que nos ocupa: tanto la fidelidad a la creación de un “clima de época” como el cuestionamiento de la “historia oficial” a través de la relevancia dada a personajes que podrían considerarse “marginales” o “proscriptos”, tan representativos no obstante de su tiempo, como Santos Guayama o la Martina Chapanay, auténticos protagonistas del relato.

Múltiples voces entretejen sus discursos para darnos, a través de la coralidad polifónica, una realidad compleja. En tal sentido, la estructura de la novela, dividida en cuatro secciones (“Ciudad de barro”, “La gran sequía”, “Diario de un testigo”, “Las nueve muertes de Guayama”) y un epílogo, oficia como un prisma que nos ofrece, a través de focalizaciones diversas, su fragmento de la historia. Así, el primer segmento narrativo nos sitúa en el espacio y el tiempo novelescos, desde una óptica predominantemente urbana (esa “ciudad de barro” aludida). Como centro de esta sección puede mencionarse la escena de la fiesta de casamiento de María Luisa Molina y Benjamín Villanueva en la que se anudan las diversas tramas que luego desplegará el relato: la de los desdichados esposos, la de la joven y misteriosa Martina, la del sacerdote José Ignacio, la del mismo Guayama... Y si esa sección nos ofrece un marco urbano y festivo, el segundo apartado, que alude a la sequía, nos ofrece su contrapartida dramática y rural, trasladando el foco de la narración a las denominadas “lagunas”, entonces y hoy desecadas, para darnos la historia de la expoliación de esas tierras y sus antiguos propietarios huarpes.

A continuación, la sección titulada “Diario de un testigo”, a través del recurso de la memoria o diario íntimo, describe el dramático proceso interior del personaje de José Ignacio, en relación con su fe, con el amor y su compromiso misionero con los indígenas y los marginados. Finalmente, las “nueve muertes” de Santos Guayama se hacen eco de la leyenda y refuerzan el aura mágica de este personaje, tan entrañable para el pueblo mendocino que ha sido objeto de una canonización popular y aún se le rinde culto, bajo la figura de un San Roque, en la Capilla del Rosario de Guanacache.

De este modo, cada segmento narrativo tiene su tono y sus valores propios y todos juntos componen un relato admirable, o más bien, una sucesión de relatos que tienen toda la complejidad de un trozo de historia realmente acaecida. Además, la magia está presente desde el comienzo de la novela, no la exótica de hadas o duendes, sino el hechizo indio que parece explicar la tragedia oscura de tantos destinos como se nos cuentan, destinos individuales, pero también el destino de esta Mendoza enclaustrada en el desierto.

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