Entre la demora del asfalto, la población envejecida y la escasez de recursos, Carson City es un pueblo destinado al olvido. Ya es 1901, pero sus calles anchas siguen levantando tierra por carros insulsos y jinetes de escaso temple. La sangre derramada en los tiempos del Salvaje Oeste pesa como una condena perpetua. Y el arribo de un forajido, quizá el último en su especie, tensa aún más los anhelos de paz y prosperidad hacia el futuro.
El recién llegado es John Bernard “J.B.” Books, un hombre necio, tenaz y orgulloso, de largo historial como héroe y presencia inmaculada. Ya no teme que su desenlace sea durante una balacera, sino más bien morir solo como cualquier humano. Un diagnóstico de cáncer le da ocho días de prórroga para preparar su lápida, aunque no sea posible ponerle fecha exacta. Así que el cowboy, otrora tan reacio a recibir ayuda, está obligado a buscar refugio en la casa de una viuda y de su joven hijo y a prepararse para el final que hasta la comunidad local espera con ansias.
Está claro que su intérprete, el legendario John Wayne, sabía que “El tirador” (The Shootist, 1976) iba a convertirse en su despedida como héroe. Para entonces, el actor cargaba a sus espaldas 50 años de carrera y una capacidad pulmonar casi nula. Sin embargo, y con algunos privilegios a la hora del proceso de casting y de decisiones sobre el guion final, aceptó el desafío de su último protagónico en este western de Don Siegel. Sin querer, también puso fin a una era del cine, a pesar de las puntuales codas que años más tarde vieron la luz.
Sobre Don Siegel se podrán decir muchas cosas, pero que sus películas son aburridas, jamás. Menos todavía minimizar su influencia, que se extendió al florecimiento de figuras clave como Sam Peckinpah y Clint Eastwood. Dejando de lado a sus famosos usurpadores de cuerpos o a Harry Callahan, el director estadounidense ya había coqueteado con el western, quizá siendo “Dos mulas para la hermana Sara” (Two Mules for Sister Sara, 1970), con Eastwood y Shirley MacLaine, uno de sus más sólidos intentos.
“The Shootist” tampoco es que cambió demasiado la consideración general sobre Siegel ni pasó a los manuales como el filme magnánimo que alguien como Wayne merecía. Hasta surgieron otros westerns crepusculares, como “Los imperdonables” (Unforgiven, 1992), que hoy resultan más profundos e inspirados. Pero sí sirvió para ratificar que el director de “El engaño” (The Beguiled, 1971) era más dúctil de lo que decían sus críticos, que preferían limitarlo a la superficialidad y estética propia de la televisión.
Wayne fue el responsable de convencer a James Stewart para que en “The Shootist” interpretara al médico que le da el ultimátum. Para la década del 70, el exsocio actoral de Alfred Hitchcock estaba cerca de su retiro después de una etapa caracterizada por los westerns y programas en televisión. Cuando se grabó la película de Siegel, además, Stewart tenía una discapacidad auditiva y se negaba a usar audífono, lo que lo llevó a alterar repetidamente sus líneas.
En cuanto al elenco principal, la actriz Lauren Bacall, gran estrella del cine clásico de Hollywood y amiga de Wayne, encarnaba a Bond Rogers, viuda de fuerte temperamento que se transforma en el sostén emocional de la trama. Mientras que un jovencísimo Ron Howard, en uno de sus últimos roles significativos delante de cámaras, interpretaba a Gillom Rogers, el entusiasta y joven bonachón aprendiz de Books.
La fotografía principal en exteriores tuvo como escenario natural Carson City, pero las escenas en las calles del pueblo y en los interiores se filmaron en los estudios de Warner Bros. en California, pese a tratarse de una producción de Paramount Pictures. Algunos registros de la época destacaban cierta tensión entre el director y el protagonista, debido a los cambios propuestos por Wayne sobre la novela homónima de Glendon Swarthout en la que se basó el filme. La mayoría de las libertades, en pos de reforzar la osadía del veterano cowboy.
En “The Shootist” queda claro que Siegel quería enfrentar a Wayne con su pasado. Ya desde el inicio insertaba un compendio de imágenes del actor en sus anteriores aventuras, marcando la conversación entre la paradójica finitud de la vida carnal y el inmortal legado audiovisual. Al J.B. Books de Wayne le bastó una frase para erizar la piel de los espectadores: “No soporto injusticias, no soporto insultos, no soporto bravucones. No me comporto así con la gente y exijo lo mismo de ella”.
La altitud de Carson City y algunas secuencias de acción jugaron en contra para la deteriorada salud de John Wayne, derivando en una gripe y una suspensión de rodaje de por medio. De seguir la maldición, el actor permanecía como uno de los pocos sobrevivientes de “El conquistador” (The Conqueror, 1956), película “radioactiva” recordada por el final trágico de los implicados, atribuido a filmar cerca de un campo de pruebas de armas nucleares.
En el lanzamiento de “The Shootist”, el protagonista había atribuido la escueta recaudación en taquilla a Paramount por darle pequeña promoción a un regreso mayúsculo como el suyo. Así como en la ficticia Carson City el alcalde de turno cuestionaba las acciones de Books por sus costos para el futuro y no se fijaba en los motivos, la industria ya estaba interesada en otro modelo. Lástima que olvidó que héroes como John Wayne siempre supieron apuntar mejor.