Digamos un umbral. Digamos una puerta que se abre y que da a patios colosales, repletos de arena y Atlántico, morros súper verdes, lagunas, islas, senderos y hasta fortalezas.
Eso es Florianópolis (2,500 kilómetros al noreste de Mendoza), emblema del sur de Brasil y única vía de acceso terrestre a la Isla de Santa Catarina. 50 kilómetros de largo por 20 de ancho que en los papeles pertenecen al municipio.
O mejor dicho, a su gente, los casi medio millón de suertudos que se levantan con el dulce esperándolos a la vuelta, convocándolos en plan a baños refrescantes, sol libertador y arrumacos de brisa en algunas de sus más de 40 playas.
Lo saben los tres amigos, sentados en sillas leales. El uno, musculosa y vejez, agarra el pandeiro y lo pone a tiritar. El otro, cuarentón, saca risitas al cavaquinho (una especie de charango) muy pícaro, protegido por un sombrero de mil batallas. El grandote de allá, enfundado en la camiseta del Gremio de Porto Alegre, revela cantos bailadores. Ellos y los curiosos alegran el día, las cervezas y la sombrilla mirándolos de soslayo en la mesa plástica del Mercado Público, y el viajero se da cuenta de que para disfrutar la esencia del “país tropical”, el “bonito por naturaleza”, no hace falta irse tan lejos.
Del centro a las afueras
Ingresar a Floripa (así le dicen los paisanos) desde el continente, implica recorrer los 800 metros del puente Ivo Campos. En paralelo, el Hercílio Cruz ya no invita al paso (fue clausurado en 1991), aunque sí a contemplarlo, a entenderlo en tanto ícono metropolitano. Primera muestra de que la ciudad propiamente dicha también apadrina esmeros, cosas lindas para echarles ojos y alabanzas. En ese sentido, la caminata por el centro invoca mañanas amarillas, las que pintan construcciones como la Catedral Metropolitana (majestuosa herencia de los portugueses, de mediados del siglo XVIII); el elegante Palacio Cruz e Souza, el Forte do Santana y el mismo Mercado. Ayer feudo de la marina y los esclavos traídos de África, el lugar es hoy animado por el bullicio, por las señoras en chinelas, vestidos floreados y bolsas cargadas de verduras, por el cantinero que ofrece "peixe fresco com arroz e feijao (porotos negros), bom e barato", por los tres mosqueteros del principio y su samba incendiaria. Cerquita, la Plaza XV de Novembro anticipa el follaje que surgirá fuera del cemento, y la Avenida Beira Mar exhibe una costanera copiosa en edificios, palmeras y vistas al agua.
Con todo, lo más atractivo de la capital del Estado de Santa Catarina es su rol de cuartel general, de base para visitar las distintas joyas naturales de la isla con la ayuda de un sistema de transporte público bien aceitado. Es instalarse y un día saludar algún balneario movido; otro, aquella alejada playa que nos contó el vendedor de choclos; al tercero, una pintoresca caleta de pescadores… hay opciones para todos los humores, las filosofías y los bolsillos.
En el sur, por ejemplo, la oferta viene en clave de paz, amor y de vez en cuando, hombres de redes y cañas tirar. Inspiradoras y relajantes las postales de puntos como Praia dos Naufragados y Pantano do Sul (y las colindantes Praia do Solidao y Praia do Saquinho), rincones generosos en arenas pálidas y laderas de espesa hojarasca.Un poco más civilizada es Campeche (próxima a la Lagoa do Peri), y un poco más paradisíaca la vecina Ilha (isla) do Campeche, dueña de unos turquesas en el nadar sencillamente irresistibles.
Al norte, el paisaje se vuelve grandes concurrencias e infraestructura turística haciendo juego. Entonces, Canasvieiras, Ingleses y Jureré traen nombres familiares al oído argentino, y las fortalezas Sao José da Ponta Grossa (pegada a Jureré), Santa Cruz de Anhatomirim (Ilha Anhatomirim) y Santo Antonio de Ratones (Ilha Ratones Grandes), historias de colonia portuguesa, invasiones españolas y revoluciones independentistas.
Trilhas e infinitos
"¿Y ahí cara, tudo bem?", pregunta liviano el mozo-bañista de un restaurante de Barra da Lagoa, y hay que responder "Beleza", que suena a tono con el "Jeito de falar" (la forma de hablar), de los locales. Hasta la aldea del centro-este de la isla (justo del lado contrario a la Florianópolis ciudad, que está al centro-oeste), el viajero llegó proveniente del norte, "Trilha dos Macacos" mediante. Se trata de un trekking de tres horas que tutea las cuasi junglas tropicales de los cerros (hermosos y bajitos ellos, promedian los 350/400 metros), uno de los numerosos circuitos que alberga el mapa. Antes del desenlace, la "trilha" bordea la Lagoa da Conçeiçao, joyita insólita rodeada de colinas, hostales de mochileros, bares y atmósfera purísima.
Barra da Lagoa, en cambio, da el rostro al mar. Al mar, que se arrima compadrón, bendecido por líneas de playa infinita y un contexto supremo. El resultado es eso que al sur de Brasil, muchos gustan de llamar tierra prometida.
Onda surfera, raíces inmigrantes
“Fuma, fuma, fuma folha de bananeira, fuma na boa só de brincadeira”, canta Armandinho en los parlantes, al ritmo de un reggae estilo Brasil que marca tendencia entre los parroquianos más jóvenes. Lo escuchan los de la onda “Guga Kuerten”, el célebre tenista local (ex número uno del mundo) que tan bien corporiza a la “rapaseada” isleña: pose torcida y serena, cabellos ensortijados y tupidos como la vegetación circundante, semblantes sonrientes y de “por favor, repetime la pregunta porque estaba pensando en otra cosa”. El target corresponde a los acólitos del surf, deporte que por estas latitudes despierta vendaval de pasiones. Para pruebas basta ver la cantidad de tablas que cargan los buses en el centro. Los referentes en tal sentido son las playas de Mole y Joaquina. Cercanas a Barra da Lagoa, hacen de verdaderas Mecas de la actividad en Sudamérica.
Allí, el paisaje humano también deja lugar a análisis íntimamente relacionado con la historia: En Floripa, como en la mayoría de las ciudades del sur brasileño (y a diferencia de lo que ocurre en el centro y norte del país, por caso), el grueso de la población es blanca. Un fenómeno que se explica a partir de las corrientes migratorias nacidas en el siglo XVI. Entonces, los portugueses disputaban la zona con los españoles y necesitaban asentar colonos para asegurarla. Así llegaron hombres y mujeres de las islas Azores y Madeira (pertenecientes a Portugal), que en aquella época sufrían problemas de superpoblación.
Después, ya en los siglos XIX y XX, desembarcarían los italianos y fundamentalmente los alemanes, de fuerte influencia en la región. A esas alturas ya pocos nativos de sangre guaraní quedaban, víctimas de los conflictos armados y las enfermedades traídas por los conquistadores.