La escena transcurre en Guaymallén durante una noche de verano, probablemente un viernes o un sábado de principios de 2012. Era tarde. Adriana Benítez baldeaba la vereda cuando divisó por la calle Cabildo el caminar ondulante de Gil Pereg, que venía arrastrando sobre el asfalto a un perro atado del cuello, como quien remolca una bolsa de papas. El can se llamaba Pichi, y su dueño era Oscar, un vecino que estaba comiendo un asado.
Al ver que Pereg estaba "secuestrando" al Pichi, Adriana corrió a lo de Oscar:
-¡Che, el grandote se lleva al Pichi!
Oscar fue hasta el predio de Pereg, frente al cementerio, y vio a su perro amarrado a un poste. “¡Hijo de puta, devolveme el perro!”, gritó. El otro contestó con su acento inconfundible: “Fuera, esto es propiedad privada”.
Entonces Oscar y un amigo volvieron con un auto y decidieron "reventar" el portón y recuperar al animal. Así lo hicieron. Chocaron el portón y lo abrieron, al tiempo que Pereg se refugiaba en el fondo del terreno y amenazaba con sacar un arma. Oscar recuperó al Pichi, pero fue por poco tiempo.
“Lo de aquella noche fue el primer hecho extraño que yo noté en este sujeto”, rememora Adriana. Cuatro meses después, Benítez vio pasar a Mariana, la esposa de Oscar, cargando al Pichi muerto en una angarilla. “¿Qué pasó?”. “Lo sabe Dios -contestó Mariana- yo estaba parada acá en la esquina, el perro vino sin aliento y cayó muerto a mis pies”.
Cacería canina
Otros vecinos se estremecen al confesar que escuchaban alaridos de animales adentro del predio de calle Roca 6079. Aseguran que Pereg salía a cazar canes en la madrugada, cuando el barrio dormía. Adriana sigue: "Observé que en la esquina del cementerio alguien dejaba cadáveres de perros. Vi uno, no me lo voy a borrar jamás de la memoria, que estaba como desarmado. Parecía que le hubiera pasado por encima una formación completa de tren". A partir de esas pruebas, Benítez hizo una denuncia.
Acaso fue ese el motivo que obligó a Pereg a dejar de apresar mascotas durante las horas de oscuridad. Pero los alaridos en el predio siguieron, por lo que es posible que alguien le llevara cachorros a cambio de algún dinero. Cuando ese método fallaba, siempre estaban las páginas de Facebook, donde se ofrecían en adopción tiernos perritos.
María Salanau, la mujer que lo vio llegar "como si fuera un modelo" y vivió durante años al lado del terreno de Pereg, tiene un recuerdo menos sombrío. "Es verdad que a veces hacía ruido. Se lo escuchaba gritar, pero no era agresivo", matiza.
También destaca que una vez Pereg recibió un balazo porque quisieron robarle. "Pasó varias semanas internado -cuenta María-. Mientras estaba en el hospital, volvieron a entrar a su casa y le sacaron todo, desde los muebles hasta el tanque de agua".
La gente menciona sus sollozos a portón cerrado. Las uñas largas, al borde de parecer garras. La capa de polvo y cemento que -como un nido de hornero- se le fue formando en la cabeza.
"Lloraba, a veces a los gritos", admiten unos. "¡Puf! Y maullaba todos los días", dice blanqueando los ojos un empleado del cementerio. El barrio ofrece un retrato a veces oscuro, otras veces risueño: siempre con una nota de exceso. Como si la contextura enorme del israelí delineara los trazos de su mito.
Marcos Coria no olvidará la vez que se lo encontró en la heladería que queda frente a la plaza de San José. "Entró, me pidió un kilo y medio de helado y después se lo morfó todo, una cucharada detrás de la otra", relata.
Otra mujer, que prefiere no dar su nombre, jura haber visto que Pereg "elegía gatos para tener sexo con ellos", e incluso agrega que llegó a filmarlo con su celular. "Lo que pasa es que perdí el teléfono", se ataja. Sus hijitas la miran y escuchan. Una interviene: "Cuando mi mamá nos quiere asustar, nos dice 'portate bien o te viene a buscar el grandote'".
Luces de alarma
En enero de 2019, cuando se inició en Mendoza la búsqueda de Pyrhia Saroussy -madre de Gil Pereg- y Lily Pereg -la tía-, empezaron a conocerse datos insólitos. Más de uno levantó una ceja al leer que el recién rapado guardaba miles de dólares en la pocilga donde vivía. Sólo los que hicieron algún negocio con él habían visto los fajos de billetes que transportaba en bolsas de supermercado. Por lo demás, parecía un indigente. Su hogar era un caos de alimento para gatos, suplementos nutricionales, DVDs porno y colchones acomodados sin ton ni son. Se supo además que tenía un tendal de deudas y participaba en manejos empresariales no muy claros.
Avanzaba enero. Gilad posaba diariamente ante las cámaras y señalaba a sus vecinos. La búsqueda de Pyrhia y Lily ya era desesperada. "¡Son los bolivianos, que hacen quilombo en toda la zona! ¡A mí me han entrado a robar 50 veces!", machacaba él.
Un periodista quiso saber por qué, si percibía tanta inseguridad en su vecindario, no había acompañado a las dos señoras hasta la parada del colectivo. “¿Pero usted no puede pensar? -se enojó Pereg- ¡Si me voy de mi casa me roban!”.
Se quejaba de Argentina. Dijo que prefería “irse a vivir a África, con todas las enfermedades” y que no quería que nadie de su familia viniera aquí “nunca más”.
Respecto a lo ocurrido con su madre y su tía, empezó a sugerir que "alguien que lo odiaba" había atacado a las mujeres.
Alguien que lo odiaba. La mención de una venganza, el entorno donde vivía Pereg y su rechazo a ofrecer ADN para facilitar las pericias encendieron luces de atención.
Además compraba armas: desde 2014 había conseguido que lo habilitaran para poseer unas 40. ¿Quién le había otorgado esas certificaciones? ¿Acaso no era evidente que no tenía modo de demostrar de qué vivía?
Hallazgo macabro
Al amanecer del sábado 26 de enero el calor apretó desde temprano. A eso de las 9.30, ya sin la presencia de Pereg que había sido detenido horas antes, la Policía Científica, Ayelén Castro, su perra Ruca y el resto del equipo de la Escuela de Adiestramiento Canino Mendoza (Escam) ingresaron nuevamente al predio.
"Esta vez solté a Ruca y ella caminó con libertad. Usamos una técnica que consiste en hacer agujeros en la tierra, para que el suelo 'respire'. Entonces Ruca nos marcó la tercera habitación al final del terreno, de derecha a izquierda: una pieza cerrada", rememora Ayelén.
Lo mismo hicieron los otros cinco “binomios”, es decir, las parejas de entrenadores con sus perros. Ahí había algo. “Teníamos sentimientos encontrados. Por un lado, la tristeza de saber que podían ser los restos de Pyrhia y Lily. Por otro, la alegría de estar ayudando a resolver el caso”, admite.
Dado que lo que se buscaba eran restos humanos, no se podía utilizar máquinas excavadoras. Con la térmica por encima de 40 grados, los policías empezaron a cavar a pico y pala.
En la habitación marcada el suelo estaba duro, con piedras apiladas y la tierra compacta. Mucho polvo. El sonido rítmico de las herramientas y la falta de ventanas daban al cuarto el tono grave de una pesadilla.
Los agentes Coria y Reyes se secaron el sudor que les chorreaba por la cara y desde el pozo llamaron a la fiscal de Homicidios Claudia Ríos Ortiz:
-Doctora, póngase los guantes y toque acá.
Entre las piedras se adivinaba algo rosado. Ríos presionó y sintió que la superficie cedía. Era un cuerpo hinchado por la descomposición.
Allí, a algo más de un metro y medio de profundidad, tapados con rocas y cemento, aparecieron los cadáveres de las mujeres. Estaban cruzadas, una orientada en una dirección y otra en la contraria. Sobre ellas, algunas pertenencias y documentos. Se siguió excavando. Llamó la atención que los cuerpos estuvieran atravesados en el cráneo, la vagina y el ano por hierros del 8, de esos que se usan en la construcción. ¿Qué clase de odio femicida podía hacer una cosa así?
La necropsia confirmó que Lily había muerto por tres tiros que impactaron en su corazón y pulmones. Se cree que Pyrhia, la mamá de Pereg, intentó defenderla y defenderse. Tenía golpes, aunque murió por estrangulamiento. Las heridas con hierros se hicieron post mortem. Este cronista tuvo oportunidad de ver cómo estaban los cuerpos: quien haya hecho esas lesiones tiene una fuerza monstruosa.
Surgieron más elementos en contra de Pereg: las balas que mataron a Lily tenían la traza de uno de los revólveres calibre 38 que se habían encontrado en el domicilio del hombre; armas cuyo robo él mismo había denunciado dos días antes de la visita de sus familiares.
Además aquel sábado se halló, dentro de un morral, la suma de 7.803 pesos de moneda nacional, 100 séquels de Israel, 20 dólares neozelandeses, 550 dólares estadounidenses y... 1.100 australes argentinos.
*Facundo García (Mendoza, 1980) Escritor, periodista y docente. Su libro "Preguntas de los elefantes" reúne las crónicas que escribió mientras cruzaba África. Es licenciado en Comunicación (UBA) y actualmente prepara su tesis del Doctorado en Letras (UNCuyo).