Siempre jugó con fuego, Nicolino. Le gustaba jugar con fuego, de puro Intocable, claro. Arriba del ring, al lado de los puños adversarios, con la guardia baja, invitándolos a partir para ridiculizarlos con un esquive imperceptible, con un giro, con una mueca. Y en la vida, también. En las noches largas y con el cigarrillo traicionero. Ese faso que lo siguió siempre, desde los 13 años, en las furtivas tardes mendocinas, cuando empezaba a calzarse los guantes. Y aún en los vestuarios, ya profesional, ya campeón mundial. Le gustaba jugar con fuego.
En sus descuidos en el gimnasio, en su desapego por las disciplinas deportivas.
Y, quizá, estuvo bien. Porque tal vez ni siquiera fue un boxeador Nicolino Locche. Fue una ilusión, en realidad. Porque a partir de los años no parece cierta su historia. A pesar de los 10 campeones mundiales que enfrentó, con o sin título en juego. Lo verdadero fue su incomparable comunicación con la gente, el milagro de transformar ese costado de crueldad que envuelve al boxeo. Porque él fue capaz de dominar el instinto primario de los otros, el regocijo por los golpes destructores, por el nocaut inminente.
Y los hizo gritar ole y festejar los esquives y aplaudir de pie. No debía ser boxeador, Nicolino. Si no mataba una mosca, ni aún con esos brazos gruesos y macizos que parecían rellenos de algodón.Una vez quiso ser campeón mundial, Nicolino. Y, entonces, se hizo boxeador de golpe. Llevó todo lo suyo a Japón. Siempre jugó con fuego y por eso era Intocable