Si existe algo de lo que no sabe Álex Pina, creador y productor de "La casa de papel", es de la economía de recursos. Desde el comienzo, esta serie se planteó como un cóctel de nitroglicerina: tiros, violencia extrema, multitud de personajes (buenos y malos), plot twists y efectismos en el peor sentido del término. Pero desde que la adquirió Netflix, en la temporada 3, estos vicios aumentaron, hasta entregarnos el viernes pasado, en su cuarta entrega, la peor versión de sí misma.
Ya en su temporada pasada, dejó a más de 34 millones de usuarios sin aliento, porque había terminado en el climax de esta segunda historia, en la que la banda atraca el Banco de España (y a la que se había sumado Rodrigo de la Serna a los ladrones). Todo lo que podía salir mal, salió mal. Y cuando nos encontrábamos ante un atisbo de resolución narrativa, terminó, dejándonos fríos.
Este es el "caos" al que Pina aludió reiteradas veces promocionando esta temporada, que no es otra cosa que una historia que arranca en su climax. "'La casa de papel' es una serie que se basa en la inestabilidad", lanzó en una reciente entrevista a diario La Nación.
Pero la cuestión central es otra. Quienes compraron la fórmula de "La casa de papel" desde el inicio, ¿hasta cuándo seguirán ahí, sin sentirse manipulados o estafados?
Si desde el principio se notaba la inercia de Pina a estirar como chicle la historia, ahora, en una plataforma que gana plata por las horas de atención que logra de sus usuarios, esa inercia recrudece hasta límites insoportables. Los productores deberán engrasar el mecanismo, para no hundirse en su propio efecto.
Aún se esperan los “números” de esta temporada, para saber su seguirá siendo el producto en habla no inglesa más elegido de la Gran N.
Sin ánimo de spoilear, el espectador que se anime a estos últimos ocho episodios tendrá -sí- las dosis de adrenalina prometidos, pero no mucho más.
Es que fue renovada para otras dos entregas (la quinta iba a empezar a filmarse este año pero el coronavirus alteró todo). Esto quiere decir que, si los guionistas ya abusaban de sus vicios, como los cabos sueltos, imagínense ahora. El lector asume el riesgo.