Fuera de programa, aunque reparadora, la escala en Lumbreras, en la excursión por la región oriental de Salta, no puede ser más auspiciosa.
En primer plano, sobre la mesa del comedor La Yolita, la sopa de verduras cocida con leña despide un aroma tan tentador que cautiva antes de la primera cucharada.
Al fondo del horizonte, en dirección norte por la ruta 5, el paisaje bucólico algo descolorido parece rejuvenecer por el aporte de un manto verde espeso que trepa la sierra Lumbreras.
Las yungas -la espesa selva de montaña que protege especies de flora y fauna en cuatro estratos, desde Perú hasta Catamarca- parecen a punto de copar la escena.
Oportuna, la voz de la experiencia refrena la ansiedad por llegar a destino. "La nuboselva -otra denominación aplicada a este ecosistema extendido entre 750 y 3.000 m sobre el nivel del mar- se empieza a apreciar recién una vez que transitemos los 45 km de la ruta 20 hasta la entrada al Parque Nacional El Rey", explica el guardaparque Ricardo Guerra, con la autoridad que le otorgan años de convivencia con el medio natural.
Unos minutos después, su colega Mariano Zubiri acelera la 4x4 sobre el camino de ripio y el vehículo se sacude entre quebrachos, algarrobos, chañares y piquillines, posados sobre los últimos pliegues de la cordillera hacia el este. De a poco, el bosque de transición del Chaco serrano a las yungas incorpora en el paisaje agreste ovillos de lianas, cardones y ejemplares de palo blanco.
El camino se clava de punta en cada arroyo, lo que obliga a vadear con cuidado sobre las piedras cubiertas de agua transparente.
Después de cada prueba superada a velocidad mínima, el motor ruge y la camioneta vuelve a trepar en la selva. Alrededor, el espectáculo de la naturaleza propone nuevos matices, mientras un colchón de hojas de tala brava, cola de zorro y ortiga amaga con colarse por las ventanillas.
A 33 kilómetros del puesto asignado a los guardaparques, la posada ecológica y camping Pacha K’Anchay asoma como el único mojón creado por el hombre en los dominios de El Rey que permanece a salvo de la voracidad de la selva, que ya se encargó de sepultar hornos y secaderos de tabaco en desuso, un antiguo aserradero y los restos de una escuela cerrada hace cuarenta años.
Visita de tucanes
“Todas las mañanas del último verano, puntualmente nos visitaba una familia de cuatro tucanes, que se comían las moras. Por eso, esta temporada no pudimos preparar dulce de moras y decidimos elaborar mermeladas y salsas de tomate de árbol, una especie nativa”, revela la bioquímica Cristina Pérez, asociada con tres médicos salteños para crear este hotel en la selva, una buena excusa para poner fin a la rutina previsible en la capital provincial y afrontar la vida decididamente reposada que les brinda la yunga.
No es un asunto sencillo retomar el rumbo hacia el corazón del Parque Nacional. La propietaria de Pacha K’Anchay insiste en invitar a conocer su huerta de verduras, desandar un sendero de trekking, observar aves con largavista o, simplemente, compartir unos mates entre los perfumes diseminados en el parque.
Por el contrario, la recepción en la Intendencia del Parque Nacional El Rey transcurre sin palabras, sumida en el mayor de los silencios. No faltan anfitriones de sombrero alado, botas y ropa de fajina, pero el pulso vital del área protegida late más allá: una estridente sinfonía de grillos y chicharras se levanta desde los cuatro costados.
El sonido, persistente y atronador, apenas deja escuchar el grito de algún zorro inquieto y los pasos sigilosos de las pavas de monte, corzuelas, tapires y ocelotes.
Una solitaria chuña permanece inmóvil al costado de una senda de césped, dispuesta a satisfacer el hambre con una araña o una víbora. El camino avanza por la selva montana y cada vez se encajona más en la picada.
La panorámica queda reducida a una mínima expresión y por una rendija de la espesura se alcanzan a distinguir las melenas verdes de las cevinguillas, suspendidas de las paredes rojizas de la montaña.
De golpe, el espeso cortinado de cedros, nogales, tipas y horco molles se descorre y el torrente del Chorro de los Loros, de 30 metros de altura, deshace el cauce silencioso de un escuálido arroyo.
A los pies de una escalinata natural de 10 metros -tapizada por la planta parasitaria cuscuta-, las piruetas de los sábalos en un pozón del río Popayán desvían las miradas de los visitantes, que hasta hace un instante estaban orientadas hacia la secuencia de hojas y tallos perforados por las mordeduras de los tapires, acostumbrados a pasar horas del día y la noche podando el bosque.
Desde lo alto de un mirador, un grueso cerco de totoras apenas deja distinguir una franja verdosa de la laguna Los Patitos. Se viene la noche y las bandadas de chajá, tero real, gallareta, macá y biguá ensayan los últimos vuelos antes de la retirada.
A un costado de la sede de la Intendencia, la penumbra dibuja una silueta fantasmagórica de la hostería El Rey, cuyas 8 habitaciones vacías resisten los embates de los temporales, el abandono y la desidia.
La noche cerrada se apiada de esa imagen desmejorada y sus luces tenues sólo alcanzan para iluminar un sendero que va en busca de la melodía subyugante de un arroyo.
La cena, servida al aire libre en las rústicas instalaciones de Arte Bar -una grata sorpresa escondida entre las polvorientas calles de tierra de Calilegua, en Jujuy-, llega a la mesa acompañada por la música a todo volumen de Los Redondos.
Parece un contrasentido en esta región atravesada por sonidos tenues. Sin embargo, mezclado con el aire fresco del final de la jornada, resulta un buen aliciente antes de recuperar energías y sumergirse en las entrañas del Parque Nacional Calilegua.
Rumbo a Calilegua
Al amanecer del día siguiente, el portentoso camión de la División Incendios, Comunicación y Emergencias del Parque Nacional deja atrás la zona urbana de Libertador General San Martín por la ruta 34 y encara el desvío de 8 kilómetros de tierra de la ruta 83 hasta la primera base de los guardaparques.
Ariel López se aferra al volante, enmarca en el espejo su mirada severa y dispara sin rodeos: “Cuando los inviernos son muy duros, con grandes heladas, en primavera nos toca una temporada muy crítica de incendios, pero en un 95 por ciento se trata de actos intencionales. Además, la parte norte del Parque Nacional tiene muchos problemas por la gente que caza, especialmente corzuelas y chanchos de monte”.
El aire espeso generado por esas sombras denunciadas por el guardaparque permanece en el interior del vehículo por un buen rato. Hasta que Calilegua vuelve a tornarse un paseo placentero, favorecido por el paisaje, que se va poblando de colores intensos, aromas y relieves. En uno de los recovecos de la selva, el legado cultural de los primitivos habitantes del parque revive a través del Sendero Guaraní.
Nube oscuras reposan sobre el ovillo de pinos, nogales y cedros y el relieve quebrado se uniforma. A lo largo de los 23 km en constante pendiente que la ruta 83 recorre en el Parque Nacional Calilegua, el área protegida puede ser considerada un enorme mariposario sin límites precisos, un bosque dominado por helechos gigantes, una galería de siluetas verdes -esculpidas a cielo abierto por las enredaderas abrazadas a las plantas en el precipicio- o un inquietante laberinto concebido para dejarse llevar hasta algún claro frecuentado por halcones peregrinos, las huellas dejadas por un tapir, un yaguareté o un coatí, la cascada desprendida de un arroyo de curso parsimonioso o el paredón húmedo de la montaña.
La voracidad de la selva se ha encargado de sepultar hornos y secaderos de tabaco en desuso, un antiguo aserradero y los restos de una escuela antigua.
Habituado a andar seguido por esta porción de las yungas, el guardaparque Marcos Bernuchi percibe el creciente influjo que la selva ejerce sobre los visitantes y se esfuerza para guiarlos sin apurar sus pasos.
Describe con paciencia las características del suelo, la flora y la fauna, hasta que anuncia a viva voz una parada que se suma a la hoja de ruta prevista: “Sigamos viaje hasta San Francisco, a 1.500 metros sobre el nivel del mar, donde no pueden dejar de probar las empanadas al horno, la mejor especialidad de los lugareños coyas”.
En el comedor Cerro Hermoso. Jacinto Curimayo entretiene a sus flamantes clientes, ávidos por deleitar el paladar con esas empanadas tan renombradas.
“Me gusta trabajar la tierra y en mi huerta cultivo chilto -popularmente conocido como ‘tomate de árbol’-, verdeo, morrón, lechuga, maíz, varias clases de papa andina, puerro, apio, arveja y acelga. También me da mucho placer preparar a los turistas nuestros platos típicos: cordero relleno, lechón al horno de barro, empanadas, tamal, humita y queso criollo”, declara este hombre de pocas palabras y vitalidad contagiosa.
Hacia Valle Grande, la selva mantiene su supremacía a los costados del camino. A 5 km de San Francisco, el rumor del río San Lucas es una melodía apenas audible que va y viene entre el grueso cortinado de la vegetación, los trinos del picaflor ermitaño canela y los chillidos intermitentes que disparan los loros aliseros hacia el intrincado sendero de tierra y piedras que desciende hasta el borde del río. Con los pies sumergidos en el agua fresca y transparente, sólo queda seguir llenando el espíritu con esta atmósfera saludable.
Otros sitios imperdibles
Parque Nacional Baritú. La vegetación enmarañada de yungas de este Parque Nacional marca una notoria franja verde en el extremo noreste de Salta.
Sin embargo, sólo es posible visitar Baritú por la ruta 19, un camino de ripio que ingresa desde Bolivia. Por eso, no queda otra opción que cruzar la frontera internacional en Aguas Blancas, transitar unos 60 kilómetros y reingresar al territorio argentino a través del paraje Condado.
Con entrada gratuita, el mirador del río Lipeo y los senderos La Junta y El Cedral permiten apreciar el paisaje de las Sierras Subandinas, entre los 1.800 y 2.000 m.
Ejemplares de quina, lapacho rosado, jacarandá, cebil y urundel tapizan la selva pedemontana. Por sobre los 600 m/s/n/m, en la selva montana, crece la humedad y un cortinado de plantas epífitas, lianas y enredaderas recubre la vegetación.
Sigue el sotobosque, donde, entre palos barrosos, lapachos amarillos, laureles y miconias, abundan musgos y helechos. Es el reino del nogal, el aliso y el molulo.
En cuanto a la fauna, su presencia se torna más evidente por las noches, cuando el parque se llena de sonidos de mamíferos, aves, insectos, anfibios y reptiles.
En los claros de la selva del Parque Nacional Calilegua suelen verse halcones peregrinos y huellas inconfundibles de pumas y yaguaretés.
Cada tanto, se dejan ver las corzuelas, el tapir, el yaguareté, pumas, carpinchos, ardillas rojas, pecaríes, monos caí, alguna serpiente, el oso melero o el gato onza. Desde Orán hasta Baritú son 81 km.
El nogalar de Los Toldos. A 27 kilómetros hacia el norte de Baritú, esta ecorregión conserva sectores de pastizal y bosque montano, dos ambientes característicos de las yungas.
Las nueces de los nogales criollos que florecen en la reserva atraen tanto a los pobladores de Los Toldos y alrededores como a las ardillas rojas.
Con suerte, en un recorrido por el sendero Los Antiguos, la quebrada Honda, Miolino Viejo y Piedra de la Patanchada pueden llegar a observarse ejemplares de yaguareté, taruca, lobito de río, ardilla, puma, zorro gris, yarará, culebra, lagartija y sapito panza roja.
General Pizarro. Por la ruta 5, en el camino de Metán a Orán, en el este salteño, el área de yungas declarada Reserva de Biosfera es uno de los atractivos que rodean este pueblo, junto al Punto Panorámico -un mirador natural del bosque chaqueño-, una zona de aguas termales surgentes y una comunidad originaria de la etnia wichi.
En la Reserva Nacional Pizarro crecen unas 300 especies de vegetales y se detectó la presencia de 55 especies de mamíferos -como yaguareté, pecarí quimelero, tapir, oso hormiguero y tatú carreta-, 240 variedades de aves y 70 tipos de mariposas.
Lagunas de Yala. Para llegar al circuito de lagunas del Parque Provincial Potrero de Yala hay que transitar 28 km desde San Salvador de Jujuy en dirección a la Quebrada de Humahuaca.
La selva de las yungas y los vuelos y sonidos de centenares de aves se disfrutan desde cinco senderos de dificultad media y baja. Se puede acampar en dos sectores agrestes a orillas de la laguna Rodeo, donde se puede pescar los sábados y domingos.