Liliana ya no era una aventurera dispuesta a escapar. Recién casada con Jorge, sus planes adoptaban ahora otra forma. Como su nombre, pues ya no se apellidaba Chiavetta, sino que se presentaba como “Liliana Bodoc”.
Del matrimonio nacieron dos hijos (Galileo y Romina) y, tras la primera crianza, Liliana se dio cuenta de que había algo que la seguía fascinando: la palabra. Había dejado de escribir a pedido cartas infalibles para los novios de sus amigas y de ponerle su voz honda y dulce a las obras teatrales que dirigía su papá. Sólo seguía acumulando poemas.
Pero esa pasión –como la que le hacía saltar con un hechizo en la boca o bautizar las calles con nuevos nombres– la hizo ir más allá: la llevó a querer hacer de la palabra un objeto de estudio. Para eso, debió terminar primero la escuela secundaria.
No era fácil aprobar en el Liceo Nacional de Señoritas que llevaba el nombre de un poeta insigne, Alfredo Bufano. En especial, ahora que Liliana se parecía tan poco a la chica que cursó hasta cuarto año en ese viejo edificio de la calle Chile, con la plaza Independencia enfrente. Así que rindió como alumna libre y con el título secundario en mano se encaminó hacia el parque San Martín. Una nueva aventura, tan distinta a las que de niña le deparaban las compactas tardes de Panquehua junto a la cementera, la esperaba en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNCuyo. "Si bien era una excelente actriz –reflexiona Jorge–, sufría mucho la exposición pública y la vida de los actores era difícil para ella. Creo que por eso optó por estudiar Literatura".
En ese ámbito, además, podía aspirar a convertir en profesión eso que la apasionaba: las palabras. Las que leía o las que, en secreto y desde hace tanto, pronunciaba como un embrujo o escribía para sí misma.
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Liliana Bodoc se entregó a la docencia antes de concluir la carrera, transmitiendo su pasión a los estudiantes de la Escuela de Comercio Martín Zapata, sobre la transitada calle Pedro Molina de la Ciudad de Mendoza. Sabía tantos textos de memoria que los compartía con sus alumnos, a quienes alentaba, también, a atreverse con la creación literaria. Jorge Bodoc entiende que así Liliana "les mostraba a los chicos cómo la poesía se integraba con la vida".
Pero, además de recitar poemas, ¿recreaba su niñez en Panquehua? ¿Decía para sí de nuevo ese viejo conjuro ("pin pancuí…")? Quizás no. Quizá lo había cambiado por otras obsesiones. O, por supuesto, el cuidadoso, cuando no celoso, cultivo de sus hijos: celo en lo que leían, celo en si atendían sus recomendaciones.
A ese celo le gustó poco sorprender a su hijo Galileo sumido en la lectura de un libro que ella no había propuesto: El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien. "¿Qué estás leyendo?", le preguntó al chico. "Lo mejor que leí en mi vida", le contestó el pequeño.
Debido al enojo, y azuzada por la curiosidad, leyó también ese libro. Y en ese texto, que discutió acaloradamente con su familia, encontró una clave inesperada para abrir las jaulas de su propia escritura: la épica.
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Así que a los 40 años, Liliana Bodoc se convirtió oficialmente en escritora. Lo hizo trazando con su propio idioma una épica particular. No pensaba en sus potenciales lectores, en ese público joven que luego iba a acogerla como a su preferida por meterlos de cabeza en un mundo fascinante de lunas trasnochadas al fragor de una página hermosa. No: tenía encima todas sus lecturas de la Facultad de Filosofía y Letras ("aun las torturantes"), tenía presente el aliento del Mío Cid o la imagen de un anillo dorado, y sólo pensaba que quería escribir una historia épica, pero desde este lado del mundo y no desde Europa. Y quería construir, como ella decía, "un largo relato épico y fantástico contado desde nuestro imaginario cultural".
Así lo hizo. Diseñó una historia y con enorme dedicación concluyó el primer libro, Los días del Venado. Después, llevó esa novela inicial (primera de La Saga de los Confines) a ojos abiertos de amigos mendocinos, que la saludaron con elogios.
Pero cuando, entusiasmada, la presentó a distintas editoriales porteñas, estas la despidieron con desinterés. Hizo muchas copias de la novela: una a una, invariablemente y con la misma eficacia con la que el sol se oculta en las tardes, la respuesta sobre la posibilidad de editarla era la misma: "no".
Hasta que el azar, o acaso la fortuna acumulada por tantos hechizos lanzados al aire, hizo que unos ojos se abrieran en el momento justo, en el primer párrafo, en esa fulgurante advertencia inicial (“Y ocurrió hace tantas Edades que no queda de ella ni el eco del recuerdo del eco del recuerdo”).
El que se encontró con la figura frágil pero decidida de Liliana Bodoc, su sonrisa firme y el manuscrito de su joya bajo el brazo, fue Antonio Santa Ana, escritor exitoso y agudo editor, de esos que saben ver a lo lejos el brillo que a otros se les oculta.
El también autor de Los ojos del perro siberiano había recibido en su oficina a esta autora ya adulta, pero con un fervor nuevo y decidido por lo que acababa de escribir. Le dijo a ella que iba a leer lo que le traía y, según lo que le pareciera, iba a responderle.
Puede que el editor haya supuesto que se trataba de uno más de los tantos manuscritos enjundiosos pero vacuos que a menudo le llegaban.
Será por eso que no se lanzó de cabeza a esas páginas, sino que un día, ojeándolas distraídamente, fue abducido por su magia. Así ha recordado Santa Ana ese instante: "Diría que aún recuerdo el momento en que abrí el manuscrito, tomado al azar, mientras hacía tiempo con el tubo del teléfono apoyado en mi oreja izquierda, y empecé a leer. Lo que me impactó, de entrada, fue la calidad de su escritura y su lenguaje poético. La había visto un par de días antes y estaba muy sorprendido por que alguien de más o de alrededor de 40 escribiera tan bien. La cuestión ideológica de Los días del Venado se me pasó por alto por completo en la primera y en la segunda lecturas. La leí ansioso y voraz. Sólo quería entrar en ese universo y que ella me contara la historia".
El editor entró, en suma, a esa épica, y esta lo enamoró. Por eso decidió publicar Los días del Venado y una nueva literatura quedó fundada con ese acto.
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En los 18 años que le siguieron a esa primera publicación (noviembre de 2000), Liliana trazó un largo hechizo conformado por novelas largas y breves, cuentos, historias para grandes o para chicos. Incluso poemas (la poesía era el hechizo en el que más firmemente creía).
Todo fue distinto a partir de que se publicó el primero de los tres volúmenes de la Saga. Y ella misma lo advertía: "Desde ese momento mi vida cambió en los aspectos formales, en la agenda, y mi corazón se llenó de gente. Agradezco cada uno de esos instantes, de esas lecturas. Agradezco la enorme posibilidad de ganarme la vida escribiendo. A cambio, cuando hago el intento de hablar con Dios, me comprometo con la honradez y la pasión".
Merced a esa obra maestra, la ahora escritora fue premiada, alabada, amada. Y, también, como había hecho en su adolescencia, salió de la Mendoza en la que había crecido junto al horno y al cemento.
Primero intentó acompasarse a la furia de una gran ciudad. Jorge había tenido que cerrar (por la crisis de 2001) su tercer emprendimiento laboral y, en búsqueda de trabajo, surgió uno en IBM, así que la familia se mudó a Buenos Aires.
Quizá esa nueva geografía no viniera mal para Liliana, suponiendo que los compromisos profesionales se iban a llevar bien con el hecho de que ella estuviera sentada en el epicentro de las cosas.
Sin embargo, no fue tan fácil. Romina y Galileo terminaron de estudiar allí, es cierto. Jorge cumplió con su trabajo al servicio de uno de los gigantes mundiales de la informática y la escritora concluyó los dos tomos de su saga, además de varios títulos más. Pero apenas pudo, el matrimonio buscó todo lo contrario de esa adrenalina y se mudó a una casa en El Trapiche, San Luis, cerca del río, las piedras y el recuerdo de sus primeras vacaciones.
Desde allí Liliana Bodoc fue y volvió a Mendoza. Porque era en Mendoza donde estaban los cimientos, el portland de las palabras que tenía siempre listas para soltar al aire.
Perfil
Fernando G. Toledo. Periodista, poeta y narrador. Licenciado en Comunicación Social. Es editor en Los Andes. Publicó seis libros de poemas y dos novelas. Sus últimos libros son “El mar de los sueños equivocados” (Premio Vendimia de Novela Juvenil, 2016) y “Plano secuencia - Antología poética” (2018).