En la literatura de Liliana Bodoc, Mendoza casi siempre está escondida. Es, antes que un paisaje, el polvo que flota como cuando, tras el viento Zonda, los cuartos asfixiados dejan ver al sol las motas que caen en una árida niebla.
En los tres libros de La Saga de los Confines, por ejemplo, no hay otro interés que el de la construcción de un escenario, unos personajes y un carácter tan minuciosamente elaborados que es difícil encontrar allí algo del lugar en que casi todos esos libros fueron escritos.
Igualmente, hay una clave oculta: las tierras prósperas que conforman el escenario principal de la novela, bien pueden ser una representación de Mendoza. De hecho, el primer editor de la trilogía admite que el título, tan célebre, debió ser otro para honrar esa referencia. "Yo le puse el título La Saga de los Confines, y está mal porque se debería llamar La Saga de las Tierras Fértiles, por la propia narrativa del libro –ha confesado Antonio Santa Ana–. Alguien me lo hizo notar varios años después. Cuando le confesé el error a Liliana me dijo: 'Ay, Antonio, las boludeces por las que te preocupás'".
En Memorias impuras, donde late otra épica (diferente, pero no menos intensa), también Mendoza se oculta, aunque un ramalazo de su tierra se percibe cuando Liliana decide rebautizar los nombres de los meses del año y a “marzo” lo cambia por “Vendimia”: la épica más llevadera de la fiesta popular de la provincia se deja ver.
Mucho después de ello, cuando a la escritora le toque escribir el guion del Acto Central vendimial de 2015 (Postales de un oasis que late), le pondrá su caligrafía lírica a la celebración: "La vida, que ha estado refugiada en el misterio, regresa a recordarnos que hay tantos comienzos como madrugadas, que se puede nacer muchas veces. Gira que gira el círculo, y nos regresa al punto del florecimiento. ¡Contracara del gris! El año se complace en su gran serenata".
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Había que creerle a la escritora cuando decía que desde chica –desde que la gente veía a esa nena de frente amplia y ojos oscuros saltar diciendo "pin pancuí"– sintió que nunca le alcanzaba la realidad. Pero de a poco fue dejando que la realidad se filtrara por sus palabras como una lluvia anhelada.
Así se cuela Mendoza en los textos de Liliana. "Aunque las correspondencias entre mi vida y lo que escribo no sean tantas, esas correspondencias sí son profundas", nos había confesado. En uno de los últimos libros, por ejemplo –esa pequeña gema titulada Un mar para Emilia– la protagonista es una niña montañesa a la que la realidad le resulta insuficiente y quiere derribar esas montañas para hallar el mar. Como si de un salto desde Mendoza por sobre la cordillera, se tratara de llegar al Pacífico.
En otra de sus mejores historias, El espejo africano (premio El Barco de Vapor, 2008), el objeto que anima las páginas se talla en un lugar de África, se instala en Valencia (España) y arriba finalmente a la provincia en la que un tal José de San Martín prepara la gesta en la que todo héroe argentino querrá mirarse.
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Pero será en el primer libro que Liliana Bodoc escribió fuera de La Saga de los Confines donde ella hará que la realidad se toque con sus ansias por excederla. En Diciembre, Súper Álbum está resumida su manera de lidiar con lo que es y lo puede ser, con lo imaginable y lo que se entromete contra toda voluntad. Entre la ficción y la realidad se debate, además, la historia de una de sus obras más brillantes, una novela en la que la fantasía se desdobla en otra y en otra: asistimos a la historia de una historieta y de los que la escriben, hasta que en un punto los confines de esta y aquella se hacen difusos.
Como en un juego magnífico, como en un conjuro que ha hecho efecto de pronto, en esa breve novela de 2003 se dibuja el nombre de un pueblo llamado San Jerónimo, que no es otro que la Panquehua de aquella nena de los 60 que iba a ser escritora: en Diciembre, Súper Álbum está la cementera, están las calles polvorientas, está el colectivo que se detiene para llevar o traer gente, está la muerte temprana e inesperada.
En 2008, un animoso cineasta quiso retratar a Liliana Bodoc en un documental (La madre de los confines) que explorara, justamente, las huellas de Mendoza en la obra de esta autora. De vuelta al barrio Minetti y a la casa de su infancia en una cambiada Panquehua –el barrio estaba cuasi cercado, la cementera ya no funcionaba–, la escritora pisó otra vez el umbral aquel en que su madre se abrazó con la Sombra aquella vez. Mientras la cámara la filmaba, tocó, al entrar, la columna en que su madre se apoyó con el último suspiro y, de pronto, una pequeña piedra se desprendió y se resbaló también por entre sus manos.
Ese momento, pero también ese barrio y esa cementera reconstruida poéticamente en Diciembre, Súper Álbum, son expresiones de la persistencia de un lugar en esta escritora.
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Ese lugar se dibujó con lágrimas una vez cuando, en mayo de 2016, la Universidad Nacional de Cuyo le otorgó un doctorado honoris causa por "su destacada contribución a la literatura universal, hispanoamericana y argentina" y por "los valores de respeto a la diversidad cultural y el rescate de las culturas amerindias presentes en su obra".
La autora ya había sido premiada con el Konex de Platino o con el galardón de The White Ravens, de Munich. Sin embargo el llanto con el que recibió esta distinción en Mendoza pertenecía a algo fijado para siempre en su ánimo.
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Pero también hay otra manera de entender en ella esa persistencia. A fines de 2017, Liliana Bodoc leyó desde su casa en El Trapiche la invitación que la Secretaría de Cultura de Mendoza le hacía para viajar a Cuba –país que amaba y que había conocido un año antes–, con motivo de una Feria del Libro a la que iba a viajar en representación de la literatura de su provincia. Y hacia allá fue.
"Cuando le propusieron viajar, Liliana venía con mucha actividad y viajes previos. Estaba un poco extenuada", reconoce Jorge Bodoc: "Por eso le insistimos en que no viajara, pero ella lo tomaba como un deber, porque además había un libro que presentar, Amo a mi mamá, editado por Ediciones Culturales de Mendoza. Así que redujo su estadía a lo mínimo posible y viajó el 29 de enero de 2018".
Cuando volvió de la isla, el 5 febrero estaba terminando. Jorge repasa esos momentos: "Me pidió que la fuera a buscar la noche que llegaba. Yo siempre me angustiaba un poco cuando ella viajaba porque sabía que no le gustaban mucho los vuelos, pero esta vez lo estaba más. Por eso sentí una inmensa alegría cuando pude abrazarla al llegar".
Tras tan largo viaje, pasar una noche en la ciudad del Liceo de Señoritas, de la Facultad de Filosofía y Letras, del colegio Martín Zapata, de la casa aquella en que se escribió La Saga de los Confines, resultó el plan elegido antes de regresar a San Luis.
Pero en esta ocasión, la misma Sombra que antes había visitado a su madre, regresó para atenazar el corazón de la escritora.
No fue en Santa Fe, donde había nacido 59 años atrás. No fue en Cuba, de donde venía. No fue en El Trapiche, donde vivía. Fue en Mendoza. Aquí, donde tantos conjuros lanzó, Liliana Bodoc (lacios cabellos negros, revueltos por el viento) dejó reposar su hechizo de palabras, por última vez.
* Fernando G. Toledo es periodista, poeta y narrador. Licenciado en Comunicación Social. Es editor en Los Andes. Publicó seis libros de poemas y dos novelas. Sus últimos libros son El mar de los sueños equivocados (Premio Vendimia de Novela Juvenil, 2016) y Plano secuencia - Antología poética (2018).