La fuerte discusión instalada durante las últimas semanas respecto del funcionamiento de salas de juego en la provincia se ha centrado esencialmente en un problema gremial, como consecuencia de la cesantía de empleados.
Se ha llegado a un acuerdo y el Gobierno accedió a tratar la situación con la entidad sindical que nuclea a los trabajadores, pero no se habla de la gravedad del problema de fondo, como es el hecho de que la cantidad de casinos que funcionan en el territorio provincial constituyen una incitación al juego, mientras se hace muy poco respecto de las campañas de prevención para advertir a los jugadores compulsivos.
Si bien el Casino de Mendoza cuenta con casi 100 años de historia -fue inaugurado el 15 de marzo de 1924 con el nombre de Casino Social y funcionaba junto al hotel Plaza y al Teatro Independencia- la explosión de salas de juego se produjo en octubre de 1991, cuando fue sancionada la ley que autorizó la instalación de casinos en los hoteles considerados “cinco estrellas internacional” y con un mínimo de 160 habitaciones; en centros de turismo de alta montaña y departamentos fuera del Gran Mendoza, de acuerdo con la determinación del Ejecutivo.
Según se explicó en aquel momento, el objetivo era que la Provincia ingresara en los primeros lugares del turismo internacional y para ello necesitaba contar con una hotelería acorde con esas necesidades.
Al poco tiempo no sólo funcionaban los casinos en los hoteles cinco estrellas sino que “sucursales” del Casino de Mendoza se instalaron en los departamentos y actualmente son 15 las salas de juego distribuidas a lo largo y a lo ancho de la provincia.
Sin embargo, en esa apertura indiscriminada las autoridades de la época parecieron no tomar conciencia de lo que el juego compulsivo genera: una estimulación del consumo, tal como señaló años atrás la titular del Plan Provincial de Adicciones. Situación que suele profundizarse en algunos departamentos donde puede observarse a trabajadores rurales y a obreros municipales que perciben sus magros haberes y concurren de inmediato al casino, donde suelen dejar gran parte de lo percibido. Y lo hacen por el hecho de desconocer que son víctimas de una enfermedad, la ludopatía, que consiste en un trastorno en el que la persona se ve obligada, por una urgencia psicológicamente incontrolable, a jugar en forma persistente y progresiva, afectando en forma negativa su vida personal, familiar y vocacional.
El problema fue reconocido por la Organización Mundial de la Salud, que la incluyó dentro de la clasificación internacional de enfermedades, en 1992, y afecta a las personas que pasan del juego ocasional al excesivo y compulsivo. Y si bien es imperceptible cuando aparece, de lo ocasional a lo habitual, al perpetuarse ocasiona una serie de trastornos con graves consecuencias. Para un ludópata, su trabajo y bienes materiales constituyen una cuestión secundaria y los profesionales de la salud coinciden en señalar que el incremento de la enfermedad se da con la mayor oferta de salas de juego.
Gran parte de lo que producen las salas de juego provinciales van distribuidas a distintas actividades en beneficio de la gente. Pero resultaría necesario colocar en un plato de la balanza los beneficios y en el otro los daños que genera en los jugadores compulsivos, muchos de los cuales desconocen el mal que padecen.
La balanza señalaría que son más los aspectos negativos que los positivos. En ese plano y con los hechos ya consumados respecto del funcionamiento de las salas de juego, resultaría oportuno que, en lugar de incentivar el juego, la propaganda se vuelque hacia las graves consecuencias que el mismo provoca.