Marruecos: el reino del té y la hospitalidad

“El primer vaso es ardiente como el amor. El segundo es intenso como la vida. El tercero, dulce, como la muerte”. (Proverbio marroquí)

Marruecos:  el reino del té  y la hospitalidad
Marruecos: el reino del té y la hospitalidad

Es famosa la proverbial hospitalidad del pueblo marroquí. Esa costumbre que tienen de agasajar al viajero peregrino, al visitante o al pasajero ocasional -y especialmente si es extranjero- se mantiene viva sobre todo en las zonas rurales.

Cuando uno ha hecho un buen primer contacto con un marroquí, enseguida la intuición compele al anfitrión a convidar café, té, masitas, lo que fuere.
 Alejándose uno de la ciudad, apenas unos kilómetros y hasta diría cientos de metros, es imposible que alguien pase -aun si se trata de un completo desconocido- sin recitar formalmente el saludo tradicional de los árabes: "Salam ailekoum", que significa, literalmente, "La paz sobre ustedes".

Aunque uno esté completamente solo, escuchará ese saludo en plural, al que debe responderse así: “Wa ailekoum salam” o sea, “Y sobre ustedes, la paz”, aún si está sola la otra persona.

Es la cultura del desierto y de un pueblo que hace la guerra como un arte, con pasión.

En todos los pueblos cercanos a ciudades o rodeados de desierto, se verifica ese reflejo inmediato de la hospitalidad. ¡Y qué placer cruzar los arenales o montañas y llegar al oasis, o sea, llegar a cualquier sitio donde se encuentre gente hospitalaria, gente que sabe de las durezas del camino, y ser recibido con una mano amiga e, invariablemente, con algo para comer y para beber!

En las zonas rurales de Mendoza se hace una obligación convidar un vaso de vino al que llega, aunque venga de ahí no más. Los vecinos ven por la ventana que alguien se acerca y ya salen a buscar la botella.

Cuando el hombre bate palmas, ya está el vaso lleno que se le ofrece como bienvenida. Es un reflejo natural y una costumbre hermosa. Pero en Marruecos van más allá.

Delicias en el desierto

Mahoma estuvo casado con una mujer rica. Sin embargo vivía modestamente. Decía que en su casa no había “más que lo necesario para pasar el día y agasajar al visitante”.

“Agasajar al visitante”. El profeta lo contaba entre las necesidades básicas.

Me ha pasado llegar a una casa en la campaña marroquí y que inmediatamente los lugareños nos inviten a pasar al interior y nos agasajen con una mesa primorosamente servida, llena de delicias.

Aceitunas, masitas finas, aceite de oliva, salsas, a veces uno de tantos guisos deliciosos como preparan allá, esos enormes y riquísimos panes redondos y café o té. Y el té a la menta, la más arraigada tradición marroquí.

Los habitantes originarios de Marruecos son los bereber. Los árabes llegaron de Oriente, precisamente de Arabia, después de que Mahoma los uniera en un único pueblo con una única identidad, lo que les dio la fuerza necesaria para la conquista. Conquista que, como sabemos, no se agotó en el Maghreb sino que fue mucho más lejos dejando profundas huellas en el sur de Europa, las que son patentes aún hoy.

Los bereber fueron sometidos después de muchos años de revueltas y guerras, pero no eliminados ni asimilados. Se fusionaron y hasta hoy se mantienen y conviven.

En el reino natural, por ejemplo, se dio la cruza del caballo árabe (magnífico animal) con el caballo bereber (imponente también), lo que produjo un resultado feliz de animales excelentes que conservan muchas de las altas virtudes de las dos razas equinas que les dieron origen.

En el terreno de la música, las artes, la danza y otras tradiciones milenarias, la mayoría es preponderantemente árabe, pero no puramente árabe sino producto de esa fusión de culturas.

El refresco caliente

Entre todas estas simbiosis   -que son muchísimas, ya que este pueblo tiene una pasado riquísimo- hay una, si se quiere gastronómica, y que es el rito del té, muy pero muy popular. Sin embargo, esta costumbre es tan nueva que casi ni tendríamos derecho a llamarlo tradición.

Se conoce la fecha de la llegada del té a Marruecos. Fue en 1856, cuando el sultán marroquí Abd Al Rahman firmó el primer tratado de comercio con Gran Bretaña. Rápidamente, los ingleses introdujeron la maravillosa hebra originaria de India. Los marroquíes tenían ya la costumbre de infundir muchas hierbas, entre ellas la menta, y la combinación de estas dos herbáceas produjo un resultado tan afortunado como el de las cruzas de caballos: el té a la menta de Marruecos.

Esta bebida es absolutamente popular, no sólo en Marruecos sino en todo el mundo. El té es la segunda bebida más consumida del planeta, después del agua. Pero en los 44 o 46 grados centígrados del estío marroquí (y hasta 50°, a veces), la mezcla de infusiones de té y menta resulta especialmente apropiada. Su capacidad refrescante se estima diez veces superior a la del agua pura.

Es cuanto menos sorprendente, si no increíble, el efecto de frescura que produce esa bebida caliente.

El rito de la preparación merece ser descripto, porque no es menos que eso, un verdadero rito. Siempre es el “Maître Maison” (dueño de casa) el que lo prepara, aunque tiene derecho a delegar esa tarea en su esposa (o en una de sus varias esposas, porque la poligamia es legal aunque no común en Marruecos). Sólo si el anfitrión desea hacerle un gran honor al visitante, puede pedirle que se encargue de la tarea de acondicionar la mesa. Nunca he visto una cosa así, de manera que me imagino que se reserva para las visitas ilustres.

No puede usarse otro utensilio que una tetera marroquí. Las hay de muchos tamaños, capaces de contener seis vasos de té las más pequeñas y hasta treinta las más grandes que he visto. Siempre la capacidad se calcula en múltiplos de tres y, por supuesto, no es exacta porque los vasos no son idénticos, son cantidades aproximadas, pero tiene su importancia.

Las teteras tienen una forma más o menos standard y son, siempre, labradas exquisitamente.

Se coloca primero el té, en hebras y preferiblemente té verde, jamás un té de mala o dudosa calidad. La cantidad debe ser calculada. La experiencia del “Maître” le dicta el cuánto; es como para obtener una infusión más bien intensa, sin exagerar.

Se riega el contenido con una pequeña cantidad de agua muy caliente, a punto de hervor. Se deja reposar unos segundos y se agrega la menta.

Ésta debe ser fresca y sólo se usan los tallos tiernos con la hoja, y la parte más gruesa se desecha. La cantidad es generosa; el té marroquí sabe fuerte a menta.

Sobre la menta se posa un gran terrón de azúcar, se llena la tetera con el resto de agua y se trasvasa varias veces para oxigenar bien.

Plata o acero inoxidable

Se sirve sin cambiar de recipiente, en la misma artística tetera y sin colar, en una bandeja de metal también deliciosamente labrada que ha de ser de plata, según dicta la tradición, aunque el acero inoxidable ofrece un sustituto apropiado y a precio accesible, y con la cantidad de vasos necesaria para todos los invitados.

Los vasos suelen ser decorados. Algunos, los más finos y caros, muy deliciosamente labrados, y en ocasiones hasta con detalles en oro. Claro que eso no es lo más común.

Se sirven tres rondas de té. Se deja escurrir la infusión desde una altura considerable para que forme una delicada espuma. Dicen que el oxígeno así disuelto mejora el sabor. Y la maniobra contribuye también a enfriar un poco.

El vaso se llena hasta tres cuartos de su capacidad y se lo toma con el pulgar en la parte superior y dos o tres dedos en el fondo. Es importante no llenarlo en exceso pues la temperatura nos impediría tomarlo por la parte de arriba. El fondo es grueso y por eso al tacto se tolera normalmente bien. Además, en caso de exceso de calor, pueden usarse alternativamente unos dedos u otros. Pueden agregarse también tallitos de menta en los vasos.

El resultado es delicioso. Sabor intenso y exquisito y efecto refrescante inmediato.

Se conversa, se alaba a Allah, se negocia o simplemente se saborea sin hablar, depende del caso, pero siempre se disfruta.

La mezcla no se revuelve ni se agita, por eso el primer vaso resultará siempre más caliente y amargo, pues, si bien la infusión continúa en la tetera haciendo la mezcla un poco más intensa, el azúcar que permanece en el fondo se va concentrando cada vez más.

El último vaso, el tercero, resulta a veces demasiado dulce para mi gusto.

Dulce como la muerte

Existe un refrán en Marruecos referido al té. Está claro para mí que quien lo elucubró no fue un joven enamorado sino un hombre viejo, uno que conocía la vida por haberla sufrido.

Seguramente, de haber leído esta frase a mis veinte años la hubiera considerado un aberrante error. Tal vez dentro de unos años, “In'ch'Allah” (Dios quiera), la comprenda mejor.

Hoy la encuentro poéticamente hermosa y probablemente cierta. Dice:

“El primer vaso es amargo como el amor. El segundo es intenso como la vida. El tercero dulce como la muerte”.

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