Para arrancar esta historia es necesario aclarar una cosa: todos los periodistas, sobre todo los deportivos, somos fanáticos de algún club. Más grande o más chico, pero a todos le tira una camiseta.
Aclarado este punto, arranco...
Ese 26 de junio del 2011 no fue un domingo más. Me tocó vivir una de las peores semanas de mi vida (hablando de fútbol, claro). Es que la historia ya venía complicada desde el miércoles cuando se perdió 2-0 en Córdoba y había que remontarlo, sino podía pasar lo impensado, lo que a nadie se le había ocurrido… los que no debía pasar.
Fueron unos días tensos, donde dormí mal, comí peor, me lastimé los dedos de tanto comerme las uñas… tragué tanto veneno que creí que me iba a enfermar. Hasta que llegó el domingo.
Llegué a mi trabajo y mi jefe, un futbolero de ley, hincha de San Lorenzo y que sabe de códigos, me dijo que no me quedara en la redacción porque todos iban a estar viendo el partido y me mandó a cubrir un partido de la Liga Mendocina.
Cuando llegué al “Jardín del Bajo”, en Luján, la cancha estaba casi desierta. Entre jugadores, cuerpo técnico, policías, periodistas y gente del club no llegábamos a 70 personas. A ese panorama desolador se le sumaba que el único colega que estaba conmigo es hincha fanático de Boca. Nada podía salir bien.
Encerrados los dos en la misma cabina de prensa, mi colega tuvo un gesto del que todavía hoy se lo agradezco. Es que se tuvo que bancar mi grito desaforado del primer gol, me escuchó insultar a los cuatro vientos por un penal no cobrado, me vio derrumbarme por el empate y me vio llorar por el penal atajado y el descenso consumado.
En medio de todo eso la crónica del partido había pasado a un quinto plano y Daniel se encargó de decirme “tranquilo, vos escuchá el partido que yo anoto todo y después te lo paso”. Códigos, más allá de la camiseta que tengas puesta.
Con mi alma a cuesta volví a mi trabajo esperando la gastada más grande y dolorosa de mi vida, pero lejos de eso me encontré con un abrazo paternal de mi jefe y el respeto de mis compañeros de trabajo que no me dijeron nada y me dejaron que me vaya con mi pena a tratar de hilvanar frases para contar un partido que nunca observé.
En ese momento las redes sociales no eran lo que hoy. Facebook estaba en apogeo y todo lo que publicabas ahí se viralizaba rápido.
Era tanta mi pena que en la foto de perfil le agregué un listón negro, de luto… hasta que un mensaje me trajo de un tirón a la realidad.
Un amigo de la vida, enfermo hincha de Boca, tenía a su hijita internada y cuando vio el moño negro me escribió desde el buffet de la clínica y me hizo entender que eso no era el fin del mundo, peor era tener a tu bebé con un futuro incierto… y el moño negro desapareció del perfil.
Así fueron las horas pre y post descenso de River en el 2011. Una sensación que no se las deseo ni a mi peor enemigo.
¿Es una mancha de las que nuestros primos se agarran para gastarnos?
Sí, pero después de ese mensaje de mi amigo comencé a mirar el fútbol de otra manera, la padecí un poquito menos y aprendí a convivir con la gastada bien intencionada de mis amigos y seres amados, porque al final de cuentas el fútbol es eso: folclore y amistad.