Controversial, con momentos de alegría por el recuerdo de aquella zurda exquisita y poderosa, llanto y congoja por el dolor del adiós y bronca por el descontrol. Así, como una síntesis de la vida misma de Diego Armando Maradona, el astro del fútbol mundial, fue la multitudinaria despedida fúnebre ayer en Buenos Aires, después de su muerte a los 60 años por una insuficiencia cardíaca.
Cuando el reloj marcó las 19.45, los restos mortales del ex futbolista fueron descendidos bajo el verde césped del cementerio privado Jardín de Bella Vista, 40 kilómetros al oeste del Obelisco porteño, al lado de Doña Tota y Don Diego, sus padres. Lo acompañaron en ese crepúsculo sus familiares y amigos de toda la vida.
Desde el coche fúnebre hasta la última morada, el ataúd fue llevado por sus hijas Dalma y Jana, su hermano Raúl “Lalo” Maradona, su sobrino Daniel López Maradona y Guillermo Coppola, su histórico ex representante. Excepto este último, el resto son las personas que estuvieron más cerca del astro desde que fue operado el 4 de noviembre, pero tras años de distanciamiento y pelea familiar incluso en los tribunales.
Cientos de miles de personas, entre desconocidos, fanáticos y personalidades reconocidas, lo habían despedido a lo largo de algunas horas en la sala velatoria que se improvisó en la Casa Rosada, desde las 6 de la mañana. La ceremonia hubiera durado trece horas, por autorización de la familia, pero hubo un final imprevisto por los graves incidentes que se desataron en las inmediaciones.
A las 13, la fila de gente recorría veinte cuadras, por las avenidas de Mayo y 9 de julio, hacia el barrio de Constitución. El Gobierno se había percatado que una ceremonia de diez horas como inicialmente se planificó era una pésima idea. Y, tras la negativa familiar de extender la despedida, envió a la Policía Federal y Porteña a interrumpir la peregrinación a los 500 metros, avisando que ya no habría tiempo para que todos pudieran ingresar al Salón de los Patriotas Latinoamericanos.
En custodia del féretro estuvo, todo el tiempo, Claudia Villafañe, la ex esposa de Maradona. También acompañaron cuatro de los ocho hijos del fallecido: Dalma (33), Giannina (31), Jana (24) y Diego Fernando (7). Diego Junior (34) no pudo llegar desde Italia porque está internado, aislado, con Covid-19. Y de las tres hijas cubanas nada se informó.
Dos personas no pudieron asistir por tener el ingreso prohibido por la familia: Matías Morla, abogado del ex número 10 de la Selección argentina, y Rocío Oliva, quien fue la última pareja durante seis años. Ella se acercó a la Rosada, pero la seguridad la mandó a hacer la fila de los fanáticos porque no estaba en la lista de seres queridos. Verónica Ojeda y Cristiana Sinagra, madres de los dos hijos varones, sí se despidieron. La primera personalmente, la europea con una carta.
Una jornada de descontrol
Cuando las fuerzas de seguridad avisaron a los fanáticos que no iban a poder ingresar todos empezaron los incidentes. En principio, hubo corridas y empujones. Pero la multitud empezó a ponerse nerviosa y las vallas de Avenida de Mayo que generaban un callejón hasta el cajón fueron derribadas. Los agentes abrieron fuego con balas de goma. Y para apaciguar la situación, la familia decidió extender el velorio hasta las 19. Pero esto no calmó a los seguidores.
Cerca de las 14.30, la barrabrava de Gimnasia -el club del cual Maradona era el director técnico- tomó la posta y se agolpó contra el perímetro de la Casa Rosada. Minutos después, como los portones de la calle Balcarce 50 habían sido cerrados para evitar una estampida, se treparon y saltaron las rejas. Más de cien hombres, en su mayoría jóvenes, ingresaron intempestivamente al edificio gubernamental.
Lo que había sido una vigilia tranquila y festiva en el Obelisco durante la noche y un peregrinar ordenado en la mañana se convirtió de pronto en un desborde total. Hubo más corridas, empujones, gritos. El presidente Alberto Fernández y su jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, salieron a un balcón con ánimo de calmar a la multitud, pero no lo lograron. Bajaron y salieron por Balcarce 24 para pedir tranquilidad, pero tampoco nadie hizo caso. Ahí, agentes policiales tiraron balas de gomas y gases lacrimógenos.
Para entonces, el patio de las Palmeras (el corazón de la Casa Rosada) fue tomado por los barras. A pocos metros estaba parte de la familia, el Presidente y la vicepresidenta Cristina Fernández, quien llegó a las 14.30 y tras saludar a Villafañe tuvo que recluirse en la oficina del ministro del Interior, Eduardo de Pedro. Pasadas las 15, se tomó la decisión de mudar el féretro al Salón de los Pueblos Originarios.
Afuera, el caos. Más balas de goma y gases, botellas y piedras volando por los aires, vallas derribadas, corridas, heridos y decenas de detenidos. Todo se había empañado. La transmisión oficial de televisión se cortó. Y el único intento para reabrir las puertas había fracasado por temor a una estampida peor. A las 16, la familia decidió que el velorio había terminado. Y el Gobierno organizó la salida del cortejo.
Fernández, Cristina y De Pedro habían consultado antes con la familia sobre si había posibilidades de extender la ceremonia para permitir que más hinchas del “diez” pudieran ingresar y que la ceremonia terminara mejor, pero hubo negativa. En las calles solo había gente con bronca por haber esperado tantas horas y no tener el acceso. Y también había violentos y personas pasadas en el consumo del alcohol. El centro porteño se convirtió en una zona de varios puntos de batalla campal.
La coordinación del velatorio se encontraba a cargo de Presidencia. Y en las afueras de la Casa Rosada hubo un fortísimo operativo de seguridad integrado por 1.200 agentes de la Ciudad, la Federal, Gendarmería y la Policía de Seguridad Aeroportuaria. También hubo personal de Protección Civil de Seguridad nacional y funcionarios del Ministerio de Defensa. Tras el descontrol, el Gobierno dejó entrever que todo había ocurrido por la intransigencia familiar de hacer una ceremonia más extensa.
Finalmente, a las 17.42 el ataúd con el cadáver de Maradona fue cargado en el auto fúnebre, que tres minutos después partió de allí. Pero como ya todo se había desmadrado, no se cumplió con el recorrido anunciado. En una “cápsula de seguridad”, el coche tomó por avenida Paseo Colón, subió a la Autopista 25 de Mayo, continuó por la Perito Moreno y luego por el Acceso Oeste hasta el Camino del Buen Ayre y bajó en calle Roca hasta el cementerio.
La despedida del ídolo más popular del país terminó con violencia y tensión, con las miserias más indeseadas expuestas a los ojos del mundo. Quedó la impresión de que no se le pudo dar un hasta siempre pacífico y amplio, a pesar de que cientos de miles hicieron todo lo posible para expresar su gratitud subiéndose a las terrazas de edificios y puentes de autopistas al paso del cortejo fúnebre. El Gobierno había anunciado una transmisión en directo de todo el trayecto final, pero no lo cumplió en un verdadero papelón.
Y ahí quedaron los hinchas de todos los clubes, los fanáticos del fútbol que gritaron sus goles en la Selección, los que lloraron con la Copa del Mundo de 1986. Ahí quedaron con la incredulidad de haber vivido el día que jamás quisieron que llegara. El Diego humano, de carne y hueso, el que salió de Villa Fiorito y conquistó todas las latitudes con la pelota, ese que una vez dijo que nunca pretendió ser ejemplo de nada, se había ido para siempre.