Mucho antes de que la noticia de su muerte estremeciera el corazón del pueblo argentino, Diego Armando Maradona había logrado en vida lo que Carlos Gardel, Eva Perón y Ernesto “Che” Guevara consiguieron sólo después de dejar este mundo: ser un mito argentino. Pero el precio que pagó por ello, acaso fue el más elevado de todos: no poder vivir su propia existencia. O vivir muchas en una sola.
Diego fue muy feliz y nos hizo muy felices a todos los argentinos. Su imagen levantando la Copa del Mundo en México representa, quizá, una de las postales más fuertes de la argentinidad. Pero también fue muy infeliz y nos hizo muy infelices. Pero nunca tanto como en estas horas amargas en el que las lágrimas de millones de habitantes de este suelo futbolero como pocos empapan la bandera celeste y blanca que Maradona defendió como pocos o como ninguno dentro de las canchas del mundo.
Parece un exceso patriotero. Pero es así. Maradona representó lo mejor y también lo peor de las esencias nacionales. Eduardo Galeano, el célebre escritor y periodista uruguayo, lo definió con maestría: “Diego Armando Maradona fue adorado no sólo por sus prodigiosos malabarismos, sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses”. “Cualquiera podía reconocer en él una síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos masculinas”, continúa Galeano: mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable. Pero los dioses no se jubilan, por muy humanos que sean. Él nunca pudo regresar a la anónima multitud de donde venía. La fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero”, dijo. Y cuesta no compartir esa mirada.
Un trabajo insalubre
Además de haber sido el más grande futbolista de la historia del fútbol argentino y, para muchos, el mejor del mundo de todos los tiempos, le tocó desempeñar, con dedicación exclusiva, el trabajo más estresante e insalubre: ser Maradona. El hombre más famoso, más amado y más odiado del planeta. Aquel al que lo llegaron a comparar con Dios.
Para poderlo soportar, para protegerse de las furias arrasadoras de la celebridad, la gloria, la fortuna y las tentaciones marginales que venían en ese combo endiablado, Diego debió crear su propio personaje: Maradona. Fernando Signorini, su preparador físico personal y una de las personas que mejor lo conoció, acuñó una frase que lo sintetizaba: “Con Diego voy a todos lados, con Maradona no tomó ni un café”.
O sea, coexistieron siempre un Diego cálido, leal, sensible, divertido, solidario y amigo de sus amigos. Y un Maradona capaz de gestos brutales de desprecio, atropello y arbitrariedad hacia todo aquel que no hiciera lo que él quisiera, cuando él quisiera y del modo en que él lo quisiera. El hombre y sus bestias vivieron en el mismo cuerpo. Y aparecían inesperadamente en cualquier situación, con diferencia de minutos. Incluso de segundos. Lo mejor de lo bueno y lo peor de lo malo luchaban dentro de él.
Todos estos Maradonas (y algún otro también) se resumieron juntos en una histórica tapa del suplemento deportivo del diario La Nación, cuando Diego cumplió 50 años en 2000. Las fotos de sus caras, pegadas una al lado de la otra, contaban su biografía en una impresionante crónica visual, más elocuente que cualquier texto. Reflejaban todas las vidas que Diego vivió dentro de la suya. Y todos sus estados de ánimo. Cara y contracara, todo el tiempo. Resultaba agotador vivir así. Diego lo hizo durante 60 años. Hasta que su corazón detuvo su alocado galope.
“Maradona abrumaba por ser capaz de llevar al paroxismo todos los ingredientes que caracterizan al ser humano: el amor y el odio, la bondad y la crueldad, la humildad y el narcisismo, la desconfianza y la indefensión”, escribió hace 30 años el periodista Bruno Passarelli, corresponsal en Italia de la revista El Gráfico y de trato frecuente con Diego durante su imperecedero paso por el Napoli, entre 1985 y 1991.
Otro periodista, Guillermo Blanco, quien siguió para El Gráfico la impactante aparición de Maradona en Argentinos entre 1976 y 1980, su paso por Boca en 1981, y fue su jefe de prensa entre 1982 y 1985, coincidía con aquel enfoque de Fernando Signorini: “Ha ido cambiando mucho, pero el verdadero Diego se quedó dentro del otro. Yo me lo imagino en Villa Fiorito corriendo con un barrilete que llevaba el nombre de Maradona. El barrilete se le fue para arriba y ahí anda por el mundo. Diego se quedó abajo con arrebatos de humanidad maravillosos”, comentaba Blanco con emoción.
Un viaje único
Diego parecía compartir esta mirada: “Yo era un pibe de Fiorito que jugaba más o menos bien a la pelota. Un día me pegaron un voleo en el traste, me mandaron a la cima del mundo y ahí me dejaron solo”, dijo alguna vez cuando le preguntaron cómo había sido su vida. En el viaje le pasó todo lo bueno y todo lo malo.
Tuvo en sus manos la Copa del Mundo en México ’86 y estuvo tres veces al borde de la muerte antes de este desenlace. Conoció el poder del dinero y el de la droga. El sol a pleno de los estadios repletos que vivaban su nombre y la noche oscura del vicio y el pecado. Las mansiones más caras y las frías camas de los hospitales y los neuropsiquiátricos. Los elogios más encendidos de los periodistas y la letra escueta de los partes médicos.
Maradona hizo esperar en una audiencia en pleno Vaticano al papa Juan Pablo II y pasó horas extasiado en La Habana conversando con su adorado Fidel Castro, quien también murió un 26 de noviembre, pero de hace cuatro años. Trató con reyes, presidentes, dictadores, empresarios, narcos y capomafias. Se casó con su novia Claudia Villafañe en una ceremonia principesca y luego la traicionó de todas las maneras posibles.
Negó hijos y después los reconoció. Formó familias y las deshizo. Su increíble magnetismo personal, todo lo que él provocaba sólo con entrar a un estudio de televisión, al despacho de un ejecutivo, a un vestuario o a una cancha, lo salvó muchas veces. También lo condenó. Lo hizo sentir impune, más allá de todo. Hasta el último momento, sólo una ley acató Maradona: la de sus propios deseos.
Prisionero de su personaje
En estos 60 años, muchas veces Diego debe haberse sentido prisionero del personaje que armó como coraza protectora. También debe haberlo odiado. Cuando comenzó a hacerse inmensamente famoso, todas las simples cosas de la vida cotidiana, comunes a millones de personas, le resultaron vedadas.
El tumulto, el bullicio, el asedio de los periodistas y de la gente, y la violación de su intimidad fueron constantes. E ir al cine o al teatro, a cenar con su familia y sus amigos, salir de paseo en su auto o de compras a un supermercado o a un shopping, una misión imposible.
Guillermo Cóppola, su representante entre 1985 y 1990, sus años dorados en lo deportivo y lo económico, contaba que la única manera para que Diego pudiera cenar a solas con su familia en Nápoles era hacerlo a medianoche, cuando los restaurantes ya habían cerrado. Y que las compras para su casa las hacía de madrugada, luego de que el propio Cóppola gestionaba que los supermercados estuvieran abiertos hasta tan tarde sólo para él.
Las luces potentes de los reflectores lo apuntaron por primera vez cuando tenía 17 años y saltó a la primera de Argentinos Juniors: nunca más lo soltaron. La vida de Maradona la vimos y la vivimos todos. Primero, en blanco y negro; y luego, en colores. Seguramente recordaremos con el tiempo dónde estábamos o que estábamos haciendo en el preciso instante en el que se conoció su muerte.
Sus éxitos y sus derrotas, sus grandezas y sus miserias, sus crisis y sus resurrecciones, sus peleas y sus reconciliaciones también fueron un poco nuestras. A diferencia de Lionel Messi, en torno del cual su familia ha tejido una gruesa malla protectora, Diego vivió a la vista del mundo como si las paredes de sus casas fueran de material transparente. Llegaron a hacer volar drones por encima de su casa, cuando lo llevaron al barrio privado de Tigre donde dio su último suspiro.
Más grande que el fútbol
Quedarse con el futbolista genial, con el autor de dos de los goles más celebres de la historia, marcados a Inglaterra en el mismo partido del Mundial de México ’86 y con diferencia de 10 minutos, con el manipulador de las más grandes emociones populares que la Argentina haya vivido en los últimos 40 años, es hacer un recorte mezquino. Maradona ha logrado ser más grande que el fútbol mismo. Para el escritor mexicano Juan Villoro, es “la figura más fabulosa que ha producido el fútbol dentro y fuera de la cancha”.
Por eso dolió tanto verlo tambaleante y balbuceante el día de su cumpleaños, cuando incomprensiblemente fue llevado a la cancha de Gimnasia y Esgrima La Plata para recibir un homenaje a puertas cerradas que terminó siendo una cruel despedida. Quisieron extraerle la última tajada, sacarle el último beneficio a él, que lo había dado todo y acaso ya no tenía más nada para dar.
Había esperanzas de que la operación cerebral en la que se le extrajo un hematoma subdural, el 3 de noviembre pasado en Olivos, al norte del Gran Buenos Aires, representara la estación terminal de sus últimos sufrimientos. Pero no fue así. Cuesta (y costará mucho) escribirlo, decirlo y creerlo: Diego Maradona emprendió su viaje al otro lado de las cosas.
Partió la persona, el ser humano egocéntrico, complejo, apasionante, polémico, arbitrario, querible y odiable, tan humano y tan divino, todo junto y al mismo tiempo. El jugador fenomenal e irrepetible, el capitán de la selección argentina campeona del mundo en México ’86, el mito y la leyenda, el orgullo del pueblo argentino serán inmortales. Seguirán viviendo en cada imagen y en cada recuerdo de millones de admiradores del fútbol de todo el mundo.
Como dijo Jorge Valdano: “Diego se fue a México en un avión y volvió montado en el caballo blanco del general San Martín”. Nadie nunca podrá bajarlo de allí. Ni la muerte que se lo llevó en un mediodía gris y triste de toda tristeza.
*Este texto fue publicado originalmente por La Voz. Se reproduce aquí con la autorización correspondiente.