Este humilde escriba no teme decirlo: lejos está de las creencias religiosas. Sin embargo, nobleza obliga, la definición de ayer algo tuvo de divino. Sin ánimo de equivocarnos, la consagración xeneize contó con un Dios que digitó todo lo ocurrido. Si no, no tenemos forma de explicar qué fue lo que pasó a lo largo de 90 minutos en La Boca y Avellaneda: goles impensados, penales que nadie quiso ver y arqueros convertidos en muralla para ahogar el grito más sagrado que tiene este increíble deporte. Todo eso y más, con nombres propios que quedarán marcados a fuego en la historia viva del fútbol argentino.
Porque Boca sufrió ante Independiente. El Rojo saltó al campo de juego de La Bombonera decidido a arruinar la fiesta xeneize y en el complemento lo puso en aprietos. Mientras, del otro lado llegaban noticias que no ayudaban: gol de Racing, empate de River y penal para la Academia ¡a 3 del final! Todo eso con una pantalla que se partía entre dos canchas para contar lo que podría haber sido el 2-1 para la Academia. Sin embargo, las manos de Armani (si, si, no estamos fabulando) le dijeron que no a Galván y a todo ese pueblo blanquiceleste que tuvo al consagración a tan solo doce pasos.
El Dios xeneize, a esa altura, se entretenía mirando como las emociones iban de un lado al otro. De La Boca a Avellaneda, en una definición no apta para cardíacos. Incluso, de forma imprevista -solo posible de imaginar en la mente de un director de cine delirante- el segundo empate del Rojo llegó de la mano del 1-1 de Borja en el Cilindro de Avellaneda.
Todo a mil, adaptado al vértigo propio de un fútbol argentino que juntó fechas para poder finalizar la competencia antes de Qatar, aun a costa del físico de los propios futbolistas.
Gago sufría en Avellaneda ese feo remate de Galván, demasiado anunciado, e Ibarra padecía la tensión propia de un duelo donde Independiente puso a sus hombres cara a cara con Rossi durante varios tramos del encuentro. Ni de uno, ni de otro. O de los dos. Un Dios burlón que elegía reír a costa de terceros.
El país paralizado con una definición inesperada, a la altura de un fútbol argentino que durante la semana se cargó de suspicacias y no supo donde guardarse las profecías no cumplidas. Bocones de escritorio, incapaces de comprender que el honor del futbolista no se mancha.
Mientras, desde arriba, sin perder la compostura, Juan Román Riquelme volvía a mostrarse ganador. Al fin y al cabo, el Dios xeneize, ya sabe de estas cosas.