El 18 de diciembre de 2022 significó un antes y un después para toda persona futbolera que creció viendo videos del ‘78 y del ‘86 y que no pudo disfrutarlos presencialmente, envidiando a cada uno de los testigos de aquellas viejas glorias. En mi caso particular, siempre puse el foco en el año de nacimiento de las personas, es decir que si nacieron antes del 29 de junio de 1986, yo les tenía un profundo resentimiento por haber presenciado algo que a mi no me fue permitido.
Lo cierto es que durante el Mundial de Qatar 2022, la experiencia me dijo que no me ilusionara. Mi primer recuerdo mundialista me retrotrae a Corea-Japón 2002 y aquel equipo arrollador en la previa, pero cansino durante la competencia. Luego pasamos a Alemania 2006, la cúspide del proyecto de juveniles de Pekerman, donde mis ojos fueron testigos de un equipo compacto, que trató muy bien al balón y que estaba para más si no hubiera sido por un maldito papel en la media de cierto portero alemán.
Al igual que en la última edición de Qatar, durante la previa del 2010 se propagó (gracias a la aparición de Facebook y de un mundo más global) una catarata de coincidencias respecto a lo ocurrido en México ‘86: veníamos de presenciar un campeonato nacional obtenido por Argentinos Juniors, una clasificación al Mundial caótica, la presencia de Maradona y Bilardo trabajando a la par, Corea del Sur rival en fase de grupos, etc. De más está decir que la decepción fue total. El baile sufrido contra Alemania 0-4 en cuartos de final me persiguió hasta el año pasado.
Es por ello que la final contra Francia no solo fue un desahogo para el pueblo argentino, sino que presenciamos un despliegue futbolístico nunca antes visto. Fueron 70 minutos de BAILE, un espectáculo para nuestros ojos, un deleite, un desquite personal para toda una generación que sufrió con las derrotas de Messi y compañía. Hasta aquellos fatídicos 30 minutos finales, sumados a la agonía del alargue, que me hicieron replantear ciertas cosas.
Por ejemplo, durante el mano a mano de Kolo Muani con Emiliano “Dibu” Martínez, fueron milésimas de segundos en las que pensé diferentes cuestiones: desde largar para mis adentros un “no puede estar sucediendo otra vez” a darle la razón a todos aquellos artículos extranjeros que criticaban a nuestra nación por no tener jugadores afroamericanos y pensar que quizás sea una buena idea para un futuro tener una delantera conformada por un Diego Dembelé, un Lucas Touré o un Martín Diawara.
Hay que darle las gracias al Dibu por esa pierna milagrosa y por transmitirnos la confianza de que en los penales lo lográbamos. También le agradezco a él y a todo el equipo por ese abrazo inolvidable junto a mi viejo, ambos bañados en lágrimas. Para mí, que crecí con las leyendas de las gestas de los campeones argentinos y con los elogios al Brasil del ‘70 (que tenía un mediocampo con cinco números 10), resulta reconfortante decir que vi a una Argentina que no cedió al fútbol de moda de los extremos, el portento físico y los famosos jugadores rapiditos y que, en su lugar, priorizó el juego colectivo y la guapeza.
Además, tal como sucediera con aquel equipo comandado por Pelé, Lionel Scaloni realizó un planteo inédito en nuestra historia, con un mediocampo titular conformado por jugadores nacidos como enganches como es el caso de Rodrigo de Paul, Alexis Mac Allister y Enzo Fernández. Mientras que en el banco aguardaban otros como Alejandro “Papu” Gómez, Leandro Paredes y Thiago Almada. Eso sin contar con la presencia de un tal Lionel Messi, quien jugara en todas las posiciones de ataque y que hoy, ya en una posición más cerebral, tiene argumentos suficientes para decir que es el mejor de la historia.