La pregunta inicial del título nos trae algunos conceptos a pensar. Una línea sería descubrir a qué llamamos vínculos e incertidumbre y, otra, sugiere que para crear y sostener vínculos habría que hacer un esfuerzo mayor en tiempos de crisis, de incertidumbre… en fin, de pandemia.
Considero que, si bien es cierto que la palabra incertidumbre forma parte del vocabulario común, tendríamos que ver qué lugar le damos en el contexto vincular y social. Por eso me parece importante poner a trabajar este concepto para dar lugar a que circulen nuevas ideas.
La incertidumbre en lo cotidiano
Podríamos decir que la palabra incertidumbre significa que algo falta. El prefijo “in” enfatiza la falta y lo que falta es la certidumbre. Esta última es la que permite la producción de creencias que se convierten en convicciones. La incertidumbre tiene una cualidad de fragilidad y precariedad, a diferencia de los ideales de solidez y permanencia de la Modernidad.
También significa que hay una dificultad o un obstáculo para poder predecir el futuro, hecho que, en nuestro imaginario, otorga una sensación de seguridad. Desde este punto de vista, la incertidumbre se considera negativa porque produce mucho malestar. Frases como “no podemos hacer planes”, preguntas sin respuestas invaden nuestros pensamientos y, como analistas, también las observamos en nuestras consultas: cuándo voy a volver a ver a mi familia, cuándo volveré al colegio, cómo hago para conocer chicas si estoy acá encerrado, cómo podré tener a mi bebé, cómo voy a trabajar y dar clases a mis hijos, cómo va a ser la vida cuando esto se termine. ¿Y si se mueren todos los grandes y nos quedamos los chicos solos?.
Todo esto ha generado mayor ansiedad, angustia, miedos, depresión, accidentes domésticos, adicciones, ataques de pánico, trastornos en el sueño, situaciones de violencia familiar, entre otros síntomas. Pero también, en otros casos, han surgido nuevos proyectos como embarazos, mudanzas, más tiempo compartido o momentos de mayor intimidad con la pareja y los hijos, reinvenciones laborales y mayor contacto emocional con la propia realidad psíquica y la situación vincular de cada persona.
La pandemia puso en evidencia cuán ligados, interconectados y entramados estamos todos los seres vivos en este planeta incluida la naturaleza, que experimenta todo el tiempo distintos tipos de alianzas entre los elementos heterogéneos. Esto demostró que no vivimos aislados y que no estamos solos. La vida siempre es convivencia y el vivir implica “contagiarse” y afectarse mutuamente de un amplio abanico de emociones, incluidos los “virus”.
Este acontecimiento es una situación inédita, con efectos globales y que produjo un quiebre en nuestra vida cotidiana. Sólo después comenzamos a encontrar algunas causas posibles y vamos dándole sentido a esta situación. Pero, a priori, no tiene antecedentes. Por lo tanto, es una experiencia única por la que nunca habíamos pasado y en la que no sabemos qué va a suceder.
Las nuevas complejidades
Debido a esto, la pandemia destapó la complejidad de diferentes niveles sanitarios, económicos, sociales y políticos en los que estamos inmersos y puso en evidencia los procesos de captura subjetiva en los que estábamos funcionando en este mundo vertiginoso. Esto quiere decir, que surgió intempestivamente y nos desestabilizó de las formas que conocíamos hasta ahora, nuestras formas de vivir, de trabajar, de dar clases, los chicos perdieron su territorio en el colegio con sus amigos y sus maestros, y nos pusieron en la necesidad de crear nuevas situaciones y espacios.
Entonces en los mundos más íntimos de cada uno hubo muchas situaciones de crisis individuales, donde surgió la necesidad de ver quiénes somos, para dónde queremos ir, con quiénes estamos viviendo, qué vínculo tenemos con ellos, etc. Frases como “la cuarentena me rompió todo el orden, todo lo que tenía organizado para este año no lo puedo hacer”, “todo es un caos”. Yo preguntaría: ¿Qué orden? ¿Todo?.
Este es un problema con el que convivimos los humanos que se puso más en evidencia en esta situación de la cuarentena. Los “todos” son generalizaciones que no permiten ver las diferencias singulares de cada situación y el “orden” de las certezas cotidianas que nos hacen pensar que tenemos todo planificado o que podemos firmar contratos para el futuro y que son para siempre e inamovibles. En realidad, son pequeños momentos fugaces de ilusiones de seguridad.
Justamente, creo que el problema de la contemporaneidad es el despedirse de los ideales absolutos de la Modernidad porque produjeron transformaciones en los espacios como las instituciones, la familia, la educación y el Estado que antes nos permitían sostener esa ficción de quietud y estabilidad porque representaban estructuras con contornos, lugares y funciones bien definidos. Ahora hay nuevas formas de vincularse entre padres e hijos y en las relaciones de pareja, que crearon nuevas configuraciones familiares.
En las problemáticas vinculares de pareja y de familia vemos siempre mucha dificultad para escuchar al otro. Muchas veces escuchamos más discursos con certezas: “Lo que dije es”, “no me entendés”, “no me escuchás”, gente que habla haciendo monólogos dialogados donde se preguntan y se responden a sí mismos. O, por ejemplo, cuando al hablar, el otro está pensando en lo que va a decir sin escuchar lo que le están diciendo, poniendo en evidencia una necesidad mayor de hacerse escuchar, que de hacerse oír.
El diálogo requiere un dar lugar, pensar, vivir y habitar juntos un espacio con otro, lo cual lleva a pertenecer y ser parte de una relación. Agudizar el buen oído y la sensibilidad para escuchar al otro implica cuestionar nuestros prejuicios, certezas y salir de nuestras áreas de confort, lo que nos lleva a un mayor esfuerzo y trabajo emocional. Es decir, requiere un escuchar y hacernos oír para transformar el habla en un diálogo significativo. Nos pone en una situación imprevista, de incertidumbre, porque tenemos que abrir el juego a lo no conocido, a lo diferente para generar un verdadero encuentro con el otro para crear un vínculo.
El desalojo de la seguridad
Hay que aceptar que cualquier intercambio nos desaloja de nuestras posiciones seguras porque exige la capacidad de tolerar la falta de reconocimiento del otro y la capacidad de pisar arenas movedizas.
Un ejemplo que ilustra un encuentro vincular del que estoy hablando es el documental “Mi maestro, el pulpo” que se encuentra en la plataforma de Netflix. Cuenta la historia de un hombre que está en crisis, en un momento personal de oscuridad e incertidumbre, y vuelve a la playa de su infancia en Sudáfrica. Ahí empieza a ir todos los días a bucear sin traje de neopreno en las aguas frías del océano y pasa, de ser un extranjero, a ser parte del hábitat.
El hombre traza las reglas del juego, empieza a ir todos los días, busca y sigue las huellas del pulpo, se pone a sí mismo esas tácticas, pero nada le garantiza que se produzca ese encuentro. Es algo que surge en la inmanencia, en lo espontáneo de la situación vincular.
Entra en un medio y espacio que son ajenos a él, pero el mar y el pulpo lo hospedan. Se tocan, y ese tocar sus cuerpos tiene efectos en ambos, se empiezan a conocer, surge la confianza, empiezan a jugar y se produce un encuentro. Es algo que produce extrañeza y apertura a lo nuevo, a lo desconocido.
Otro tema que se pone en evidencia en el documental es que, para habitar un vínculo, hay que mantener la diferencia, porque el hombre no interfiere en la vida del pulpo. Una relación con otro no es imitar o copiar a otro, sino que hay una producción vincular que lleva a un devenir a otra cosa.
Un vínculo es el resultado de esa tensión permanente entre lo que nos identifica, allí donde somos iguales y, a su vez, lo que nos interfiere, la presencia del otro, lo diferente. Estas diferencias nos separan de lo que somos, nos descolocan y nos hacen devenir otros. En el mejor de los casos, nos pone ante una exigencia de creación y adaptación. Y en el peor de los casos, nos inmoviliza y nos deja en una posición de nostalgia.
En ese encuentro, el hombre deviene otra cosa del que era antes. A su vez, el pulpo, del cual investigaciones científicas afirman que es un animal profundamente solitario, en ese vínculo también se afecta y se transforma deviniendo amigo o compañero de este hombre.
Surge una experiencia emocional, que lo lleva al hombre a tener presente al pulpo aun estando afuera del agua. Cuando nos apropiamos de esas experiencias emocionales, recién ahí podemos ponerlas en palabras, a tal punto que este hombre cineasta hace este documental.
Como vemos, cualquier vínculo tiene un potencial azaroso, donde se puede originar un despliegue creativo, inesperado e imprevisto nacido de las diferencias entre dos o más sujetos.
La importancia del otro
Siempre la presencia del otro va a ser lo diferente, lo imprevisto lo que no se conocía ni se pensaba anteriormente y que va a jugar un papel importante. Esta perspectiva de pensar lo vincular nos abre a dos escenarios posibles: o nos quedamos pegados a la confusión, la irritabilidad, el aturdimiento y la angustia porque el otro y los nuevos acontecimientos cuestionan y desorganizan nuestros anhelos de certezas y verdades absolutas, dando lugar a frases como “cuando volvamos a la normalidad”, “los buenos viejos tiempos”, que nos llevan a la melancolía, o damos lugar a la incertidumbre, a lo intempestivo, a lo indeterminado, a las dudas y verdades relativas para dejarnos transformar por los nuevos acontecimientos y poder devenir otros. Sabiendo que nadie vuelve al mismo lugar o, como dicen Gilles Deleuze y Félix Guattari: “A medida que uno se aleja de la casa, aunque sea para volver, ya nadie nos reconocerá cuando volvamos”.
Volviendo a la pregunta inicial del título, podríamos invertirla, ya que vemos que lo más importante, de hecho, es cómo dar lugar a la incertidumbre en los vínculos y no cómo escapar de ella. La psicoanalista Janine Puget le da el lugar de principio a la incertidumbre en la lógica vincular dado que lo considera “una herramienta básica para analizar la producción subjetiva en el presente y ahora”.
Entonces, teniendo en cuenta que la incertidumbre nos habita tanto en lo vincular como en lo social, tenemos que reconocer que nuestro planeta sufre muchas amenazas de eventos impredecibles. Vivimos y habitamos una época en un mundo de imprevisibilidad y vulnerabilidad, en el que permanentemente emergen diferencias que desestabilizan nuestras formas vigentes, una de las cuales es el COVID-19. Estas situaciones trastocan el piso de los lugares que habitamos, las creencias acerca de quiénes somos y de los grupos a los cuales pertenecemos. En base a esto, vamos viendo que los guiones o partituras que pensábamos que teníamos ya prefijadas y que creíamos que eran para siempre y absolutas, no lo son tanto.
Los que tienen más posibilidades de jugar y experimentar con lo no conocido y dar lugar a un aprendizaje para nuevas conexiones son los chicos, porque no habitan con tanta fuerza bajo la cúpula encerrante del lenguaje. El problema, para los adultos, es la dificultad para hacer emerger este potencial, dado que nos inclinamos rápidamente a apagarlo o redireccionarlo hacia los códigos y teorías socialmente preestablecidos, en contraste con los niños, que están más abiertos al asombro.
El niño, al jugar, va explorando el mundo mediante recorridos dinámicos, va cambiando las reglas del juego y no se queda adherido a ellas. Propone jugar al juego de la oca, pero después dice: “Esto no vale”, refiriéndose a una de las indicaciones y cambia los reglamentos e, incluso, los objetivos del juego. Esto hace que lo que antes era bueno para los jugadores, ahora no lo sea. Los nuevos códigos no son exteriores al juego, sino que empiezan a ser creados jugando en ese espacio de intercambio y de producción en ese espacio lúdico. En este sentido, el jugar va a estar siempre asociado a incertidumbre, a lo inesperado, a la libertad, a algo que no es fijeza absoluta, en fin, a creación e inmanencia.
Esto hace que un chico con más facilidad viva esta situación de pandemia como una situación de privilegio y diga: “Esto es histórico, se lo voy a contar a mis nietos”. En fin, ser contemporáneos implica dar lugar a lo imprevisto, a la incertidumbre que trae nuevos recorridos cartográficos vinculares, de la misma manera que un chico le da voz a los nuevos afectos, sentimientos e intensidades al jugar. Entonces, deberíamos reconocer que la vida es un viaje donde no tenemos un mapa fijo y estático a recorrer y, en ese camino, nos podemos encontrar con imprevistos más tolerables.
Pero, así como existen los imprevistos placenteros, también pueden surgir otras situaciones donde sentimos que todo pierde sentido, que nuestros mundos se desintegran y se disuelven, como este momento de pandemia. En estos casos, tendremos que ir creando nuevas experiencias como el cineasta de “Mi maestro, el pulpo”, que logró obtener luz en el medio de la oscuridad y le dio lugar a la incertidumbre a tal punto de convertirla en una oportunidad para un nuevo vínculo. En estos casos es donde podemos desplegar nuestro potencial creativo, espontáneo e inesperado. Y quizás, con la esperanza de que en esta situación aprendamos a cuidar y a hacer algo con el otro, puedan nacer nuevas formas de vincularnos.