Hay temas que preocupan mucho y con razón. El lado más oscuro de las tecnologías tiene sus cimientos en el abuso de la confianza del otro con fines espurios o deshonestos. Tal es el caso del grooming, el ciberacoso, la difusión de imágenes íntimas sin consentimiento o la violencia de género en las redes sociales.
Las nuevas tecnologías han alterado el modus operandi de los abusadores, creando nuevos escenarios a los que debemos responder con rapidez para no dejar desprotegidos a los niños, niñas y adolescentes.
Grooming
El término grooming es un anglicismo para denominar ciertas prácticas engañosas a través de las cuales los pederastas utilizan los medios digitales para formar vínculos con sus víctimas. En algunos casos puede terminar en contacto físico y, en otros, en el robo de imágenes íntimas para consumo de los pedófilos. En ambos casos, el daño a la integridad psicológica y emocional de las víctimas es terrible, ya que se trata de menores de edad en situación de vulnerabilidad. Algunos estudios dan cuenta de tres tipos de ofensores sexuales dentro del grooming (en inglés, groomers):
- 1. La persona adulta que quiere formar una relación sentimental con un menor de edad (abusador con vínculo de apego desordenado).
- 2. Quienes se centran en sus necesidades y consideran al menor de edad como una persona adulta (abusador adaptable).
- 3. Quienes coleccionan imágenes indecentes de menores (abusador hipersexualizado).
En todos los casos, el ofensor es un adulto consciente de sus actos que ve al niño o adolescente como un objeto o lo confunde con una pareja idealizada. Ahora bien, dado que se trata de menores de edad, la relación no solo no es simétrica sino que, además, la víctima no está en condiciones psicológicas o legales de consentir.
El ofensor sexual suele interpretar roles a través de las cuentas de sus redes sociales; se trata de personajes ficticios que crea alrededor de su personalidad real para hacer que su identidad digital parezca tener afinidad con la personalidad del menor.
Esta disociación entre la persona real y el personaje creado para interactuar es posible gracias a varios avances tecnológicos alrededor de las TIC. El problema es que, en Internet, se pueden compartir aspectos muy personales de nuestras vidas, como cuando se publica una foto de un cumpleaños, pero no lo hacemos de manera directa, sino mediada.
Esta mediación del mensaje es la que permite ocultar y disfrazar algunos aspectos para adecuar nuestro mensaje a su destinatario. ¿Quién no utilizó alguna vez un filtro de Instagram para mejorar la apariencia de una fotografía? O bien, ¿cuántas fotos sacamos antes de encontrar el encuadre y ángulo que más nos favorece? La mediación de los contenidos digitales, cuando es llevada al extremo, puede servir como instrumento de engaño. Los ofensores sexuales utilizan perfiles falsos para crear vínculos con sus víctimas e, incluso, llegan a mantener varias identidades digitales alternativas en las que se muestran como niños o adolescentes, es decir, en el mismo rango etario que sus objetivos, con un lenguaje hábilmente fingido y con los mismos gustos.
Una vez que se ponen en contacto con un menor, comenzará un proceso de identificación que dispondrá una ilusoria sensación de amistad. Al ganar confianza, el groomer dará espacio para que su víctima cuente aspectos íntimos de su vida. En este punto, el ofensor se mostrará comprensivo, narrará historias con problemáticas similares, se pondrá de parte del menor y le alentará a seguir compartiendo su intimidad.
Rápidamente, el agresor sabrá mucho de su víctima y podrá pasar al siguiente nivel. En algunos casos, se trata de solicitar fotos, videos o, incluso, un encuentro presencial. Aquí, puede que el menor acceda voluntariamente debido a la amistad que creyó construir pero, incluso, si comenzara a sospechar o sentirse incómodo con la situación, ya es tarde, porque el agresor consiguió elementos para extorsionar: puede ser un secreto personal o alguna foto inocente.
Aquí es donde tienen lugar las amenazas para que arriesgue una nueva transgresión so pena de revelar, ante los padres, algún aspecto privado de la vida de la víctima. También se manifiesta un mecanismo recurrente en el abuso infantil, que es invertir la carga de la prueba; así, el abusador le hace notar a su víctima que los errores que cometió en el camino le jugarán en contra. Si solicitó amistad, contó una infidencia o envió una foto, todos pensarán que la víctima es la culpable, que se lo buscó. Cuando el menor de edad piensa que nadie le va a creer, termina por acceder a los requerimientos ante la esperanza de no empeorar la situación.
Otras formas de violencia digital
En un nivel menos perverso pero, no menos preocupante, podemos observar otros tipos de violencia que quedan habilitados por la mediatización. Y es que, al parecer, muchas personas se sienten más inclinadas a cometer actos de violencia simbólica en la web cuando nunca se atreverían a hacerlo presencialmente, por ejemplo, la difusión de imágenes íntimas sin consentimiento (no confundir con pornovenganza).
En este escenario, lo que comienza con un acto de confianza entre dos personas enamoradas, termina en traición cuando una de ellas decide divulgar, sin permiso, las imágenes íntimas del otro. Aunque esta agresión aparezca en todas las edades, en el caso de los adolescentes puede tener un resultado irremediable si la víctima se siente insegura de su cuerpo o no puede manejar la carga de la condena social.
La mirada del otro puede ser un espejo cruel. Nuestra identidad está condicionada por la valoración que la sociedad tiene de nosotros. Así, cuando los demás tienen una buena opinión de nosotros, esto nos ayuda a construir una buena imagen de nosotros mismos.
De manera simétrica, las miradas de menosprecio y desaprobación, tienden a socavar el autoconcepto. Y, dado que vivimos en una sociedad machista que juzga con doble vara, las mujeres son las principales víctimas: la misma trasgresión sexual puede ser celebrada en un hombre y condenada en una mujer. En la Web, estos micro y macro machismos son multiplicados y amplificados hasta el hartazgo por los algoritmos. Y no es que las redes sociales estén programadas con sesgos o discriminación, es solo que sus algoritmos responden a las expectativas de consumo; para ser más claros: satisfacen el morbo social y la sociedad lo retroalimenta.
En las redes sociales se destacan influencers y modelos de cuerpos perfectos, ideales, inalcanzables. Pero hay que recordar que todas estas imágenes fueron pensadas para ser vistas: la iluminación, el decorado, los filtros y el Photoshop hacen que las imágenes que vemos sean cada vez más artificiales y distintas de los cuerpos naturales.
Por eso, cuando una persona pierde el control de sus fotos, queda expuesta en su intimidad y en su autoconcepto. Los comentarios en las redes sociales juzgan sin derecho a defensa y sin considerar el contexto. Es como si una imagen fuera evidencia suficiente de transgresión y pecado. Tal es así que hoy el acoso escolar también cobra sus víctimas en el mundo de la Web. Cualquier imagen puede servir para humillar o herir; poco importa si es real, robada, editada, fragmentada. Un vez en las redes, quienes quieran condenar podrán hacerlo porque no hay control.
En fin, los tiempos cambian y tendrán que cambiar las normas sociales. Es hora de crear una nueva cultura de convivencia digital.
Qué podemos hacer desde la educación
La primera línea de acción es la prevención. Debemos abordar estos temas en el aula, en cada uno de los niveles educativos y de manera gradual. En el nivel inicial, como en los primeros años de la escuela primaria deben crearse buenos hábitos de uso de Internet.
Más tarde, entre el paso de la primaria hacia la secundaria, dejar recomendaciones explícitas acerca de cómo contactar desconocidos en la red.
Y ya en la adolescencia, hablar el tema con franqueza, explicitar los riesgos y trabajar desde los enfoques transversales.
En todos los casos hay que instalar una garantía: que todos los niños, niñas y adolescentes pueden recurrir a los adultos ante cualquier situación que les genere angustia, ansiedad o dolor. Que no están solos y que no van a ser castigados, porque si el menor siquiera sospecha que le vamos a culpar, entonces, el agresor ya ganó. Que lo primero que salga de nuestros labios sea “te voy a ayudar”. Como padres, docentes o directivos tendremos que practicarlo hasta que se vuelva hábito.
Tarea para la casa
La rutina de la vida familiar puede encontrarnos cansados, distraídos o, simplemente, relajados. Expresiones sin mala intención tales como “si uno de mis hijos ve… en Internet, lo mato” son la semilla de culpa que hará germinar el groomer.
Por eso debemos vigilar, con cuidado, nuestro discurso ante nuestros hijos. Y si, acaso, equivocamos una respuesta, solo hay que esperar un momento de tranquilidad para enmendar: “Ahora que lo pienso, si te pasara a vos, yo me podría de tu parte”.
Que quede una idea clara: pase lo que pase, estaremos allí para ayudar.
Vino viejo en odre nuevo
Quizás parezca que las acciones de los abusadores son un problema digital, pero no es así. Si creemos que estas violencias son nuevas y producto de las TIC, entonces caeremos en la apresurada ilusión de que basta con dejar de usar la tecnología para hacer desaparecer todos los problemas. Muy por el contrario, el accionar de los pederastas, como la violencia hacia la mujer o el acoso escolar no son nuevos; solo cambiaron de forma. Los avances tecnológicos no pueden detenerse como tampoco su uso delictivo porque todo forma parte de nuestra naturaleza humana.
Lo que sí podemos hacer es adaptarnos a los tiempos que corren.
Enrique Ruiz Blanco es Doctor en Educación, Coordinador de Educación a Distancia en la Universidad del Aconcagua, Analista de Sistemas, Especialista en Docencia Universitaria y en Entornos Virtuales de Aprendizaje, además de científico Investigador del Instituto de Investigaciones de la Facultad de Ciencias Sociales y Administrativas de la Universidad del Aconcagua.
El grooming es un delito y debe ser denunciado ante la Justicia. Más información en: www.argentina.gob.ar/justicia/violencia-familiar-sexual | Por teléfono: llamar al 137 | Por WhatsApp, escribir a 11 3133-1000