Sin darnos respiro alguno, la realidad parece empeñada en acelerar, mientras hacemos lo posible para no perder un equilibrio cada día más difícil.
Nos vemos obligados a un ejercicio constante de adaptación a un mundo donde todo está a un simple clic de distancia, y el ejercicio de la libertad de expresión que las redes venían a amplificar parece haber devenido en violencia explícita e intolerancia creciente.
Hoy la discusión en las redes parece agotarse en la posibilidad de denostar, humillar y cancelar al otro, sin margen alguno para el intercambio de ideas que el universo digital prometía.
Hay un nuevo escenario que la palabra “hater” abarca: el de los odiadores que las redes multiplican desnaturalizando toda perspectiva de debate y reduciendo el intercambio a un simple juego de agravios, tal como lo corroboran episodios de los últimos días.
El del arquero del seleccionado juvenil sub-17 Jeremías Florentin, y no mucho antes el de la nadadora Delfina Pignatiello, agredidos con un grado de bajeza que se corresponde con la malevolencia imperante en las distintas plataformas.
Lo poco que algunos particulares han podido hacer en el plano judicial, las regulaciones de las mismas redes o los escasos avances regulatorios no parecen surtir efecto alguno sobre un fenómeno ya epidémico.
En los años recientes, muchas personas han optado por abstraerse de las redes para escapar a la posibilidad de convertirse en un blanco fácil, al constatar que la presencia en las distintas plataformas parece incluir un acuerdo implícito para aceptar la condición de víctima y ejercer la de victimario siempre que se pueda.
Y, definitivamente, nadie parece tener claro si nuevas y más estrictas restricciones o una política de sanciones más duras tendrán consecuencias positivas.
El odio en redes se ha transformado en una suerte de terapia gratuita para que toda suerte de resentidos ejerciten una psicopatía extrema, como en los casos de bullying que entre niños y adolescentes revisten una gravedad cada vez más indisimulable o las operaciones políticas relacionadas a la construcción de noticias falsas –las denominadas “fake news”–, que en nuestros recientes procesos electorales han cumplido un lamentable papel.
En cada uno de estos casos, puede apreciarse el estado emocional de una sociedad sin reglas, en el que se ha impuesto el desprecio por el otro como un ejercicio legitimado por la impunidad.
Por cierto, huelga señalar que no son las redes las violentas, sino la sociedad que acude a ellas para saciar su necesidad de humillar al otro como una forma de compensación que no tiene costo alguno y que ninguna herramienta que se ponga a disposición será mejor utilizada por la sencilla razón de que la tolerancia y los modos elementales de convivencia devienen de procesos educativos consecuentes.
Porque hoy más que nunca ya no se trata de formar usuarios digitales, sino ciudadanos a secas, y ese es un trabajo de tiempo completo.
Como sea, el sueño de una democracia cotidiana ejercida horizontalmente a través de las redes está crujiendo de manera ostensible. Hay valores que no se pueden dejar de lado por las novedades tecnológicas.