Las informaciones sobre los derechos de los pueblos indígenas (en sentido estricto: primeras naciones), conmemorativa de la resolución de la ONU, me lleva a las siguientes reflexiones.
En primer lugar a la afirmación aprendida de los más grandes especialistas en Historia del Arte de que el arte de la América Precolombina, es superior al colonial y el colonial superior al moderno. Y este concepto se ratifica y refuerza con el paso del tiempo y el avance de los conocimientos y hallazgos.
En nuestro país el conocimiento y apreciación del arte precolombino está necesitando de crecimiento y difusión, más allá del ámbito de la Arqueología, siguiendo los trabajos pioneros de Ibarra Grasso y Alberto Rex González. Cabe aún señalar la tremenda paradoja del arte indígena de América. Lo dijo Octavio Paz en ensayos admirables sobre las estelas mayas. Lo expresa Mishima escribiendo sobre el Pabellón de Oro de Kyoto: su belleza es “hija del pánico”. De ahí su abrumadora intensidad.
Recordaré que el primer admirador del arte de la América india fue nada menos que Durero al contemplar la corona de Moctezuma II en la corte del emperador Maximiliano.
No faltará el que devele la índole antiecológica de la pieza, tejida con plumas de quetzal, pero son reservas propias de nuestra moderna hipocresía.
La misma que sostiene un indigenismo de ocasión, apto para la obtención oportunista de premios y halagos.
La misma que propicia la negación de honores al tucumano Julio Argentino Roca, conquistador del desierto, afianzador de la soberanía argentina hasta las tierras magallánicas, con toda la población indígena incluida y mayormente proveniente de Chile, que encontró en nuestro país mejor acogida que en el suyo.
A este indigenismo profesado precisamente por argentinos “descendientes de los barcos”, lo incluyo dentro de la ideología, en el concepto de un famoso comunista, es decir, como falsa conciencia.
El arte americano ha tenido épocas de redescubrimiento y apreciación. En nuestros días la ampliación inmensa del acceso visual a la creación artística mundial, lleva a que la apropiación para fines comerciales más que educativos predominen. Vemos un saqueo cultural de los pueblos antiguos que no se paga ni retribuye en forma alguna. Y precisamente por artistas y países que defienden “sus” derechos de propiedad con uñas y dientes.
Para mi gusto hay otro uso negativo de ese legado cultural y es el que le quita grandeza y entidad al despojarlo de sus significados profundos. Yo presencié hace décadas una auténtica “Diablada” (lucha entre ángeles y demonios, o sea entre el Bien y el Mal) en Puno, ciudad peruana a orillas del lago Titicaca. Danza dramática y varonil.
No me gusta, pues, ver las tradicionales fiestas de carnaval convertidas en una versión de las porristas de USA en los desfiles de la vendimia. Porque sucede -como dijo Discépolo- que esa extraordinaria creatividad termina en el cambalache; donde todo es igual y nada es mejor.
* La autora es docente universitaria jubilada.