A 40 años del Tratado de Paz y Amistad con Chile

Se cumplen cuarenta años del tratado con el país trasandino que terminó por establecer las fronteras entre ambos países en la zona del Canal de Beagle, y puso fin a un centenario diferendo limítrofe

A 40 años del Tratado de Paz y Amistad con Chile
El Papa Juan Pablo II con el entonces presidente Raúl Alfonsín en tiempos en que se firmó el Tratado de Paz con Chile por el Canal del Beagle.

El 29 de noviembre de 1984 se firmó en el Vaticano el Tratado de Paz y Amistad entre la Argentina y Chile, que pretendía dar una “solución completa y definitiva” al conflicto que enfrentaba a ambos países en torno a la determinación de los límites del Canal de Beagle al Pasaje de Drake, al sur de Tierra del Fuego. Ese día, ante la presencia del papa Juan Pablo II, el canciller argentino Dante Caputo y su par chileno Jaime del Valle, sellaban con su firma el final, al menos en los papeles, de un largo conflicto territorial entre las dos naciones. El Tratado era el resultado de la mediación del pontífice, que a poco de ser elegido, seis años antes, había expresado su preocupación por el peligro de una guerra argentino-chilena y se había ofrecido a terciar entre los países vecinos.

Una histórica disputa

La Argentina y Chile se encuentran separados por la Cordillera de los Andes, que a lo largo de algo más de cinco mil kilómetros sirve de frontera natural entre ambos territorios. Sin embargo, ese evidente límite estuvo siempre sujeto a controversias y disputas, fomentadas en gran medida por la política expansionista chilena hacia la Patagonia argentina, frente a la cual la cancillería argentina se mostró siempre frágil e irresoluta.

Con la consolidación del Estado argentino en la segunda mitad del siglo XIX se hizo patente la necesidad de extender de manera indiscutible la soberanía nacional sobre el inmenso y despoblado territorio patagónico, expuesto a las incursiones indígenas y a las apetencias expansivas de los gobiernos chilenos. La Campaña del Desierto de Julio A. Roca permitió incorporar aquellas regiones al Estado argentino y catapultó al militar tucumano a la primera magistratura. Roca, presidente desde 1880, sabía que la ocupación del territorio patagónico no era suficiente garantía de la seguridad de la frontera, y que era imprescindible fijar de manera definitiva los límites con Chile, así como aventar la posibilidad de una inconveniente guerra.

Esta política exterior cristalizó con la firma del Tratado de 1881, que estableció que la línea fronteriza pasaría por las altas cumbres divisorias de aguas, planteó la división en dos partes de la Tierra del Fuego y dejaba librado a la navegación el estrecho de Magallanes. Los peritos analizarían los diferendos puntuales y, si no había acuerdo, se aceptaba someterse al arbitraje extranjero. El Tratado no terminó con las disputas, y en los últimos años del siglo XIX varias veces pareció que se llegaría al uso de la fuerza. En febrero de 1899, un abrazo simbólico entre Roca -quien había asumido su segundo mandato presidencial el año anterior- y el presidente chileno Federico Errázuriz sobre la cubierta del acorazado Belgrano, en el estrecho de Magallanes frente a Punta Arenas, terminó por disipar cualquier atisbo de conflicto armado.

De nuevo el peligro de la guerra

Las puntuales diferencias en la determinación de los límites a lo largo del siglo XX -la línea de las altas cumbres favorecía a nuestro país, mientras que la divisoria de aguas era conveniente a los intereses chilenos, lo que hizo arduo y disputado el fijar las fronteras-, fueron resueltas mediante el arbitraje británico, principalmente. Extraña decisión de política exterior, someterse al arbitraje de la nación que más había colaborado con la fragmentación del territorio argentino. Para ejemplo, baste recordar las gestiones inglesas para que nuestro país aceptara, en la paz firmada con el Imperio del Brasil en 1828, ceder la Provincia Oriental, que se transformaría en Uruguay. Una guerra ganada en el campo de batalla se terminaba perdiendo en los tratados de paz.

La dificultad para trazar los límites en el extremo sur del continente, sumada a la agresiva política exterior chilena, hizo que la tensión fuera creciendo. Con el objeto de poner fin a los incidentes, el gobierno militar liderado por Agustín Lanusse suscribió en julio de 1971 un acuerdo que sometía la solución del diferendo a un tribunal arbitral integrado por cinco jueces de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, cuya decisión debía ser sometida a la corona británica. De nuevo se recurría al “árbitro imparcial”. Si bien la Argentina basaba su pretensión sobre el Beagle en sólidas razones históricas, territoriales y jurídicas, Chile tenía un argumento que resultaría de peso: se encontraba en posesión de las islas al momento de suscribirse el arbitraje. Teniendo esto en cuenta, finalmente en 1977 la corte arbitral falló a favor de Chile, reconociéndole la posesión de las islas Picton, Lennox y Nueva. Asimismo, la delimitación de las jurisdicciones en el canal otorgaba a la Argentina aguas propias navegables, con libre acceso a Ushuaia. El tribunal consideraba que el Tratado de 1881 no contenía un claro principio de división oceánica Atlántico-Pacífico para la partición geográfica, por lo que la condición atlántica de algunas de las islas no bastaba para adjudicárselas a la Argentina.

Como era esperable, la opinión pública se manifestó mayormente en contra del laudo, y las Fuerzas Armadas en el poder exigieron su inmediato rechazo. El hecho de que entonces ambas naciones se encontraban bajo gobiernos militares –Jorge Rafael Videla en la Argentina y Augusto Pinochet en Chile- hacía plausible que se avanzara hacia el estallido de las hostilidades. En este clima de creciente tensión, las negociaciones fracasaron y a fines de 1978 la guerra parecía inevitable; incluso, soldados argentinos llegaron a cruzar la frontera hacia territorio chileno.

En este momento aparece la intervención mediadora de Juan Pablo II. Ante el fracaso de las negociaciones argentinas ante Washington, Moscú y las Naciones Unidas -que en el caso de los Estados Unidos dejaron un antecedente inquietante, ya que el gobierno norteamericano expresó que no aceptaría que nuestro país hiciera uso de la fuerza armada, algo que luego se haría patente en ocasión de la guerra de Malvinas- el pontífice resolvió intervenir, citando a los embajadores argentino y chileno ante el Vaticano a un cónclave del Sacro Colegio Cardenalicio de Roma, en el que les transmitió su preocupación por la situación. La gestión se hizo realidad antes de la Navidad de 1978, cuando el cardenal Antonio Samoré fue enviado para negociar una salida pacífica. La misión Samoré dio sus resultados, y el 8 de enero de 1979 se firmó el Acta de Montevideo, que comprometía a ambas naciones “a no hacer uso de la fuerza ni a amenazar con ello”. Si bien no era un acuerdo de paz definitivo, hizo posible que por el momento se evitara el estallido bélico. A partir de ese momento, comenzaría el trabajo de los especialistas para alcanzar la solución definitiva.

El Tratado de Paz y Amistad

Fue un gobierno constitucional, el de Raúl Alfonsín, el que firmó la paz definitiva con Chile, que aún se encontraba bajo la dictadura de Pinochet. El trabajo de los peritos y negociadores no fue fácil, ya que la Argentina y Chile no estaban dispuestos a ceder totalmente en sus pretensiones y argumentos. Finalmente, el 18 de octubre de 1984, los representantes de ambos países -Marcelo Delpech por la Argentina y Ernesto Videla por Chile- firmaron la Declaración de Paz y Amistad en el Vaticano bajo la atenta mirada del cardenal Agostino Casaroli, Secretario de Estado de la Santa Sede. El documento reconocía la soberanía chilena sobre las islas Picton, Nueva y Lennox y respetaba, al menos en parte, el pedido argentino sobre el reconocimiento del principio de división oceánica: en lugar de las 200 millas náuticas que Chile reclamaba sobre el Atlántico desde las islas que se le otorgaban, se le reconocían sólo 12 millas, a partir de las cuales comenzaban las aguas territoriales argentinas.

El Acuerdo alcanzado no significaba la resolución final a la disputa. En nuestro país hubo muchas expresiones en contra de un tratado que se interpretaba como una derrota diplomática, como una renuncia a la soberanía argentina. Alfonsín sabía que para aprobarlo necesitaba, además del trámite parlamentario, el apoyo de la población que, además, sirviera como una legitimación de su gobierno. Eso hizo nacer la idea de una consulta popular, no vinculante, para que los ciudadanos votaran por el sí o por el no a la paz con Chile. Sectores políticos, sociales y de las Fuerzas Armadas denunciaron el plebiscito, indicando que el problema no era la disyuntiva entre la guerra y la paz, como planteaba la propaganda oficial, sino tener que aceptar un tratado que desconocía la soberanía argentina en la zona.

Las fuerzas políticas estaban divididas. La Unión Cívica Radical militó sin fisuras el Sí, mientras que el peronismo, todavía digiriendo la derrota electoral de 1983, se dividió: un sector, liderado por Carlos Saúl Menem, apoyó el plebiscito mientras que una fracción más ortodoxa se expresó por el No. Vicente Leónidas Saadi, quien lideraba este grupo, pasó a la historia por su pobre papel en el debate televisivo en que se enfrentó con el Canciller Dante Caputo, a quien acusó de evadirse “por las nubes de Úbeda”.

El 25 de noviembre se realizó la consulta, con la asistencia del 70,09% del padrón. Triunfó el Sí por un categórico 82% de los votos. Alfonsín había ganado, y la legitimación popular habilitó la firma definitiva del Tratado el 29 de noviembre en el Vaticano. De todos modos, quedaba un escollo. El trámite de aprobación parlamentaria, exigido por la Constitución, no fue tan sencillo. Si la Cámara de Diputados, con mayoría radical, dio una rápida media sanción, en Senadores la votación se saldó con un estrecho margen de 23 votos a favor, 22 en contra y una abstención, en marzo de 1985.

Transcurridos cuarenta años del Tratado de Paz y Amistad, no puede negarse que parece haber puesto un punto final a las disputas fronterizas entre nuestro país y Chile o, al menos, al peligro del recurso a las armas para la solución de los diferendos. Es cierto, como plantearon quienes se oponían al acuerdo, que diplomáticamente no puede considerarse un triunfo, ya que desconoció los importantes argumentos argentinos y consagró una situación de hecho, la ocupación chilena de los territorios en disputa. De todas maneras, ello no debería llevar a equivocarse y acusar a Juan Pablo II de haber buscado favorecer a Chile. En todo caso, debe contemplarse que la mediación papal, seguramente, no estuvo guiada por una estricta búsqueda de la justicia a la luz del derecho internacional, sino por la necesidad de evitar la guerra y fundar una paz duradera entre dos naciones hermanas. Objetivo que, a la luz del tiempo transcurrido, fue plenamente alcanzado.

* El autor es profesor de Historia de las Ideas Políticas.

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