Siempre estuvo implícita en la política argentina (pero fue el peronismo quien la instaló explícitamente para justificar sus métodos de ejercer el poder) una idea que sostiene que por lo general tras la defensa de las formalidades institucionales se ocultan intereses antinacionales y/o antipopulares, por eso es necesario anteponer el fondo por sobre las formas. Ese pensamiento es la esencia del populismo: la de creer que las instituciones son un obstáculo en vez de una mediación para la relación directa entre el jefe o líder político con su pueblo.
La tradición liberal, sobre todo la de los orígenes constitucionales (la alberdiana que tan de moda está hoy) sostenía todo lo contrario: que sin instituciones mediadoras sólo quedaba el despotismo (tenía muy fresca la memoria de Rosas) y por eso tanto el fondo como la forma eran esenciales en la cosa pública. Pero si se trataba de elegir, mejor priorizar las formas, porque sin instituciones ninguna política, aún si fuera muy buena, puede llegar a la larga a buen término, ya que en el caso de resultar exitosa, impondría un nuevo dictador casi inevitablemente porque éste no tendrá ningún límite ni control para su poder.
El peronismo original decía que no era así, que el apego a las formas de los liberales es para ocultar el fondo antipopular de sus políticas bajo la excusa de defender la división de los poderes. Mientras que los liberales, contrariamente, decían que las políticas sociales del peronismo, por más que muchas fueran buenas, querían prescindir de las instituciones no para agilizar su concreción (fundamento de los populistas) sino para lograr la unanimidad, una sola política para todos los argentinos y los demás o se acoplan, o son traidores, enemigos no del gobierno, sino de la patria. Después venían las chicanas mutuas como “vós te decis liberal defensor de las instituciones pero defendiste a todas las dictaduras” decían los peronistas. “Vos te creés por ser peronista más democrático que los demás, pero el origen de tu doctrina es el fascismo”, decían los liberales. Y además luego estaban los hechos concretos que contradecían a ambos: El radicalismo de los años 20 del siglo XX, el de Hipólito Yrigoyen, era muy democrático en la elección popular pero intervino a casi todas las provincias. El liberalismo de los años 30 se decía muy institucionalista pero practicaba el fraude sin miramientos. Aunque esas eran las prácticas concretas, y acá hoy estamos hablando de los principios que sustentaban a cada uno de las dos grandes concepciones que predominaron en la Argentina. Y que hoy nuevamente se ponen frente a frente, con bastante similar igualdad de fuerzas como no ocurría desde hace un siglo.
Este debate forma-fondo se hace permanente a partir de 1983 cuando se instala de una vez para siempre (así lo esperamos) la democracia republicana. El alfonsinismo fue el primero de la nueva democracia en reivindicar el papel de las formas institucionales por sobre todas las cosas, habida cuenta de la falta total de respeto que se le tuvo a las mismas durante la década de los 70, con la directa eliminación de todo esbozo de institucionalidad durante la dictadura. Había que salvar el país con la constitución en la mano y la más absoluta división de poderes. Con las formas hasta se podía comer, curar y educar se pensaba entonces.
El menemismo no opinó demasiado en este debate, pero banalizó las formas e hizo el más puro nepotismo. Ejemplo contundente es que durante sus gobiernos el presidente del ejecutivo era Carlos Saúl Menem, el presidente del senado era su hermano Eduardo Menem y el presidente de la Corte Suprema el socio del estudio de abogacía de los Menem, Julio Nazareno. Ese fue el estilo, su forma.
El kirchnerismo recuperó explícitamente el debate poniéndose en la vereda de enfrente de Alfonsín y defendiendo la tradición peronista clásica: lo que importa es el contenido. Las formas hay que respetarlas siempre que no afecten el contenido, sino hay que encontrar un subterfugio para soslayarlas. El gran anhelo de la expresidenta fue cambiar la constitución liberal por una populista. El ejemplo más contundente para entender a esta gente es que Cristina sostiene que la división de poderes es una antigualla de la revolución francesa que ya está agotada. Lo que no dice es que lo único que queda si no hay división de poderes, es concentración de poderes.
Ahora con Milei surge una nueva manera de entender la cuestión que mezcla ambas tradiciones políticas: Milei, pese a asumirse como parte de la tradición liberal, es claramente un hombre que antepone el fondo sobre el forma de manera casi absoluta, tanto o más incluso que los Kirchner. No quiere decir que avasalle las instituciones, sino que en general lo tienen sin cuidado y las ve como una molestia. Adora los fundamentos económicos de Alberdi de los cuales habla todos los días, pero no se ocupa demasiado de asumir el institucionalismo constitucional de su admirado Juan Bautista. O sea, defiende la teoría liberal en sus contenidos pero en las formas defiende el estilo peronista, tanto el de Perón como el de los Kirchner. Por eso los especialistas en teoría política acuerdan casi todos que, con Milei, estamos frente a un claro exponente del populismo liberal.
El libertario pone el contenido por encima de las instituciones políticas, porque más que atacarlas o banalizarlas, las desprecia a casi todas debido a que odia profundamente a sus dos más grandes exponentes: El Estado y los políticos. Y eso le ha dado un éxito inusual, por eso el debate ha llegado tan abajo, a las bases populares.
A sus defensores les tiene sin cuidado toda la agresividad verbal del presidente o su desprecio por las formas , e incluso muchos las ven como buenas o necesarias a dichas actitudes. Los que piensan así creen que la clase política después del colosal fracaso a que nos arrastró y que hoy estamos sufriendo como nunca, son merecedores de todos esos epítetos y está bien que Milei se diferencie así de ellos.
Otros, en cambio, valoran muchos de los contenidos de sus políticas pero creen que no está bien, ni es necesario, que las exprese con ese falta de respeto por las formas. Para éstos, esa brutal agresividad verbal de Milei (nunca jamás vista antes en un presidente) atenta contra sus objetivos de fondo porque la emprende incluso contra quiénes quieren ayudarlo, y frecuentemente mucho más con los que quieren ayudarlo que contra los que desde el principio esperan su fracaso.
Hay incluso otra posición un tanto más esotérica: la de los que creen que Milei, debido a su gran apoyo popular, ha inventado una nueva lógica política que es imposible interpretar con los esquemas tradicionales. Aunque tampoco saben muy bien de qué se trata esa lógica. Se limitan a esperar y ver. Pero lo cierto es que cada día aparecen más los jóvenes sacerdotes de una nueva religión tecnológica que desde las redes libra la batalla cultural mileista de modo muy parecido a como los kirchneristas lo hicieran a través de medios más tradicionales, tal como el recordado 6,7,8 en la tevé oficialista de aquel entonces. Una guerra comunicacional sin contemplación alguna por el enemigo. Cambian los contenidos a atacar, pero no las formas que se utilizan.
En fin, que reina una inmensa confusión frente a este outsider populista y liberal a la vez, acerca del cual algunos creen que no durará mucho en su puesto por sus estrafalarias conductas y otros creen que aún desprolijamente está iniciando un cambio epocal en la Argentina. Lo cierto es que ahora el liberalismo es objeto de una valoración popular explícita y aparecen todas sus opciones desplegadas como nunca antes. Ha hecho del liberalismo una opción democrática de mayorías como no ocurría desde que se instaló la democracia en 1916.
Con respecto a las formas la parte más floja es su estilo ofensivo de tratar a todo aquél que no le dice que sí a todo. Sin embargo, aunque esté mal, y no sea necesario, insultar y ser agresivo del modo feroz en que lo hace Milei, su crítica central a la casta política y a las corporaciones que se fueron creando a su amparo, es un diagnóstico certero de una realidad que durante el kirchnerismo, si bien continuó prácticas anteriores, fue tal la proliferación de desmesura y acumulación de poder que hubo un salto cualitativo en la corrupción personal e institucional. Transformando así a la política en una práctica cada vez más alejada de la sociedad y haciendo de una inmensa cantidad de políticos nuevos millonarios por el solo motivo de ser políticos. Si aparte de enriquecerse de ese modo, además destruyeron al país, la furia e indignación generalizada de la gente es por demás comprensible. E incluso verdadera. Solo que los dirigentes deberían canalizarla de modos más racionales en vez de incentivar sus modos más excesivos para demagógicamente mantener un liderazgo de tipo populista sobre una sociedad cubierta de ira con justas razones.
Lo que es más difícil de entender en Milei es la forma en que jerarquiza a la casta para dirigirle sus insultos. De Cristina dijo que en su última carta de 33 carillas ella había sostenido ideas opuestas a las de él, pero que lo había respetado personalmente. Por mucho menos que lo que se dice en esa carta, a otros políticos Milei los habría insultado de modos irreproducibles, pero a ella la considera como su mejor enemiga. La jefa de la banda, sí, pero un adversario leal al que hay que combatir leal, e incluso educadamente. Como diciendo: en la medida que ella y los que piensan como ella, son estatistas, no les queda más remedio que ser corruptos, porque la verdadera corrupción es la existencia y la defensa del Estado. O sea, su ideología los hace robar, no su ambición personal o de poder. Para los que creemos que se puede robar y se puede ser decente en todas las ideologías, ese pensamiento de Milei es algo que nos resulta inaceptable. No se es ladrón por ser estatista ni se es decente por ser liberal. No tiene nada que ver una cosa con la otra.
Además, con los que de un modo u otro comulgan con él en el amplio sendero del liberalismo, suele ser mucho más duro que con sus “enemigos ideológicos”. A los más liberales de todos es a los que más odia: a López Murphy le dice traidor sólo porque el respetable político y economista liberal algún día opinó que el actual presidente no era nada más que un político barrial. Al economista Roberto Cachanosky lo desprecia y le dice cosas irreproducibles porque según Milei desprestigió al liberalismo por no saber transformarlo en una opción de mayorías como hizo él. Y a José Luis Espert hoy no lo ataca como si lo atacaba hasta ayer, porque se le pegó nuevamente. Sino sería igual objeto de sus furias. Y la lista sigue...
A los radicales los diferencia entre los liberales de Alem y los estatistas de Yrigoyen. A unos los tolera (entre ellos a Cornejo), a los otros les reparte insultos por doquier.
Odia más que a ninguno, sin que le haya hecho absolutamente nada, a Horacio Rodríguez Larreta porque le parece un infiltrado estatista comunista en el bando liberal. Y ese tipo de políticos lo ponen más furioso que los verdaderos estatistas.
Es que como buen populista (eso es lo menos liberal de todo en él) a quien lo contradice, lo insulta por doquier. Es cierto que también, en su total desapego a las formas, para él el insulto soez, procaz y ofensivo se puede arreglar al otro día con un abrazo si le conviene volver a tener al réprobo cerca de él. Jamás le dijo a Sergio Massa nada en la campaña, mientras que a Patricia Bullrich la llamó asesina de niños que ponía bombas en los jardines de infantes. Y hoy es su ministra de Seguridad. Y ni hablemos del Papa.
Sin embargo, en cuanto a lo que a las formas se refiere, más importante que el estilo insultante de Milei, lo que preocupa es que detrás de ello parece ocultarse una concepción política donde se tiende a buscar el unanimismo, ya que su lógica de pensar no le otorga validez alguna a los otros pensamientos, ni siquiera a los que disienten parcialmente. Los que no piensan como él o están equivocados o mienten. En su mente el pluralismo, o sea el respeto por la opinión del otro, tiene muy poca cabida.
En fin, que este liberal no institucionalista que se siente mucho más cercano de la tradición populista en el ejercicio del poder, sigue siendo un misterio profundo de la política argentina. Lo único que queda claro es que no surgió de la nada ni fue efecto del azar sino que es casi un producto total de la más plena causalidad: nada muy normal, ni siquiera normalito, podía surgir del atroz gobierno de los Fernández. Unos locos (esos sí políticamente locos de verdad, lo fueran o no personalmente) que desequilibraron a toda una sociedad, la cual entonces se inclinó por la opción más extrema, la más disruptiva, la que mejor propusiera barrer ya mismo todo el estado político de cosas.
Ahora, lo que queda por ver es si esa evidente anormalidad llamada Javier Milei (con tantos aspectos positivos como negativos) podrá sacarnos a los argentinos del pozo o si será otra frustración más, muy excéntrica pero una frustración más. Estamos tan pero tan mal los argentinos, que preferimos creer en los milagros o en cosas parecidas para ver si acabamos con estas largas décadas de decadencia continuada. Y hoy existe, aparte del peronismo o del antiperonismo, una nueva mayoría (la cual necesita construir representaciones más sólidas por arriba, allá en los territorios de la casta) que está dispuesta a darle una oportunidad, aún con todos sus defectos, al nuevo presidente de los argentinos. Ojalá no nos equivoquemos de nuevo.
* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar