La pandemia sorprendió a las universidades, nuestras casas de la ciencia, de los altos estudios y del pensamiento crítico, del mismo modo que al resto de las instituciones. No pareció que tuvieran una mirada diferente ante la emergencia, con mayor alcance o mejor pertrechada de referencias. Al principio todo fue sorpresa y urgencia: lo que tocaba era adaptarse a las nuevas condiciones con las herramientas que se disponían. Hubo mucha resistencia interna por parte de docentes que no quisieron ajustar su trabajo a la nueva modalidad : ¿temor, pereza, anquilosamiento? Hubo de todo. Lo sigue habiendo.
Las universidades argentinas decidieron el cierre de las aulas y el pase a la virtualidad con relativa facilidad, fundadas en dos argumentos principales.
En primer lugar, una mayor incidencia de contagio entre poblaciones de jóvenes adultos y adultos. Rápidas de reflejo, las universidades norteamericanas empezaron a investigar la nueva situación. Si bien advirtieron que las universidades tenían un potencial de supercontagio (algo que hasta donde sé no sucedió) también señalaron que el riesgo podía reducirse a través de las medidas preventivas en una proporción mucho mayor que en otros niveles educativos. En diversas partes del mundo las universidades empezaron a experimentar con formas híbridas, burbujas y regresos temporales a la presencialidad. Pero claro, podían respaldarse en políticas serias de prevención, detección, inmunización y tratamiento. El gobierno argentino, en cambio, parece empeñado cada día en alcanzar niveles de incompetencia y venalidad inéditos. Un poco por eso y otro poco por la inercia propia de las instituciones burocratizadas, las universidades argentinas no solamente mantuvieron el cierre de las aulas sino que casi no se dispone de estudios sobre el comportamiento de la comunidad universitaria en tiempos de pandemia.
El segundo argumento es la idea de que a diferencia de los niveles inferiores de educación, el alumno universitario tiene una mayor capacidad de autogestión, ha adquirido hábitos de aprendizaje autónomo y está ahí porque quiere, no porque lo obligan. Constituye una observación acertada. Esto parecería resolver los problemas del tránsito de la presencialidad a la virtualidad. Pero resulta más complejo de lo que parece, porque esa capacidad de gestión propia ni es absoluta (en ese caso estaríamos hablando de autodidactas) ni mucho menos es algo concluido, es decir, algo que no deba cultivarse a lo largo del periodo de formación universitaria.
Me interesa detenerme en este aspecto en concreto: en las condiciones propias del aprendizaje universitario. Primero voy a resumir previamente las cuestiones que dominan por gravitación propia el debate actual entre presencialidad y virtualidad:
- Déficit de conectividad, similar a otros niveles educativos. La virtualidad es casi una cosa de élites en un país en proceso acelerado de pauperización.
- Dificultades insalvables en lo que respecta a clases prácticas que no pueden prescindir del carácter físico de objetos, instrumentos o materiales de experimentación, desde ciencia básica a tecnología, pasando por las ciencias médicas.
- Dificultades graves en lo que hace a instancias de evaluación, tanto parciales como finales. No solamente no se dan las condiciones para una preparación exhaustiva por parte de los alumnos, sino que además los medios a disposición favorecen el fraude, potenciando la espiral de desconfianza por parte de los docentes.
Supongamos que todos estos obstáculos fueran exitosamente superados. ¿Podría entonces la docencia universitaria configurarse a partir de la modalidad virtual? Para responder eso habría que averiguar las condiciones del aprendizaje universitario. Es preciso remitirse a los orígenes históricos de la universidad: una comunidad de profesores y alumnos que tiene por objeto el saber. Cuando aparecieron, durante la Baja Edad Media, las universidades eran unas pocas comunidades desperdigadas por la geografía europea. Quien quisiera integrarse a ellas usualmente debía trasladarse a una localidad lejana. Esto favoreció la convivencia entre sus miembros: no solamente los unía el afán de saber sino también la común condición de forasteros.
He aquí una primera aproximación al asunto. No bastaba con querer saber: era necesario cambiar de lugar, pero sobre todo de vida. Lo universitario es esencialmente eso: un tipo de vida. Con el tiempo las universidades fueron multiplicándose y modificando su condición original. El afán de ciencia dio lugar a una institución del Estado, profesionalizante y con tendencias burocráticas. Es el modelo napoleónico, que inspiró a las universidades argentinas.
En el mundo anglosajón, por el contrario, el antiguo espíritu universitario resistió mejor. No solamente se mantuvo el esquema de convivialidad, tan propio de las tradicionales universidades inglesas. En los EEUU subsiste la costumbre de que los jóvenes se trasladen a otra ciudad para cursar estudios universitarios. También es frecuente la movilidad de los profesores a lo largo de la geografía del país.
Lo que parece un resabio obsoleto de una institución cuasi milenaria, no obstante, posee una razón profunda, irreemplazable, en la que pocos reparan. ¿Cuáles son los motivos que nos llevan a una situación de aprendizaje? ¿Por qué aprendemos?
Podemos decir, empleando una expresión remanida, que eso sucede cuando “salimos de nuestra zona de confort”. Querer aprender supone estar dispuesto a asumir un riesgo. Aprender es situarse en un extrañamiento voluntario, sumergirse en un contexto desafiante que active estrategias de adaptación en un sentido piagetiano, de asimilación de conocimientos y habilidades nuevas.
La vida universitaria supone todo eso. Para muchos jóvenes es el inicio de la vida adulta, independiente. Es la posibilidad de experimentar, todavía en una atmósfera controlada, la diversidad de perspectivas y opiniones, de asumir responsabilidades indelegables sobre el futuro personal.
En la medida en que el hombre es un ser corporal, esas disposiciones propias para el aprendizaje poseen una fundamental proyección espacial. Nos trasladamos a espacios especializados, observamos ritos y comportamientos específicos, nos relacionamos de una forma particular con los otros porque todo ese complejo favorece los procesos de aprendizaje. Todas esas cosas nos disponen a aprender, aumentan nuestra receptividad.
Definitivamente no es lo mismo asistir a una clase en un aula, compartiendo un espacio físico con profesores y alumnos, guardando una conducta de atención y relación acorde a la circunstancia, que hacerlo tirado en la cama en calzoncillos o con la capucha para que no te vean la cara cuando no hay más remedio que encender la cámara.
Las clases universitarias online terminan reduciéndose a una continuidad prácticamente indiferenciada con sesiones de chats, acceso a redes sociales, series, videojuegos y playlists. No hay extrañamiento voluntario, no hay salida de la zona de confort, no hay casi nada que imprima un carácter diferencial. Las condiciones ambientales para el aprendizaje son mucho menos favorables. La universidad confinada a la virtualidad es (mucha) menos universidad. Es increíble que sea necesario insistir en este punto.
Utilizamos la palabra claustro, que remite a los orígenes monacales de la institución, para referirnos a los grupos que constituyen la comunidad universitaria. También significa espacio cerrado. Pero es por definición un espacio abierto al conocimiento del universo (universitas). Es hora de abrir los claustros, para que la universidad continúe realizando su labor transformadora.
*El autor es profesor de Filosofía Política.