A la luz de los acontecimientos que se vienen desarrollando, suena bastante paradójico ver como un mismo hombre (que a la sazón, por voluntad real y sin merecimiento alguno) era rayano en la obsecuencia, la humillación y la cobardía frente a las afrentas que todos los días le cometía una mujer como Cristina Fernández de Kirchner (casi como una violencia de género al revés, pero no personal sino política, aunque a veces no se sabía distinguir bien porque lo trataba como una cosa, lo cosificaba) a la vez era capaz de cometer contra otra mujer, su esposa Fabiola Yáñez (según datos que vienen saliendo a luz como una creciente bola de nieve) las peores atrocidades, acá sí de orden físicas y/o psicológicas. Como que se desquitara con una de las padecimientos que la producía la otra. Un caso de diván.
Pero es que en realidad el ex presidente siempre fue un caso de diván. Un matoncito de barrio como cuando acompañó con su pecho un empujón contra un hombre en un restaurant hasta arrojarlo al piso porque éste le propinó alguna crítica. Un entregador banal como cuando insinuó que la responsable de la cena de cumpleaños de Fabiola en plena pandemia era precisamente su señora. Un mentiroso serial porque cada vez que juraba que el jamás había mentido en su vida, gestaba una nueva mentira y eso durante casi todos los días de su fallida e inútil gestión presidencial. Para colmo ahora se le está sumando en la justicia una acusación por haber negociado con un comisionista de seguros, la repartija de suculentas sumas dinerarias por asegurar innumerables bienes estatales que estaban bajo su órbita y dependencia.
Su voz, su rostro, su presencia, que aparentaban demostrar firmeza, parece que le sirvieron bastante cuando fue jefe de gabinete durante las presidencias K. Se ve que era un hombre que ejercía cierta autoridad cuando era dirigido pero con incapacidad absoluta para ejercerla cuando conducía él. Y es una gran duda si no fue precisamente por eso por lo cual lo eligió Cristina, para ser un presidente imposible. Por lo que simulaba y por lo que era. Como en su momento eligió para ser un vicepresidente imposible a Amado Boudou, que a diferencia de Alberto Fernández que recién ahora que finalizó su gestión está siendo sospechoso de cuestiones horripilantes, Isidorito “Amado” Cañones ya se sabía lo que era desde que fue elegido por Cristina e incluso desde antes. Fue luego culpabilizado y condenado por la justicia, por lo que en realidad siempre fue y siempre se supo; un mero carterista que se pudo ubicar en los más altos estrados del poder.
La verdad es que Cristina Fernández es, como tantas veces dijimos, una verdadera doctora Frankenstein, capaz de gestar criaturas monstruosas y luego darles responsabilidades incompatibles con su monstruosidad.
La diferencia, reiteramos, es que Amado Boudou siempre fue un hombre de una sola cara, un caradura pero sin doblez, ya cuando se estaba robando la fábrica de hacer monedas, en ese preciso momento, el escritor Jorge Asís describía públicamente con singular lucidez cómo lo estaba haciendo. O sea que Cristina no puede alegar ignorancia, salvo justificarse a sí misma que Boudou estaba robando por orden de la corona, que en ese momento la tenía Néstor Kirchner, y que eso es vez de ser un acto de corrupción era un galardón de militancia. Esos tiempos vivimos, infinidad de gente lo denunció, pero el hombre llegó igual a la vicepresidencia.
Con Alberto Fernández, no sabemos si Cristina conocía o no las versatilidades psicológicas de su elegido presidencial, pero no cabe duda que no tardó demasiado en darse cuenta. Ella sabía que lo ponía en la Casa Rosada para dirigirlo a control remoto. Lo de títere nunca se discutió, lo aceptaron tanto ella como él desde antes de asumir. Expresamente. Pero ese no era el problema, porque hay títeres y títeres. Lo que quizá la expresidenta no sabía es que se trataba de un hombre de dos personalidades. Igual que el personaje de la novela de Robert Louis Stevenson, el doctor Jeckyll y mr. Hyde (también conocida como “El hombre y la bestia”). Un hombre que parece normal de día pero que de noche se transforma en un monstruo que vaga por la ciudad buscando sus víctimas, para luego volver a convertirse en un pacífico profesional.
De Alberto se sabía que era un mentiroso consuetudinario y eso ya todos lo habían aceptado porque siempre decía lo contrario a lo que efectivamente hacía o a lo que pasaba, pero hubo hasta gente que creyó que durante su gobierno había disminuido la corrupción kirchnerista. Y por supuesto nadie podía suponer que ejerciera la violencia física y/o psicológica contra una mujer, su mujer. Cosa que habrá que demostrar fehacientemente pero de lo cual hoy está hablando todo el país, debido a las declaraciones impresionantes contra él de Fabiola Yáñez y a las pruebas que salen al descubierto por doquier, casi sin solución de continuidad.
La lección es clara, no se puede delegar la función presidencial, y más en un país ultra presidencialista como el nuestro. Como tragedia lo vivimos en los años 70 con Héctor Cámpora, y como farsa lo acabamos de vivir con Alberto Fernández. Perón cuando menos se dio cuenta a los pocos días de que se estaba viviendo una situación imposible y se ocupó de hacerlo renunciar. Cristina, en cambio, lo vivió criticando apenas descubrió al pusilánime que había instalado en el gobierno, pero lo único que le interesó es borrar su responsabilidad en la gestación del cretino y decir que el gobierno no era suyo. Como si ello fuera posible. Quizá le haya faltado releer a los clásicos. A Mary Shelley para entender como El doctor Frankenstein y su monstruo estaban encadenados por el destino. O a Stevenson para ver que Jekyll y Hyde eran las dos caras de una misma persona. Ella los creó y ellos actuaron de acuerdo a su naturaleza.
A veces elegir en base al talento tiene el riesgo de que la inteligencia se puede independizar de quien lo eligió, pero casi siempre elegir en base a la obsecuencia, tiene el riesgo de gestar una catástrofe. Alberto Fernández, el títere que a todo decía que sí y al que todos despreciaban, resultó ser un lobo con piel de cordero. O mejor dicho, con algunas mujeres un cordero y con otras un lobo. Un tipejo insignificante cuya sumisión absoluta a quiénes tenían más poder que él, ofrecía como contracara el abuso impiadoso a quiénes tenían menos poder que él.
* El autor es sociólogo y politólogo. clarosa@losandes.com.ar