Alfredo Cornejo logró su objetivo con bastante más complejidades de las que esperaba hace un par de años, cuando como senador nacional le sacó casi 24 puntos al justicialismo que salió segundo, consiguiendo nada menos que la mitad de los votos del electorado mendocino. Si eso seguía así, debe haber pensado, en dos años -o sea ahora- Mendoza sería enteramente suya. Sin embargo, la peculiar lógica institucional mendocina, reacia a cualquier acumulación excesiva de poder, recreó un nuevo equilibrio.
Como Ulises, el regreso de Cornejo a su Ítaca
Hace dos años Cornejo todavía seguía aspirando a avanzar en su periplo nacional, pero a la vez su espíritu un tanto desconfiado y sumamente precavido lo hizo razonar con la misma lógica con que lo hiciera en 2011 cuando podía haber aspirado a ser gobernador pero sin embargo decidió posponer su postulación un período más porque supuso que en plena hegemonía cristinista (ella renovaría su presidencia con el 54% de los votos) su oportunidad aún no había llegado.
Por motivos del todo distintos, a lo largo de estos dos años Cornejo fue crecientemente deduciendo que a nivel nacional el lugar del radicalismo dentro de JxC aún no había llegado. Y se preparó de a poco para su retorno provincial. Cada día que pasaba más sus ojos se iluminaban con ese destino. Es que si, por ser radical o sea socio menor de la coalición, lo que le tocaba era ser vicepresidente de algún socio mayor, mucho mejor sería ser gobernador reelecto en Mendoza. Si a eso se le sumaba que si los votos locales seguían creciendo. los dos tercios legislativos estarían a la vuelta de la esquina, qué mejor que regresar tal cual Ulises a la isla de Ítaca como rey indiscutido. Su intuición no era desacertada. Además, hoy ella se magnifica frente a la posibilidad cierta de que JxC ya no está tan seguro de llegar a la presidencia, duda que no estaba cuando Cornejo renunció a su destino nacional. Y como broche de oro para tomar su decisión, por aquel entonces su único rival era el justicialismo mendocino, quien parecía (como se acaba de evidenciar) en una agónica decadencia. Ningún obstáculo tenía por ende en su camino mendocino. Ninguno.
Pero, como siempre en la vida de Cornejo, las cosas resultaron más esforzadas de lo previsto. Lo suyo es más el trabajo que la fortuna. Así, en menos que canta un gallo, el vacío dejado por el peronismo fue ocupado por De Marchi y Petri en vez de sumar a la presunta hegemonía de un unicato Entonces, después de las PASO, pragmático como es, Cornejo ya no aspiró a tener un poder más amplio que el que tenía, sino simplemente a ganar, porque el hoy gobernador electo tiene como una de sus máximas que no se gana ninguna elección hasta que se la gana. Entonces abandonó del todo Buenos Aires y retornó a esos viejos territorios de barro donde construyó poco a poco y con esfuerzo su liderazgo provincial. Porque cuando no todo está del todo bien, hay que volver a los orígenes. Que es lo que hizo Cornejo cuando pensó después de las PASO que su reelección no sería un designio de la historia sino una imposición de su voluntad. Incluso más, su decisión de construir un triunfo mendocino en vez de esperar que viniera solo, si se fortaleció con las PASO locales, ya se transformó en una lógica obsesión cuando en las PASO presidenciales, un huracán llamado Milei también pasó por Mendoza arrasando con todo, con los aspirantes a diputados nacionales de Cambia Mendoza, con el candidato a vicepresidente mendocino cuando aún estaba disfrutando su papel en la interna local y hasta con la candidata presidencial de Cornejo, Patricia Bullrich. Había que empeñarse entonces mucho más. Y se puso manos a la obra.
Un límite parecía haber surgido en su creciente predominio local desde 2015 cuando apenas le sacó 7 puntos y pico al peronista Adolfo Bermejo hasta la última elección legislativa en 2021 donde fulminó al peronismo de Anabel Fernández Sagasti duplicándolo en votos. Pero ahora, precisamente cuando el peronismo local se evaporaba como arena entre las manos, paradojalmente encontró un techo, o mejor dicho, Mendoza le acaba de dar el techo que le da a todos sus políticos cuando, sea por su voluntad o no, se corre el riesgo de que una sola persona o una sola fuerza acumulen mucho poder, más del que el oasis exige para ser gobernado adecuadamente.
Y así tenemos hoy a un gobernador reelecto al cual los mendocinos le dieron los suficientes votos para que pueda usar el poder conferido a fin de lograr gobernabilidad sin obstrucciones excesivas, pero a la vez con los suficientes controles para que no pueda hacer ningún abuso de ese poder como advertían sus adversarios. Lo que suele ocurrir siempre en Mendoza, con todos los partidos políticos y con todos los gobernadores. Las instituciones y el voto de la gente ejerciendo su debido contralor para con los dirigentes, casi como una segunda naturaleza de la psicología social de la provincia.
Y en este caso particular, las precauciones institucionales debían ser mayores aún, porque un ex- gobernador se reelegía y además asumía la tercera gestión continuada de una misma fuerza, algo que sólo ocurrió una vez (con el justicialismo) en democracia. Si a eso se le sumaba el colosal error de un peronismo local que era conducido a nivel partidario provincial por una dirigencia ultrakirchnerista en una de las dos provincias más antikirchneristas del país (conducción con la cual la mayoría de los intendentes peronistas se encuentran horrorizados, tanto que varios ni siquiera apoyaron su propia fórmula), estaban dadas las condiciones objetivas para que la fuerza gobernante alcanzara una hegemonía política quizá nunca antes alcanzada en la provincia.
Pero los reaseguros institucionales otra vez funcionaron, apoyados por el voto discreto de una ciudadanía que valora mucho el modo de ser mendocino. Fue Omar de Marchi quien intuyó que no era tanto lo que podía sumar internamente, pero que por fuera la debacle peronista podría ser cosechada por sus aluvionales huestes. Y se fue de Cambia Mendoza, y se fue a las vendimias a sacarse fotos con los intendentes peronistas. Logró así una tercera fuerza que se constituyó electoralmente en la segunda fuerza con un resultado más que satisfactorio. Luis Petri, por su lado, intuyó que más que la herencia que podría dejar Cornejo a un sucesor impuesto por él, había un espacio para competirle el liderazgo no en contra ni por fuera, pero si enfrente de él y con independencia de él. Y le fue muy bien. Existió también la oportunidad para una “cuarta” fuerza, la del Partido Verde, que recibió una parte minoritaria pero importante de los votos que sacó Petri en las Paso. Cornejo por su parte se quedó con la gobernación, nada menos que con una segunda gobernación y con la nada despreciable cantidad de 40 puntos. O sea que también lo fue bien. Pero sobre todo le fue bien a Mendoza, que con actores distintos reconstituyó en pocos meses un equilibrio político que amenazaba con perderse. Una Mendoza compuesta por mendocinos muy independientes de los partidos como se puede apreciar, por ejemplo, en las elecciones del departamento de Maipú, donde gana muy bien un intendente peronista, pero para la gobernación gana muy bien Cambia Mendoza y para presidente gana muy bien el partido de Milei. Y no es el único caso, sino que con sus especificidades esas combinaciones amplias y desinhibidas se dieron en casi toda la provincia.
Gran debate institucional, gran
Hubo en estas elecciones un interesante debate relativamente implícito pero existente en los partidos políticos acerca de la institucionalidad mendocina que es, con más o menos razones, quizá la más valorada del país por todo el país. Cosa que ya viene desde Sarmiento allá por 1830 cuando hablaba de la Barcelona argentina, como tantas veces dijimos. Una república liberal en medio de las montoneras feudales. El oficialismo radical -con inteligencia- trató de identificarse con ese halagada institucionalidad como si él fuera su sostén principal, de ese modo se beneficiaba con su prestigio. Frente a eso, la oposición reaccionaba enojada diciendo que el exceso de poder acumulado, en particular por Cornejo, estaba ejerciendo una influencia negativa sobre la institucionalidad, la cual venía decayendo sostenidamente en comparación con mejores épocas. Se llegó a decir que Mendoza corría hasta el riesgo de devenir un feudo como Santiago del Estero, una provincia gobernada por un radical que era personalmente muy parecido al resto de los radicales pero que al llegar al poder se transformó en un patrón de estancias y un señor feudal en la mejor tradición del caudillismo peronista norteño, o incluso peor. Pero precisamente allí es donde está la diferencia entre Santiago del Estero y Mendoza: en que si Zamora viniera a nuestra provincia no podría, ni aunque quisiera, hacer ni el 10% de las barbaridades institucionales que está haciendo allí. Precisamente porque las instituciones eminentemente republicanas construidas a lo largo de décadas en Mendoza, se lo impedirían rotundamente. Lo cual no quiere decir que por eso Zamora sería aquí mejor dirigente de lo que es hoy allá, sino que estaría bajo los reglas de una provincia que no es un feudo sino una república.
Que esa es la verdadera cuestión: la institucionalidad mendocina luce magnífica cuando los dirigentes mendocinos están a su altura, pero en esos momentos no es tan necesario hablar de ella porque funciona naturalmente. Pero cuando ocurren crisis dirigenciales, como en gran medida viene sucediendo en Mendoza (siguiendo a esto a todo el país) casi durante todo el siglo XXI, es cuando el papel de las instituciones juega un papel de contralor fundamental.
Hoy, después de estas elecciones, incluso muchos dirigentes de la oposición muy críticos de los riesgos del poder personalizado por efectos de su acumulación excesiva, saben que los peligros son, gracias a ella, mucho menores. Incluso dentro del oficialismo, la democracia interna ha funcionado muy bien creando nuevos liderazgos en vez de concentrar todo el poder partidario en alguna persona en particular.
No obstante ello, lo ocurrido en Las Heras (y algunas otras cuestiones más) está demostrando que institucionalmente algo no huele del todo bien en Mendoza. Dejemos a la justicia que demuestre las culpabilidades concretas por los entuertos denunciados, pero la política no puede obviar su responsabilidad. De golpe y porrazo, un municipio que parecía idílico, con una Las Heras proyectada magníficamente bien hacia el futuro, se convierte en la caldera del diablo y en la cuna de todos los males justamente desde el preciso momento en que una crucial división política parte la gobernabilidad municipal. Unos se echan la culpa a otros, pero la forma en que se dio ese debate tiñó muy negativamente estas elecciones que fueron unas de las más agresivas, sino la más, que tuvo Mendoza en democracia. Y allí sí hay una correlación entre institucionalidad y dirigentes (o más bien una influencia negativa de los dirigentes sobre la institucionalidad) que deberíamos revisar.
Lo que dejaron estos comicios
Sin embargo, más allá de esas cuestiones nada menores, lo que estas elecciones dejan en concreto para la provincia es un gobernador reelecto con impecables límites electorales e institucionales que tendrá a la vez dos misiones: la de una reinvención que Mendoza necesita a los gritos sea cual fuere el destino nacional. Y para ello la de reinventarse él para que su reelección no sea una repetición cansina de sí mismo, sino el inicio de la conformación de una nueva dirigencia en una provincia donde las fuerzas políticas han variado sustantivamente para encontrar un nuevo e interesante equilibrio que debería verse reflejado en la constitución de los nuevos poderes.
Deja también una tercera fuerza que ha devenido segunda electoralmente hablando que si es capaz de mantenerse unida en todo o al menos en una gran parte, puede reconstruir esa Mendoza de las tres fuerzas con posibilidades electorales que los vientos del siglo XXI luego de la crisis del 2001 se llevaron consigo. Una misión de importancia estratégica para De Marchi. Pero nada fácil.
Al peronismo, por su parte, que hoy no electoralmente pero estructuralmente sigue siendo una de las dos fuerzas más importantes de la provincia, le queda el suficiente peso histórico para renacer como lo hizo allá por 1985 en los inicios democráticos cuando también se pensó que desaparecería de Mendoza (para colmo hoy tiene números aún peores). Sin embargo, en aquel entonces en apenas dos años pasó a gobernar la provincia nuevamente, y lo hizo por tres períodos seguidos. O sea que no está muerto quien pelea, sobre todo si vuelven a leer bien la concepción político-cultural de los mendocinos, que parecen haber olvidado.
* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar