Apogeo y declive de la universidad reformista

A más de 100 años de aquel hito fundacional podemos afirmar que la universidad demandaba una reforma, pero la que se dio no era la que necesitaba. Resulta imposible no relacionar en términos de causa y efecto el singular proyecto reformista y el estado actual de la universidad argentina.

Apogeo y declive de la universidad reformista
Reforma universitaria. Foto: Gentileza

La Reforma de 1918 constituye el mito fundacional de la universidad argentina. Poco importa que la Universidad de Córdoba hubiera sido fundada en 1613, que la de Buenos Aires ya fuera una institución casi centenaria o que La Plata iniciara sus actividades 20 años antes. Funciona como el Día de la Independencia. Antes había instituciones, una sociedad compleja, economía, actividades diversas de orden cultural, pero la Argentina «empieza» formalmente en 1816.

Por esa razón poner en cuestión la Reforma se parece a hacer lo propio con la Independencia. Es una especie de tabú, de algo prohibido que no puede cuestionarse. Se agrega la particularidad de que quienes se atrevieron a hacerlo -allá lejos y hace tiempo- incurrieron en el pecado nefando de poner en valor el sistema anterior. A más de 100 años de aquel hito fundacional podemos afirmar que la universidad demandaba una reforma, pero la que se dio no era la que necesitaba.

A principios del s. XX la universidad argentina debía modernizarse, acoplarse a un Estado que iba por delante en muchos aspectos. Un factor crítico incidió para que ese proceso no fuese satisfactorio. La Reforma universitaria fue concebida e inspirada en el claustro estudiantil, es decir, el que menos conoce la institución. Los alumnos sencillamente no saben, por eso vienen a la universidad: a aprender. Su relación con la universidad, en la inmensa mayoría de los casos, es fugaz: se acaba el día que se gradúan o dejan de estudiar. Sus intereses se reducen usualmente a aprobar materias en el menor tiempo y con el menor esfuerzo posible. Y está bien quen así sea.

Contribuyeron a esa singularidad tres factores concomitantes. Primero: unas autoridades académicas intransigentes, cerradas a todo cambio sustancial en la organización de la universidad. Segundo: un gobierno nacional ansioso por desarticular un enclave estratégico de la vieja oligarquía, pero sin un plan definido de intervención. Tercero: una dirigencia estudiantil intoxicada por lecturas sobre la Revolución de Octubre como destino inexorable de los pueblos del mundo. La Reforma no limitaba sus objetivos a la universidad. Era un proyecto político propiamente dicho que tenía por objetivo el Estado. El razonamiento era sencillo: quien forma las élites dirigentes, gobierna el país. Desde la universidad se procedería al asalto del Estado.

Si se analizan atentamente, los postulados de la Reforma constituían un plan de poder. El cogobierno de la Universidad suponía que si bien los alumnos no se constituían en el claustro con la mayor cuota de poder -la demanda originaria fue una composición de los órganos de gobierno por tercios: docentes, estudiantes y graduados- podían ser dueños de la situación, apoyándose en su número y su histórica capacidad de movilización. Los graduados -cuyo interés principal era integrarse al cuerpo docente- formarían una especie de ejército de reserva de los estudiantes, potenciando sus demandas y planteamientos.

El cogobierno se combinaba con las cátedras paralelas, que permitirían a los alumnos premiar a los profesores afines y castigar a los reacios; y la periodicidad de las cátedras, con la que los alumnos procederían a la selección progresiva del claustro docente y eventualmente a su control, una vez que sus militantes se hubieran graduado. La universidad reformista era una universidad para los reformistas.

Los postulados de la Reforma nunca se plasmaron del todo: su aplicación fue parcial, fragmentaria. Otro inconveniente para su implementación vino de la inestabilidad política que afectó al país durante los siguientes 65 años. Con cada golpe militar se intervenían en las universidades, que podían constituirse en fuente de agitación y oposición contra el régimen. Hasta 1983 la universidad argentina fue constitutivamente “prerreformista”. Gobernaban los profesores (aún con las interrupciones del caso). Fue la universidad «de los Nobel», del esplendor de los años 50 y 60. De la movilidad social ascendente.

Sin embargo, durante esos años se produjeron acontecimientos que favorecerían, pasado el tiempo, el triunfo del reformismo. En 1949 se suprimió el arancelamiento de los estudios universitarios, que tuvo desigual aplicación en las décadas siguientes. En 1973 se realizó el primer experimento de ingreso irrestricto. Tuvo similar itinerario que el no arancelamiento, pero ambos precedentes sentarían las bases de la universidad de masas.

Recién con el retorno de la legitimidad democrática en 1983 fue posible poner en marcha la universidad de la Reforma. No fue necesario apelar a los originarios postulados maximalistas. Con una estructura de gobierno que concedía un buen porcentaje a las representaciones estudiantiles y de graduados fue suficiente: el tiempo haría lo suyo. Por una parte, la desaparición de las antiguas generaciones de profesores, ayudada por los cesanteos, despidos y renuncias de quienes habían colaborado con el Proceso aceleró el relevo. Por el otro, la continuidad del gobierno tripartito consolidó un modelo corporativista, de combinación/negociación permanente entre claustros. El claustro de alumnos se convirtió, por efecto del proceso de burocratización del sistema, en el claustro de las agrupaciones estudiantiles, organizaciones vinculadas a partidos políticos.

Los dirigentes estudiantiles empezaron a decidir sobre el presupuesto y otros recursos, elegir autoridades, expedirse en concursos, nombramientos y planes de estudio, presionar rivales, compañeros y autoridades, negociar porciones de poder, armar campañas de propaganda electoral. Tomaron decisiones académicas trascendentes y dispusieron de formas exclusivas de poder y de presión, como la movilización estudiantil.

A través de la militancia consiguieron empleos más o menos formales en la universidad, el gobierno o el sector público, se graduaron y estuvieron en condiciones de integrar las listas de egresados, y eventualmente aspirar a la docencia, que abría la puerta a cargos directivos. No hubo propiamente circulación de élites, porque la élite era la misma, ocupando diferentes roles. El objetivo de hegemonía desde las agrupaciones estudiantiles se dio en mayor o menor proporción en todas las universidades nacionales: o gobiernan o entorpecen la gestión académica. Con la incorporación del sector no docente se perfeccionó el sistema corporativo, que ha imperado hasta hoy. El principio de autonomía universitaria, consagrado en la constitución de 1994, vino a ser el sello definitivo del modelo reformista: noli me tangere.

No hay sistema político de representación más reaccionario que el corporativo. Cada sector vela por sus intereses y se cuida de afectar el de los otros: cualquier cambio sustancial que compromete ese equilibrio es percibido como una amenaza. El modelo reformista es autoinmune a todo intento de reforma ulterior. La universidad pública se configura según un patrón obsoleto que le impide hacer frente a los cambios y adaptaciones necesarias. Prima la razón burocrática, las dinámicas internas de la institución. Su función, su inserción y su misión específica en el concierto de la sociedad se va debilitando, se hace cada vez más problemática, como hemos intentado explicar en otro lugar. El remanente de calidad académica de la universidad pública se debe a que ha resistido con éxito los postulados reformistas.

No me interesa aquí volver sobre el problema de la calidad de la educación universitaria (no directamente) sino explorar una constante del modelo reformista. Si bien aquellos jóvenes revolucionarios ya no están más (ni los de 1918 ni los de los 70), el reformismo mantiene sus postulados políticos. Me refiero a la partidización o faccionalización de la universidad. El modelo reformista preserva a las universidades públicas de la sumisión directa al poder de turno, pero las introduce de lleno en la puja entre las fuerzas políticas. No hay «agrupaciones universitarias» propiamente dichas, sino brazos universitarios de los partidos políticos.

Desde 1983 se consolidó la implementación de la universidad para usos de orden partidario. Durante el gobierno de Alfonsín fueron los radicales los que tomaron la delantera en el control de las universidades a través de su agrupación universitaria, Franja Morada. El dominio radical de la UBA -centro principal de formación de cuadros políticos a nivel nacional- llevó al presidente Menem a promover la creación de universidades en el Conurbano que respondieran al peronismo. En adelante la lógica dominante de la fundación de universidades ha sido la de los intereses partidarios o de facción, en sus múltiples formas, siguiendo la estela del proyecto reformista.

En muchas universidades una medida que ha profundizado esta característica ha sido la elección directa -con la excusa de la democratización- de rector y vicerrector, suprimiendo la mediación de la asamblea universitaria, en la que se podían dar negociaciones entre los sectores en pugna para imponer sus candidatos. Esto ha tenido por efecto instalar las elecciones universitarias en las agendas partidarias, transformándolas en una instancia para medir fuerzas o avanzar posiciones. Es posible identificar la fuerza política a la que pertenecen las autoridades universitarias sin mayor esfuerzo. Los independientes -que los hay- son una minoría subalterna. Mención particular merecen las agrupaciones de izquierda, que encuentran en la universidad el ámbito principal de militancia y actividad partidaria.

Resulta imposible no relacionar en términos de causa y efecto el singular proyecto reformista y el estado actual de la universidad argentina. De ser uno de los sistemas universitarios más prestigiosos de América Latina, ha entrado en un proceso de declinación que amenaza con ser irreversible. ¿Es el reformismo el único modelo posible de organización de la universidad pública? Explorar una alternativa puede ayudar a restituir el prestigio y la función social que le corresponde.

Para empezar, dos preguntas. La primera: ¿es positivo el balance de 40 años de cogobierno? En la mayoría de países con sistemas universitarios consolidados, los organismos de gobierno no incluyen a los estudiantes, o los integran en instancias consultivas. La segunda: ¿es eficaz la autonomía universitaria tal como se la entiende en nuestro país? En muchos países las autoridades locales o nacionales intervienen en la elección de las autoridades universitarias sin que eso afecte la calidad educativa. Después de todo, se invierten recursos públicos de los que el gobernante debe dar cuenta al contribuyente y al ciudadano. ¿Podría concebirse un modelo que preserve a la universidad de la consabida faccionalización, sin que pierda por ello su relevancia política? En cualquier caso, ninguna reforma que no ponga en el centro a los docentes podrá sacar a la universidad del estado en que se encuentra.

* El autor es profesor universitario.

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