En su último discurso antes de estas elecciones fue la misma Cristina quien insinuó la necesidad de un consenso posterior ante la gravedad de la situación del país. Pero en realidad es ella y su concepción de la política y el poder quiénes más trabajan en contra de cualquier acuerdo al menos en los temas básicos que hacen a la imperiosa necesidad de que esta sociedad puede salir de su decadencia de décadas.
Ella lo dice porque ve encuestas y recuerda un hecho por demás evidente: el único momento de consenso implícito que se logró en los dos años de gestión de Alberto Fernández fue al inicio de la pandemia cuando Nación, provincia de Buenos Aires y Capital decidieron trabajar juntos para pelear contra el mal que venía de afuera.
Nunca en mucho, muchísimo tiempo, toda la clase política alcanzó tal grado de reconocimiento popular frente a su actitud de deponer enfrentamientos para combatir juntos al enemigo común. Fue, de lejos, el instante de mayor popularidad de Alberto Fernández en lo que va de su gestión.
Y eso es precisamente lo que hizo explotar de furia a Cristina Fernández quien mandó todas sus huestes a boicotear el acuerdo hasta imponer una decisión de locura que no puede explicarse sino por la necesidad que se tenía de romper el consenso alcanzado: la de sacarle, en medio de la pandemia, setenta mil millones de pesos a la Capital de manera provocativa e intempestiva. Fue el mismo presidente quien impulsado por Cristina se pegó un tiro en el pie en medio de su creciente popularidad, superior, por supuesto, en mucho, a la de su propia mentora. Que es lo que ella no quería.
Por eso si ella ahora vuelve con una propuesta de consenso es por su atractivo electoral, por lo mucho que le gusta a la sociedad en general de que las elites acuerden siempre y cuando sea para beneficio del pueblo y no para protegerse entre ellos como tantas veces suelen ser los pactos dirigenciales. Pero una vez terminada la elección, seguramente volverá a la confrontación porque en el pensamiento cristinista el conflicto permanente es mucho más que una táctica, sino una perspectiva teórica que debe sostenerse contra viento y marea, aunque a veces lo oculten para no quedar expuestos en las encuestas y el voto.
Horacio Rodríguez Larreta, ni lerdo ni perezoso, con sus aspiraciones presidenciales, tomó una decisión: la de seguir apostando al consenso cuando ya no tenía con quien consensuar porque le habían cerrado todas las puertas del modo más agresivo posible. Y eso generó una divergencia conceptual en la principal oposición: el debate entre halcones y palomas.
Los halcones sostiene, con razón, que es imposible acordar nada con quien tiene como posición filosófica la del conflicto en tanto modo central de hacer política. Pero a la vez las palomas tienen razón en que si forzados por los conflictualistas uno responde con la misma moneda, la bandera del consenso deberá dejarse de lado, cuando Larreta lo que quiere es levantarla como principal fundamento de su campaña presidencial, al ver lo bien que le fue cuando la pudo aplicar. Algo que también quisiera hacer Alberto Fernández al recordar que fue el único momento en que su popularidad no sólo no estuvo por los pisos, sino que anduvo por los cielos. Pero claro, el no pincha ni corta en las cosas del poder.
Mientras Cristina conduzca, mientras su influencia sea la principal, ella luchará denodadamente contra toda posibilidad de acordar en nada, como lo hizo siempre a través de 14 años, incluso cuando su marido pactó con el radicalismo transversal de Cobos y compañía, era ella quien le advertía de los peligros de esa decisión. Ella busca un país unicolor porque no cree en las alternativas, su visión “gramsciana” de la política es que se debe ir construyendo una “hegemonía” a través de “batallas culturales” ganadas al “enemigo”, hasta que éste se reduzca a su mínima expresión, o que incluso sea expulsado, si se hace la “revolución”.
Leandro Santoro, el primer candidato del Frente de Todos en Capital Federal lo dice claramente: “El macrismo fue derrotado electoralmente, no necesariamente fue derrotado culturalmente”. Es esa su propuesta, la de pelear de todas las maneras posibles para que una sola concepción cultural mande definitivamente y la otra, u otras, sean derrotadas y mandadas al rincón de los trastos viejos.
En realidad, ese tipo de combate cultural sólo es posible si se impone una sociedad totalitaria donde la visión única de la realidad sea el modo definitivo de gobernar. En una democracia republicana, que es el régimen que nosotros votamos hoy, ninguna concepción se puede imponer definitivamente sobre otras y todas deben convivir aunque sus diferencias sean sustanciales. Lo único que tienen que respetar es el marco común donde se desarrolla el juego político, que es lo que se quiere cambiar cuando se impulsa una reforma constitucional facciosa o leyes que alteren el sentido institucional de la república liberal.
Figuradamente, las batallas culturales pueden ser toleradas en tanto nadie busque exterminar a nadie y en tanto cada uno anhele incorporar en las instituciones, en los usos y en las costumbres, la mayor parte de las concepciones que su ideario sostiene, en legítima pugna contra quienes del otro lado buscan hacer lo mismo.
Eso conduce, en las grandes democracias ya definitivamente consolidadas, a un empate cultural en donde todas las concepciones que no discutan los fundamentos permanentes de la nación siguen subsistiendo, imponiéndose a veces unas y a veces otras desde el punto de vista electoral, pero donde desde el punto de vista cultural se van fusionando con el paso del tiempo, dentro del seno del pueblo, en maneras compartidas de vivir.
En suma, que así como es ingenuo buscar el consenso con quien no lo quiere, ello no obsta para seguir defendiendo sus consignas en pos de la construcción de un sistema que sea capaz de alcanzar acuerdos en los temas centrales del país y que en los demás deje lugar a la más libre competencia de ideas para que la democracia mantenga sus raíces a la vez que se consolide. Que ese y no otro, es el sentido del voto popular.