Es la noche del 30 de abril de 1982. Un bombardero Avro Vulcan inglés, después de ser reabastecido en Brasil, vuela a gran altura rumbo a Puerto Stanley, en la isla Soledad donde desde hace 30 días, volvió a flamear la bandera azul y blanca de los argentinos.
Un exitoso, audaz e incruento ataque había logrado la recuperación del húmedo suelo tan querido, que 150 años antes se apropiaran corsarios piratas al servicio de la corona.
Todavía vivo el dolor de las abiertas heridas por la guerra fratricida, que desató la guerrilla cubano-marxista en 1975 en la selva tucumana, el pueblo argentino, ante la gesta de Malvinas, empezaba a vivir un clímax de patriótica euforia.
El Avro Vulcan descargó sus bombas sobre la pista tratando de inutilizarla para impedir la operación de los C-130 nacionales y provocando daños en las instalaciones, muertos y heridos. ¡Había comenzado la guerra! Ya era el 1 de mayo. El submarino nuclear Conqueror preparaba su ataque al crucero General Belgrano: se ubicaron las tropas.
Despegaron en distintas misiones los aviones navales y los de la joven Fuerza Aérea contra la poderosa “Task Force”, ya en el teatro.
Duró 74 días el desigual enfrentamiento con el enemigo que contaba con aliados europeos y americanos (declarados, tibios u oportunistas). El 14 de junio sobrevino la capitulación.
Nuestro país sufrió la pérdida de vidas y medios y muchos combatientes al regresar: el desprecio y el olvido. No obstante, la derrota, aquel 1 de mayo los hombres de la Fuerza Aérea Argentina, inscribieron en el libro mayor de nuestra historia su bautismo de gloria, que dejó para la posteridad un ejemplo de coraje y abnegación.
* El autor es Brigadier Retirado.