Así como para el populismo izquierdista y demás izquierdas autoritarias todo lo que no está en su vereda es “neoliberal”, para los ultra-conservadores y demás derechas autoritarias, todo lo que no está en su vereda es “comunismo”.
Quienes adhieren a una y otra cultura autoritaria están convencidos de que todo lo que está en contra del líder que veneran, es el mal absoluto. Y que para conjurar ese mal es necesario derribar las barreras institucionales que atan las manos al líder.
Desde esas posiciones la realidad se ve en blanco y negro. Para los bolsonaristas, las denuncias contra el presidente son operaciones financiadas por “el narco-comunismo” y las críticas son impulsadas por el Foro de Sao Paulo, el Grupo de Puebla y demás ententes abocadas a “imponer el marxismo en Brasil”.
El problema de Jair Bolsonaro es la incontinencia verbal, ese rasgo que, paradójicamente, también le abrió el camino hacia el poder porque hay momentos de la historia en los que el anti-sistema y los discursos de aborrecimiento son los que cotizan en términos electorales.
En casi tres décadas como legislador no elaboró leyes relevantes, pero dijo tantas barbaridades que logró hacerse notar. A su incontinencia barbárica le debe la visibilidad. Pero a ese mismo rasgo, sumado a sus desequilibrios, irresponsabilidades y pavorosa ineptitud, le debe el cúmulo de denuncias que podrían venírseles encima.
Los pronunciamientos antidemocráticos son faltas graves en boca de un presidente. Sus exhortaciones a los militares para que intervengan contra el Supremo Tribunal Federal (STF) y contra el Congreso podrían no quedar impunes. Y si comete tales faltas de manera pública, seguramente lo hará también mediante la conspiración subrepticia.
Bolsonaro practica el golpismo explícito. Su problema no es lo que dicen de él, sino lo que él dice. Su problema con el Poder Judicial no es que el juez supremo Alexandre de Moraes y los otros magistrados sean “comunistas”. El problema es que son juristas. Como tales, están obligados a hacer que los delitos sean sancionados. Y no hay forma de que eludan sancionarlos cuando un presidente los comete en forma pública.
También está a la vista la producción de fake news en el mismísimo Palacio del Planalto, donde funciona ese equipo profesional de difamación al que llaman “gabinete del odio”.
Todo está a la vista. La irresponsabilidad con que saboteó el distanciamiento social y las políticas estaduales anti-pandemia, y la presión a los militares para que embistan contra el Poder Judicial y también contra el Legislativo, en caso de que prospere alguno de los 130 pedidos de juicio político que, hasta ahora, ataja el presidente de la cámara baja Arthur Lira.
También es evidente que sigue los pasos de Donald Trump para continuar en la presidencia aún si perdiera las elecciones del año próximo. Así como el magnate neoyorquino propuso un cambio electoral inaceptable (eliminar el voto por correo), empezó a denunciar que habría fraude desde que las encuestas vaticinaron su derrota y luego desconoció el resultado y lanzó una turba sobre el Capitolio para imponer la anulación del escrutinio, Bolsonaro reclama volver al voto de papel afirmando que el voto electrónico será instrumento del fraude, y moviliza multitudes que, de perder la elección, intentará lanzar contra el Congreso y el STF para quedar como presidente de un régimen apoyado en las Fuerzas Armadas.
No se trata de una interpretación de los hechos. Se trata de los hechos. Bolsonaro movilizó multitudes y, al arengarlas en Brasilia y San Pablo, volvió a cometer golpismo explícito.
El presidente entiende que el artículo 142 de la Constitución promulgada en 1988, al plantear entre los deberes de las Fuerzas Armadas el de establecer “la Ley y el orden” por iniciativa de cualquiera de los poderes constitucionales, lo habilita como titular del Poder Ejecutivo a ordenar la intervención militar al Legislativo y el Judicial. A la vez, aplica ese razonamiento de manera retroactiva para justificar el golpe de 1964 contra Joao Goulart y legitimar el régimen que inició el general Castelo Branco.
Como obviamente tal interpretación es absurda, lo que dice implica una falta grave que se suma a los estropicios en el escenario de la pandemia para complicar su futuro.
Vislumbrando que al salir de la presidencia tendrá un largo recorrido por tribunales que podría desembocar en una celda, ataca el sistema institucional que le depara ese destino.
Sabe que sólo en el despacho presidencial está a salvo. Por eso intenta patear el tablero institucional.
Movilizar océanos de gente no lo salvará si el voto ciudadano le saca la inmunidad del poder. Lo que necesita es que esas multitudes se lancen contra el TSJ y el Congreso, empujando a los militares a dar el golpe que, hasta ahora, se han negado a ejecutar. En eso está.
*El autor es politólogo y periodista