El espacio que habitamos no es un mero trasfondo o escenario de nuestra cotidianeidad. Moldea nuestros modos de hablar y movernos, y nosotros lo modificamos para someterlo a nuestros designios indiscriminadamente, o de manera regulada según principios de ordenamiento territorial. Estos modos en los que vamos creando y recreando el espacio se vuelven muy relevantes en la literatura, ya que por medio de la palabra los escritores dan cuenta de la simultaneidad de trayectorias, voces e historias que transcurren en el cambiante espacio. Valiéndose de nociones tomadas de la Geografía, los estudios sobre Literatura han dado en las últimas décadas un giro hacia la espacialidad, para pensar nuevos modos de leer quiénes somos y cómo nos (re)creamos con y en el espacio. Si realizamos recorridos literarios por el continente americano, descubriremos que el espacio nos interpela abiertamente, y de allí pueden surgir modos de diálogo, tolerancia y aceptación.
Dado que aquí estamos, el viaje comienza en Mendoza. Don Armando Tejada Gómez, nacido a la vera del Canal Zanjón, como se llamaba por entonces, rememora en Amanecer bajo los puentes, un libro autobiográfico en prosa que conviene leer en voz alta para escuchar y disfrutar de su profunda musicalidad poética: “Que yo lo vi pasar y era sonido, rumor de no acabar, canto rodando; le bullía un zumbido de alacranes, un ruido moscardón, culebra, cauce. La siesta era una abeja en sus orillas, un la bemol, un sí, un nomeolvides…Ahí, en ese zanjón de los abuelos que afinaba violines en los mimbres, me acostumbré a la magia de las cosas y me apropié de la índole del grillo.” Emblemático en su historia, ya que está trazado sobre el sistema de acequias huarpe y nace en el dique Cipolletti (nuestro primer dique), y en su geografía, ya que recorre Luján, Godoy Cruz, Capital, Guaymallén, Las Heras y Lavalle, el Canal Cacique Guaymallén se conjuga en nuestras coordenadas temporales y espaciales. El canal de los abuelos huarpes con toda su historia a cuestas, el zanjón de los mimbres como marca indeleble en el territorio, tiene tal fuerza que impacta en la vida definiendo la vocación del poeta y cantor. Que la literatura mendocina surja del Zanjón nos muestra esa interacción entre el poeta y el canal, entre el tiempo que transcurre desde los antepasados y el lugar que habitamos cada día. Sin embargo, lejos de composiciones idílicas, el poeta nos interpela desde el título mismo. Amanecer bajo los puentes no es un juego. Es el mal dormir y el despertar de los que están no solo a la vera del zanjón, sino olvidados, desplazados a los márgenes de la sociedad. “En su margen Oeste, se achicharraba al sol el barrio de las Latas… Ahí, en un gran baldío, estaba el basural, una tierra de nadie donde todos éramos iguales.”
Abajo de uno de los puentes del Zanjón transcurren vidas aferradas a la imaginación. “Los dos sabíamos que no era cierto… pero nos gustaba a morir tener un caballo que llamaba Marcial con una estrella y una casa de sol, grandote… revés más bien violento de la madriguera de abajo del puente donde dormíamos con el solo calor de nuestros cuerpos…” El sueño de la felicidad contenida en un caballo es el mismo de Polín, el niño solo de otro mendocino, Leonardo Favio.
Además, el Cacique Guaymallén con sus puentes cobijadores y el barrio Las Latas son el hogar al que retornan los hermanos mayores, que con su andar van haciendo mapas y con sus palabras crean espacios que de reales, se vuelven imaginados. “Lucas era el mayor. Fue ‘golondrina’. Linyera pecho al viento. Transhumante. Me trajo el mapa en su palabra lenta. Lo extendió en mis silencios cardinales. De su decir salían las regiones con el sonido mágico del aire.” En esos cuentos que trae el hermano golondrina se puede ver claro cómo el espacio no es algo preestablecido, sino que lo vamos construyendo y vamos pensando las identidades que habitamos. Tejada Gómez nos habla del país de su hermano linyera, “su andar por un país de carne y hueso.” Los mapas son dibujos vacíos, a menos que los entendamos como trayectorias vitales, donde el paisajismo queda atrás y da lugar a cómo nos pensamos como sociedad, si hay que volverse nómade para subsistir a duras penas. En su condición de olvido marginal, Barrio Las Latas está a merced del agua, a trasmano de las promesas. “El primer aluvión venía olvido. De un solo manotón tapó diez ranchos… El segundo aluvión partió la tierra: se tragó entero al Barrio de Las Latas… Del barrio no quedaban ni las latas…
-Dicen que vamos a un barrio nuevo.
-¿Van a dar sopa?
-¡Vamos a la escuela!
-¡Somos los inundados!...
En la frase de los chicos podemos leer el título de la película de Birri, o incluso el cuento que le dio origen, de Mateo Booz. Como en Los inundados, la contingencia climática es la única posibilidad de que el centro se acuerde de los que están en la orilla, aunque en el fondo nada cambie. Los aluviones se llevan los barrios de las Latas, pero queda una tierra resquebrajada, “perdidos en un diálogo de páramo. Las palabras salían a morir. Yo tenía de duelo las palabras.” Los hermanos que regresan por el callejón son los mismos que soñaban un caballo debajo del puente. Y esas palabras de duelo siguen resonando para re-pensar esos lugares que sentimos tan nuestros, tan cotidianos, que a la vez son tiempo que heredamos y habitamos, en los que transcurren tantas trayectorias además de las más visibles sobre los puentes y costaneras.