El expresidente norteamericano Barack Obama eligió comenzar sus memorias con el recuerdo de su lugar favorito en la Casa Blanca: la columnata oeste. Un antiguo pórtico, sendero de paso a unas caballerizas, que luego se transformó en un templete célebre, donde los hermanos Kennedy solían aparecer susurrando a solas.
Obama refiere que todos los días, caminando hacia su despacho, ordenaba allí sus ideas, revisaba sus argumentos, apuraba el tranco de alguna decisión. Al final de la jornada, demoraba el paso del regreso para respirar aire puro. Mirando hacia atrás con asombro el extraño camino que lo condujo hasta ahí.
Obama describe desde adentro un lugar simbólico, inaccesible para el común de los mortales. Un espacio que la sociedad norteamericana decidió convertir en el Olimpo de su propia realeza. Y lo hace para hablar del único mito que a su juicio merece ser venerado, obedecido y -al viento largo de los tiempos-, cada tanto refundado: el mito de su nación.
El fallecimiento de Diego Maradona, su ídolo más querido a escala global, puso a la Argentina frente a dos circunstancias en algún punto similares a aquellas del Obama retrospectivo: la definición política que implica el uso de los espacios centrales de las instituciones públicas y el mito que sus dirigentes eligen discutir como prioridad.
Al escritor Julio Cortázar el peronismo le reprochó durante años los prejuicios de medio pelo que insinuaba uno de sus relatos más conocidos: aquel en el que dos hermanos huyen temerosos de su hogar a medida que una turba -para ellos enigmática- va tomando gradualmente cada habitación de la casa.
Desbordado por un funeral que creyó propio y advirtió más bien tarde que lo excedía, esta vez al peronismo le tomaron la casa. Esa que considera tan suya que a los inquilinos fortuitos los empuja hasta el helipuerto.
Alberto Fernández imaginó, con más prisa que cálculo, que la apropiación política del funeral de Maradona operaría como una portentosa vigorización política. En medio de una pandemia global donde ningún país del mundo se animaría a organizar una concentración multitudinaria, resolvió que una masa conmocionada entrara -contrarreloj y a paso redoblado- por el embudo más angosto del país: la puerta de ingreso a la Casa Rosada.
Fue un error descomunal, que terminó con imágenes grotescas: el féretro del ídolo transportado a las corridas por los pasillos; la vicepresidenta de la Nación refugiada en el despacho de su comisario en el gabinete, a metros del emblemático Patio de las Palmeras. Un espacio tantas veces ofrecido para la adulación militante y esta vez ocupado por barras bravas más bien indiferentes a la genuflexión política; otros tantos ciudadanos genuinamente doloridos por un ídolo al que siempre consideraron de mayor envergadura popular que sus gobernantes y algún que otro curioso de ocasión, sorprendido por el azar de conocer la columnata norte del Olimpo argentino.
Y el presidente Alberto Fernández, anfitrión desbordado del servicio funerario, rogando a la multitud vociferante -megáfono en mano- que detenga la presión sobre las vallas, convertidas a esa altura en el frágil paravalanchas del principal espacio público de la institucionalidad argentina.
En el bochorno, el Presidente sólo consiguió la generosa y amplia condescendencia de alguna intelectualidad nacional que se lanzó con anteojeras a la mera elegía sociológica del ídolo caído, mientras adjudicaba el desastre a la vasta innominación de la grieta y ayudaba con la licuación de la responsabilidad del Gobierno ensayando ecuaciones identitarias: el país como metáfora, parábola, espejo, condición genética inescindible del destino del héroe fallecido. El desastre, dicen, ocurrió porque Argentina es Maradona.
Regresaron sin reservas a la remanida letanía de la singularidad argentina. El sociólogo Marcos Novaro la describe: singularidad de su destino de grandeza, singularidad de su fracaso, singularidad de sus dolores y de sus remedios. Los argentinos, únicos en la potencia y en el colapso, también lo son en su talento para caer y recuperarse mil veces. Aunque los hechos sólo demuestran que de esa falsa letanía sólo ha resultado una decadencia incesante.
Al oficialismo le interesó dejar abrochado ese estado del arte. Quiso sellarlo en la lápida de Maradona. Porque el mito que en verdad le interesa excede al ídolo que murió: es el de una visión facciosa y devaluada de la nacionalidad argentina. Porque, huelga aclarar, Argentina es más que Maradona, aunque sus actuales gobernantes sólo aspiren a una mezquina e interesada equiparación.
De la reacción de los referentes dirigenciales del país depende ahora que el funeral caótico no termine siendo otro germen de la Argentina que viene. La menesterosa operación de reducción política que intentó el Gobierno en las exequias continuará más allá de las trifulcas de cotillón que, para excusarse, inició Alberto Fernández contra Horacio Rodríguez Larreta.
Ya hubo algunas señales, en medio del torbellino. Ni aun acosada por el desborde, Cristina accedió a esperar en el despacho del Presidente. Tiró la llave de la casa tomada en la alcantarilla de “Wado” de Pedro. Intentando sostener la vela devaluada de la operación simbólica fundacional del oficialismo: ser el partido del todo. Del orden que en teoría debería garantizar el presidente vicario. Y del cambio que dice impulsar su jefatura política.
Luego se retiró al Senado para retomar su agenda: la demolición del consenso para la designación del Procurador general. Maradona ya estaba muerto. La feria judicial comienza en un mes.