En abril de 1989, la muerte de Hu Yaobang detonó las masivas protestas que sacudieron al gigante asiático. Como secretario general del Partido Comunista Chino (PCCh), había defendido las movilizaciones que sacudieron Pekín tres años antes, por lo que fue purgado por el ala dura del partido. Y los jóvenes cuyas protestas él defendía, no estaban dispuestos a creer que fue un infarto de miocardio lo que acabó con la vida del dirigente reformista.
El primer ministro Zhao Ziyang, quien además de respaldar las protestas favorecía la apertura democrática, se opuso a la feroz represión que organizaba el ministro de Interior, Li Peng. Pero los tanques marcharon a la Plaza de Tiananmén mientras fuerzas policiales y militares mataban y hacían desaparecer estudiantes en Pekín y otras ciudades.
Por cierto, también Zhao Ziyang cayó en desgracia. El PCCh no perdona a los reformistas que se oponen a la represión de las protestas. Bien lo sabe Xi Jinping y los miembros de la nomenclatura. Ninguno quiere perder el cargo como lo perdió Hu Yaobang tras las protestas de 1986 y Zhao Ziyang ni bien fueron aplastadas por Li Peng las manifestaciones de 1989.
Sin embargo, enfrentan un dilema: necesitan sofocar las protestas que estallaron contra la política de Covid cero, pero sin mostrarle la represión al mundo ni dejar en la historia postales tan brutales como las de los tanques en la Plaza de la Paz Celestial.
La fórmula para reprimir sin hacer la exhibición de brutalidad ni dejar en la historia un capítulo sangriento como “la masacre de Tiananmén”, está en la sofisticación tecnológica para marcar y capturar los manifestantes.
Instrumentos para rastrear llamados y mensajes por celulares, además de dispositivos de filmación diminutos usados por infiltrados en las manifestaciones, para obtener nombre y dirección de las personas filmadas a través de tecnología de reconocimiento facial.
Es tan eficaz la alta tecnología usada para poder perseguir y detener o hacer desaparecer manifestantes después de las manifestaciones, que permitieron detectar esas sofisticadas formas de aplicar represiones criminales sin visibilizarlas. Por caso, miles de personas que pasaban por cercanías de los lugares de las protestas o tomaron un taxi en las inmediaciones, sin haber participado en las manifestaciones, fueron luego contactadas o abordadas por agentes que las interrogaban al respecto, porque los escaneos de recorridos telefónicos o la señal de sanidad sobre covid que deben dar al abordar el transporte público, los puso en el radar del aparato represor con que Xi Jinping aspira reemplazar los tanques de Li Peng sin perder eficacia represiva.
De todos modos, que el todopoderoso Xi haya anunciado flexibilizaciones a su política “cero Covid”, aflojando los confinamientos y las cuarentenas, es un triunfo de la ola de protestas que sacude a China. Las manifestaciones contra las medidas draconianas para impedir la circulación del virus llegaron a corear consignas contra el presidente y el Partido Comunista. Las multitudes reclamaron la renuncia de Xi y el fin del régimen de partido único. Esto ocurre a sólo un par de meses de que el XX Congreso del PCCh coronara al líder con niveles de poder como los que tuvo Mao Tse-tung.
La causa de las protestas es la política “Covid cero” que aplica el gobierno. Indigna la reducción de libertad que implica y el daño económico que causa, sobre todo, al comercio y la pequeña y mediana empresa.
Que a esta altura se siga aplicando el covid cero, cuando el resto del mundo ha dejado hasta el barbijo, muestra el fracaso de la campaña de vacunación.
China actúa como en el comienzo de la pandemia, porque el nivel de eficacia de sus vacunas es bajo y porque amplias franjas de la sociedad no han recibido la tercera dosis.
La otra gran responsabilidad del gobierno es haber impedido la importación de vacunas más eficaces, que habrían ayudado a obtener inmunidad de rebaño o al menos disminuir internaciones y muertes.
En la mayoría de los países la vacunación permitió reabrir la economía y recuperar normalidad, mientras millones de chinos siguen enclaustrados como en los primeros tramos de la pandemia.
Pero también causa indignación la sospecha de que Xi Jinping se vale de la pandemia y de la política de covid cero para reinstalar el control total del Estado sobre la sociedad.
El inicio de la pandemia tuvo rasgos totalitarios. Las escenas en que personas enfundadas como en trajes espacial sacaban por la fuerza gente de sus autos y sus casas para arrastrarlas a confinamientos, parecían salidas de películas distópicas.
Había rasgos de totalitarismo en esa forma de encarar la lucha contra el coronavirus. Y la nueva oleada de confinamiento acrecienta la sensación de que Xi quiere acostumbrar a los chinos a estar bajo el control absoluto del Estado.
* El autor es politólogo y periodista.