Los resultados de las PASO instalaron un escenario político más que incierto. No ´solo porque muy pocas encuestas de opinión advirtieron el impacto del discurso libertario expresado por la controversial figura de Javier Milei como exponente de una fuerza política competitiva y rival a la coalición de gobierno y de la oposición. También dejó perplejos a quienes pretenden hallar las claves del voto popular que hasta la víspera no había contado con ejemplos elocuentes de las preferencias del tercio del electorado que volverá a pronunciarse en octubre.
Las elecciones previas llevadas a cabo en distritos grandes, medianos o pequeños anticiparon un declive del candidato de LLA, y no fueron pocos los que pronosticaron que tendría un magro desempeño electoral. Un diagnóstico que se revelaría equivocado y que reposaba en la ausencia de territorio, aceitadas estructuras partidarias convencionales o gobiernos locales con capacidad de movilizar el voto, y la ausencia completa de incentivos materiales para canalizar lealtades de cualquier tipo. Su fugaz paso por Mendoza reveló esas carencias en la estrategia escogida para hacer pie en la ciudad: visitas a barrios distintivos del conglomerado popular metropolitano, reuniones con los dirigentes del PD e integrados en la lista de diputados nacionales y una discreta caravana anclada en la mítica plaza Independencia de la capital que, incluso, fue objeto de controversias por parte de sus simpatizantes porque no pronunció ningún discurso delegando la comunicación directa mediante estridentes mensajes tuiteros. Dicha situación estuvo bien lejos de constituir algún anticipo del 45,01% de los sufragios que cosechó en las urnas frente al 28,1% de Juntos por el Cambio y el 16,9% de Unión por la Patria. Los mismos exhibieron los contrastes con las PASO celebradas en la provincia poniendo sobre el tapete la fluctuación del voto que pintó de un solo color al interior del país e introdujo un escenario inquietante ante la inestabilidad económica, la caída del ingreso y el consumo popular.
Un agudo analista de la vida pública nacional, Vicente Palermo, ofreció una explicación plausible de las motivaciones del voto que cruzó los grupos sociales de Cuyo a Santiago del Estero y los distritos más prósperos de la provincia de Buenos Aires. A su juicio, el voto popular a Milei representaba la eficacia de dos metáforas que cifraron la potencia del discurso del candidato para penetrar en los corazones de la tercera parte de la ciudadanía: la “casta” o clase política enquistada en las instituciones y beneficiaria de privilegios de la república federal, y la “dolarización” como respuesta eficaz al flagelo de inflación que carcome el salario y bloquea cualquier proyección a futuro. Otros pusieron el acento que el voto a Milei exponía la voz de los desencantados de la democracia, es decir, de sectores sociales y familias enteras que padecen el deterioro de servicios públicos fundamentales en materia de seguridad, salud, educación o la cultura. Los que tienen bloqueado el camino del ascenso y movilidad social; la inmensa mayoría que está sumergida en economías domésticas de subsistencia con o sin planes sociales. Un humor antipolítico y antiestatal ante la defección de las elites partidarias y las burocracias estatales para gestionar o garantizar estándares aceptables de bienestar y cohesión social que la eterna cuarentena profundizó a niveles insospechados. Una fisonomía del voto de ningún modo uniforme o compacta radicada en posiciones de derecha, sino que expresa malestares múltiples que incluyen juventudes masculinas refractarias del empoderamiento feminista, y mujeres movilizadas desde tiempo atrás en contra de la legalización de la interrupción voluntario del embarazo.
A esta altura casi nadie se atreve a lanzar ningún pronóstico, y hay quienes sostienen los riesgos que supone el crecimiento electoral de quien eligió representarse como león o rey de la selva. Según Eduardo Fidanza, los mismos reposan en tres asuntos cruciales: la violencia verbal o agresividad de su discurso que se hace patente en el ataque a instituciones públicas, la ausencia de equipos técnicos con capacidad de gestionar funciones estatales y el ultraliberalismo que promueve en tanto no sólo choca con la filosofía política fundada por Hobbes, sino que también contradice tradiciones fuertemente arraigadas en la cultura política y constitucional argentina. La principal reposa en que la Argentina es una sociedad democrática y corporativa a la vez. Una sociedad igualitaria y movilizada desde su origen y progresivamente segmentada entre los pocos que integran la cúspide social y las multitudes de viejos y nuevos pobres que pueblan sus bases. Una sociedad en movimiento desde los orígenes de la nación, la que sirvió a Mitre para interpretar las claves de la revolución republicana en el siglo XIX. Una sociedad democrática que precedió a la política de masas del estilo de Yrigoyen o de Perón. Una sociedad que no sólo distinguió la vida social y la vida pública de los grandes centros urbanos, sino que prevaleció en las periferias del país federal. Así describió la sociedad mendocina un viajero oriundo de Chile cuando visitó la provincia a fines del siglo XIX: “Mendoza difiere completamente de nosotros. Se ha operado una transformación curiosa y digna de estudio, y esto en pocos años. La ola civilizatoria e igualitaria que viene de los márgenes del Plata, ha rellenado tantos huecos, ha disminuido tantas alturas de ayer no más se levantaban erguidas, que en algunos puntos hay verdadero contraste entre las de ellos y las costumbres chilenas” (König 1890, pp. 83-85). Esa imagen de la Mendoza de antaño, sin drásticas diferencias sociales, económicas y culturales, incita más de una reflexión en torno al derrotero provincial y argentino contemporáneo.
De modo que el desafío abierto para los comicios de octubre pone en agenda la responsabilidad ética y el pulso político de las dirigencias políticas (y sociales) para recomponer la oferta electoral. Un desafío que, naturalmente, exige priorizar consensos básicos, domesticar la mezquindad del mero cálculo individual y reencauzar el malestar social y la decepción mediante propuestas capaces de torcerle el brazo a la desesperanza. Un paquete de propuestas con capacidad de movilizar el voto popular a favor de la amistad cívica que sustente la gobernabilidad, la convivencia democrática y opere como antídoto eficaz a la entronización de cualquier tipo de autoritarismo. Ese acecho resulta por demás acuciante. Sobre todo, si se tiene en cuenta que estamos próximos a conmemorar el horizonte de expectativas abierto con la reinstalación de la democracia constitucional en 1983 lo que conduce a tomarse en serio sus promesas incumplidas a cuarenta años de su refundación.
* La autora es historiadora. INCIHUSA-CONICET. UNCuyo