En un mundo donde todo se vuelve frágil y precario, la universidad no ha conseguido sustraerse a la crisis general. Desde su concepción originaria -como comunidad de maestros y alumnos cuyo fin propio es el conocimiento- sufre la competencia de otras formas de producción y transmisión de saberes. Los que quieren aprender pueden hacerlo por fuera de la universidad. Los maestros buscan alternativas de docencia más allá de los claustros. Quienes generan conocimiento ya no trabajan exclusivamente en las universidades. Centros de investigación estatales o privados les disputan esta función. Desde una concepción más moderna -como institutuciones de formación profesional- se agranda la brecha entre las habilidades y conocimientos que demanda el mercado de trabajo y las titulaciones universitarias.
Todo eso transcurre sobre tendencias demográficas globales: caída abrupta de los índices de natalidad, envejecimiento de las sociedades. Muchas universidades se quedarán sin alumnos por la sencilla razón de que no habrá suficientes jóvenes. Por no hablar del desafío que la inteligencia artificial está planteando al trabajo humano. La relevancia de la universidad como institución educativa fundamental está en entredicho. Umberto Eco anticipó lo que podría ser su futuro: pequeños centros especializados, orientados a la transmisión y producción del saber, liberados del carácter masivo y burocrático que hoy pesa sobre ellas.
En nuestro país la universidad también se encuentra en un estado crítico, sensiblemente empeorado a causa de las dinámicas propias de índole política, social y económica. Esa condición es disimulada -cada vez menos- por un prestigio social formado en otras épocas, cuando la Argentina supo implementar el mejor sistema de educación superior de la región.
Eso es historia. En materia universitaria no somos modelo ni ejemplo para nadie. La universidad pública argentina es una institución con altísimos niveles de burocratización, faccionalización, corporativismo, ineficacia y derroche de recursos. No voy a insistir en temas que ya he tratado. Los desafíos que enfrenta la universidad en el resto del mundo la impulsan a mirar al futuro, tratando de descifrarlo, mientras que aquí va en sentido contrario, queriendo revivir una época gloriosa que ya pasó.
Es poco interesante y menos aún elegante abundar en referencias personales. Pero la materia sobre la que estoy tratando me obliga a hacerlo. Sepan disculpar la grosería. Soy casi enteramente producto de la educación pública. No me hace mejor ni peor que si hubiera estudiado en instituciones privadas. Es lo que soy, nada más. Recién con ocasión del doctorado acudí a una universidad privada. Algún día realizaré el proyecto de doctorarme también por una universidad nacional.
Mi relación con la universidad viene desde la cuna. Soy hijo de un universitario de primera generación, graduado en la Universidad Tecnológica Nacional. Mi padre fue profesor allí y también en la Universidad Nacional de Cuyo. Estuvo a cargo de la Dirección de Estudios Tecnológicos e Investigaciones, en la Facultad de Ingeniería. Mi tía -hermana de mi padre- entró a trabajar en la UNCuyo con poco más de 15 años, como asistente de secretaría, en tiempos de Irineo F. Cruz. Se jubiló como Jefa de Despacho de Rectorado, con la gestión normalizadora de Isidoro Busquets.
Hice el secundario en el Liceo Agrícola y Enológico. Después ingresé en la Facultad de Filosofía y Letras. Milité en política universitaria, fui presidente del Centro de Estudiantes y Consejero Directivo. Me recibí, me fui del país y regresé casi una década después, para ser profesor de la Facultad en la que estudié. Actualmente tengo una dedicación simple, pero en los hechos hago el trabajo de una semiexclusiva, porque dicto dos materias al año.
Nadie puede decirme que no amo y no siento como propia la universidad pública. Afortunadamente mis padres me dieron una buena educación afectiva. Ellos me enseñaron que hay que querer a las personas con sus defectos, pero no amar al defecto en sí. Hay que ayudar a los otros a superarlos. A veces se puede hacer de manera indirecta, a través de actos que ayuden a la persona sin que esta se entere, y otras veces hay que hacerle saber que se está portando mal.
Amar a algo o a alguien es pensar en aquello que se ama. Si no pensamos en ello, no podremos descubrir el bien que queremos proporcionarle. El buen amor es reflexivo. Eso hizo que siempre me interesara la universidad, tratara de comprenderla y analizarla. Es la institución en la que trabajo, en la que soy feliz.
Cuando estudiaba en una universidad privada me preocupaba el modelo de la business university, que hace veinte años amenazó con arrasar con todo. Cuando volví a la pública empecé a preocuparme por el modelo burocrático y de masas. He tratado de entender los problemas que la aquejan, sus deficiencias académicas y organizativas. También posibles soluciones. Con dos criterios fundamentales: no renunciar nunca al fin propio de la universidad, atendiendo las posibilidades y las necesidades de la sociedad en la que se inserta. El mejor régimen posible, dentro de las circunstancias del caso, como dice Aristóteles.
Desde entonces escribo sobre la universidad. A muchos les molesta que sea crítico, incluso piensan que estoy en contra de la universidad pública. Creen que es un acto de deslealtad. Me lo han hecho saber colegas y también autoridades. El problema nunca es la verdad de la afirmación: es haberlo escrito. Otros se muestran más comprensivos, pero me preguntan por qué no lo planteo directamente ante las autoridades. No quieren que la universidad se someta a la discusión pública, sea objeto de cuestionamiento, de intercambio abierto de ideas. Sólo se admiten los procedimientos cortesanos, no las intervenciones en el espacio público. Es raro, porque una universidad es por definición una República de las Ideas y las Letras. Su centro vital está compuesto por el saber.
Nunca he procurado ser funcionario ni directivo. Hacerlo supone una ingente cantidad de esfuerzos y tareas no propiamente académicas. Y a mí lo que me gusta es ser universitario: estudiar, aprender y enseñar.
La experiencia después de muchos años me indica que los profesores a los que nos interesa la universidad somos una pequeñísima minoría, casi imperceptible. A la mayoría le tiene sin cuidado. Es un síntoma de la burocratización del claustro docente. En su defensa sólo puedo decir que la progresiva eliminación de dedicaciones exclusivas y el paralelo incremento de dedicaciones simples y semiexclusivas es -entre otras cosas- un factor desmovilizador y clientelizador del claustro docente. El profesor viene, da sus clases y se va. Tiene bien en claro quién lo designó y/o convocará al concurso de su cargo.
También podría decirse que el ámbito en el que debe buscarse un mayor grado de conciencia institucional es en las autoridades. ¿Qué piensan los rectores y los decanos? Para no irnos lejos ¿qué idea tiene la rectora Sánchez sobre la universidad? ¿Y sus predecesores: Pizzi, Somoza, Gómez, Martín, Bertranou, Triviño? ¿Dejaron algún tipo de legado intelectual sobre la universidad, de sus experiencias al frente de la UNCuyo? Si la legitimidad del gobierno universitario no reside en los proyectos, en las ideas ¿adónde la encontraremos? ¿En el carisma, en la racionalidad burocrática? ¿En la costumbre?
Han sido muchos años de ignorar los problemas: tanto en el llano -los profesores- como en las alturas -las autoridades-. Hoy la universidad pública parece encontrarse amenazada por un gobierno que tiene por objetivo prioritario la reducción del gasto público, al considerarlo insostenible por las dimensiones que ha adquirido.
Y entonces se multiplican los heroicos y repentinos defensores del sistema público de educación superior. Son como un tipo que cree ser buen padre porque está esperando a defender su familia de amenazas externas, desatendiendo por completo lo que sucede dentro de ella. Prácticamente nadie parece tener la voluntad y la honestidad suficiente para reconocer que los problemas vienen desde mucho antes y principalmente desde adentro. Reducir el problema al presupuesto es no querer ver la crisis interna. También ha servido para poner en evidencia los pies de barro de la tan mentada autonomía universitaria.
La abroquelación corporativa de las universidades públicas -sin concesiones a la autocrítica, a procesos internos de revisión, de evaluación y de discusión- no augura nada bueno. Están mal preparadas para el desafío: llaman a la confrontación a punta de consignas, clichés, apelaciones emotivas.
Los números, por el contrario, son implacables. Los controles externos de tipo auditoría -que reclaman algunos sectores que advierten opacidad en la administración de las universidades- son apenas el principio de la necesaria rendición de cuentas. Sólo determinan si los recursos se usaron para los fines propuestos. Sirve para detectar irregularidades en la ejecución y eventualmente casos de desvío de fondos. No pueden evaluar la pertinencia de los gastos proyectados, ni indagar si tales recursos se ordenan a los propósitos específicos de una universidad. Para eso hace falta un proceso de evaluación institucional integral, que parece desbordar los organismos del Estado. Quizá sea necesario apelar a entidades internacionales especializadas.
La embestida del gobierno ha servido para poner en la agenda pública la cuestión universitaria y para movilizar a sus claustros. Es natural que la primera reacción sea defensiva. En lugar de una amenaza, debería ser considerada como una oportunidad para promover una profunda reforma interna, cuya necesidad es evidente para cualquiera que mire la universidad pública con un mínimo de honestidad intelectual.
Para que eso suceda debería existir un revulsivo interno que consiga conectar con el gobierno, tal como sucedió (no sin cortocircuitos) con los estudiantes en la Reforma de 1918. Ese revulsivo sólo puede provenir del claustro docente. Lamentablemente no parece que estén dadas las condiciones. Si los profesores no consiguen liderar la nueva reforma, los cambios sobrevendrán desde afuera, por la fuerza, de la peor manera.
* El autor es profesor universitario.