En su informe de la semana pasada en el FMI, Kristalina Georgieva hizo una síntesis dramática sobre la agenda política global: “Enfrentamos una crisis sobre otra; una guerra sobre una pandemia. Es como ser golpeado por otra tormenta antes de que nos hayamos recuperado de la última”.
Crisis sobre crisis. Georgieva recibió con ese horizonte el primer examen del ministro Guzmán sobre la marcha del acuerdo con la Argentina. Según Guzmán, las metas se van cumpliendo. Hay que recalibrarlas con más presión fiscal y más gasto social. Fue la jefa del FMI la que subrayó el nombre del problema: inflación.
Guzmán llegó a la entrevista con el gobierno fracturado: el Presidente cree que el acuerdo con el FMI es una necesidad, ingrata pero ineludible; la vicepresidenta acaso crea lo mismo en privado, pero alienta a su estructura a defender lo contrario en público. A la crisis sobre crisis que describe Georgieva, Guzmán está obligado a añadirle esa otra crisis política sobreviniente que padece la Argentina.
Ese conflicto tiene paralizado al Gobierno. El rol de Cristina Kirchner es central en esa parálisis porque no tiene un programa alternativo, pero conserva su capacidad de bloqueo.
Es un dato curioso el modo en que la vice parece estar repitiendo dos parámetros de comportamiento que caracterizaron su segundo mandato presidencial, con resultados negativos. El primero es su incapacidad para resolver los nudos gordianos del endeudamiento externo, cada vez que estos exigen una negociación pragmática. El segundo es su tendencia a maximizar sus demandas cuando se encuentra a la mayor distancia política de conseguirlas. Una épica de las derrotas, provechosa como relato, pero basada en derrotas.
Frente al desafío de la deuda heredada con el FMI, Cristina repite el patrón de conducta que la llevó a la encerrona con los holdouts en su segundo mandato. La argumentación que desarrolla la vice es que tanto el cumplimiento como el incumplimiento del acuerdo con el FMI conducen al país a una situación de crisis por cesación de pagos. Ninguna opción es buena. Esa negación absoluta es por definición lo opuesto a la racionalidad exigible de una fuerza que es gobierno y está obligada a resolver. El poder administrador no se ejerce como simple oposición de la oposición.
De aquel laberinto con los holdouts, Cristina nunca alcanzó a salir. Lo resolvieron luego, de común acuerdo, Mauricio Macri y la liga de gobernadores peronistas. Al peronismo que gestiona, la vice le regala -por segunda vez- la misma complicación.
Como para remarcar aún más la distancia entre esa agenda de gestión y sus prioridades personales, a la división del oficialismo que quedó expuesta pero difusa en el acuerdo con el Fondo, Cristina la cristalizó en bloques parlamentarios diferentes. Lo que no hizo cuando se votó el nuevo endeudamiento externo, lo resolvió como medida desesperada para mantener alguna capacidad de bloqueo en el Consejo de la Magistratura.
La vicepresidenta pasó de denunciar un golpe de Estado, protagonizado por los jueces de la Corte Suprema, a proponer un puntero a las disparadas para que jure por los estatutos del nuevo proceso. Con paciencia oriental, al osobuco de regalo la Corte lo puso en remojo. La vice lanzó entonces un proyecto de reforma del máximo tribunal de la Nación cuya viabilidad parlamentaria tiende a complicarse con la fragmentación de bloques que ella misma promueve. Otra vez la maximización de aspiraciones a la mayor distancia posible de su factibilidad práctica que caracterizó su segundo mandato presidencial.
Pero con una devaluación ostensible en el camino. La reforma que impulsó con la épica de la democratización de la justicia y que cayó por inconstitucional el 18 de junio de 2013 venía revestida con un ropaje de confrontación con poderes fácticos reactivos a una transformación histórica. Esta vez, la épica viene tornasolada con el pánico oficialista por la tobillera electrónica.
La división de bancadas en el Senado fue una trampa -según la taxonomía de la vocera presidencial- con el módico objetivo de mantener el bloqueo de un organismo como la Magistratura que muy probablemente seguiría en ese estado, sin necesidad de tanta sobreactuación. Porque su diseño de origen tiende a conducirlo hacia ese destino. “La clave allí no es la grieta, sino el empate político”, dicen los que han caminado el Consejo de la Magistratura y conocen las preocupaciones procesales en espejo de los dos presidentes que precedieron a Alberto Fernández.
Además, un gobierno paralizado frente a la emergencia de una hiperinflación incipiente difícilmente cuente con capacidad de articulación para desequilibrar ese empate con mayorías legítimas. El triunfo de los jueces encabezados por Horacio Rosatti ha sido consistente y en toda la línea.
Mientras, el agravamiento de la crisis económica y el desvarío de elevar como prioridad la agenda judicial de los dirigentes políticos continúa abonando el crecimiento del discurso antipolítico. Como ocurrió en la crisis del 2001, vuelve a observarse una metodología para la construcción de la identidad política con un discurso ombliguista y contradictorio. Los políticos que crecen son los que se esmeran en criticar con ácido al colectivo que integran...después de haberlo desmerecido en conjunto.